30.3.06

El espejo, la máscara y el punto ciego



Hoy es uno de esos días en que sólo se me ocurren preguntas (lo que hizo que mi clase de la mañana fuera peculiarmente dialógica, por decirlo de algún modo).

Mis preguntas de hoy tienen que ver con las formas en que una persona, o un grupo de personas, pueden reconciliar la práctica creativa con la práctica crítica.

Temprano, encontré, en el blog del poeta Paolo de Lima, un enlace a un ensayo suyo sobre el grupo Neón, del que él mismo formara parte, y al que se representa en el artículo como una instancia crucial --por no decir la instancia crucial--, en la historia de la poesía peruana de los años noventa.

Eso me hizo recordar, de inmediato, la "Conversa sobre poesía peruana de los noventas", en la que los miembros del grupo Inmanencia discuten la importancia inigualada, revolucionaria, de la poesía escrita por ellos mismos (los miembros del grupo Inmanencia) en ese periodo. Como De Lima, Inmanencia tiene, también, presencia académica a través de algunos de sus miembros.

No diré nada acerca del hecho de que a mí la década de los noventa me parece el páramo más seco en el paisaje de la poesía peruana toda, uno en el que los mejores libros correspondieron a autores de generaciones previas. No diré nada sobre eso, digo, porque puede ser una percepción errónea, y estoy dispuesto a modificarla si alguna vez me topo con libros extraordinarios de esos años cuyo valor hasta ahora me haya resultado esquivo.

Aun así, diré que sólo un esfuerzo conmiserativo inusitado me podría hacer pensar que un grupo poético como Neón, conducido por Leo Zelada, pueda tener alguna importancia en una tradición poética tan deslumbrante como la nuestra, como no sea una importancia de valor negativo.
(Y sí, más allá de sus visibles deméritos literarios, estamos hablando, además, del mismo Leo Zelada que meses atrás, en vísperas de su revolucionario viaje a Europa, dejó ridículas amenazas de muerte en este blog para el blogger y otras personas)

Pero vamos a las preguntas: ¿a qué se debe esa profusa vocación autorreferencial que lleva a tantos poetas a escribir ensayos destinados a probar que sus propios compañeros de viaje (y, metonímicamente, ellos mismos) son lo más importante de un momento histórico dado? ¿Cuál es la legitimidad de una práctica crítica destinada a celebrar a los colectivos de los que el mismo ensayista forma parte? ¿Es correcto confundir el espacio de la crítica con el espacio de la referencia intragrupal? ¿No se está utilizando a la crítica para canonizar a un colectivo, en un ejercicio que conducirá probablemente a la propia canonización? ¿Es eso lícito?

No digo que sea necesariamente condenable, en sí mismo, el hecho de tratar en ensayos críticos el tema de proyectos literarios a los que uno está ligado personalmente. Pero sí me pregunto
cuál es la distancia crítica que el estudioso puede tener ante su objeto de estudio, cuando él ha sido parte de ese objeto. Y creo, también, que lo menos que se puede esperar es que el crítico, si lo es con seriedad, empiece por exponer esa cercanía y reflexionar claramente sobre el tema de su propio compromiso. Porque, contra lo que podría suponerse, pertenecer a un proyecto literario no es una ventaja para analizarlo, sino todo lo contrario: el crítico debería tener la capacidad de problematizar su propia relación, hacerla transparente, y preguntarse a sí mismo si la cercanía a su objeto de estudio no le está creando demasiados puntos ciegos que dañen su trabajo. Esto es, si realmente su trabajo busca la elucidación, y no la propaganda.

En resumen, en todo trabajo de crítica literaria, el primer problema a resolver es dónde se sitúa el crítico con relación a su objeto. Cuando esa relación es de una proximidad extrema, plantear tal problema (que no es lo mismo que simplemente reconocer la proximidad) se hace ineludible, tanto por una cuestión metodológica como por una cuestión ética.

Fotomontaje: gfp.

29.3.06

Crítica criminal

En Respiración artificial, una de las mejores novelas argentinas de las últimas décadas, Ricardo Piglia imagina el lado más oscuro de la crítica literaria, en la figura de unos personajes dedicados a descifrar los posibles mensajes secretos, acaso subversivos, contenidos en los papeles de un escritor. Crítica y espionaje quedan ligados, de ese modo, y casi convertidos en una misma actividad, dentro de un mundo paranoico, inverosímil...

O quizá deba decir "dentro de un mundo paranoico, realista": Página/12 (y, una vez más, me entero gracias a mi amigo Miguel Rivera) ha publicado un escalofriante informe de Silvina Friera acerca del seguimineto del que fueron víctimas, durante la dictadura militar de los años setenta, en Argentina, numerosos escritores e intelectuales, y gracias a él nos enteramos de que, como en una ficción pigliana, el seguimiento incluyó una meticulosa lectura crítica de las obras de esos escritores, e informes detallados y argumentados, que sólo pudieron provenir de la mano de críticos o estudiosos preparados profesionalmente para la lectura literaria.

El dato curioso: Respiración artificial también apareció durante el tiempo de la dictadura, y dados los antecedentes políticos de Piglia, es más que seguro que el libro fuera a dar a las manos de alguno de estos peritos forenses de la crítica literaria. ¿Cuál habrá sido la reacción de la alimaña censora al encontrarse retratado, en clave, en las páginas de esa novela construida para lectores paranoicos y vigilantes y que trata, en gran medida, acerca de ellos mismos?

(Pueden revisar aquí el artículo de Friera, titulado Informes secretos y argumentos para prohibir y asesinar).

Fotomontaje: gfp.

28.3.06

Los sabios idiotas no existen


Inocentemente, cuando vine a Estados Unidos, seis años atrás, pensé que un grupo humano al que le perdería la huella para siempre sería el conformado por quienes dicen admirar a Mario Vargas Llosa como novelista, pero detestarlo, desestimarlo o, al menos, no tragarlo demasiado, por sus ideas políticas.

Reconozco mi error: ese grupo humano es tan grande en la academia americana que parece casi omnipresente, y sobrepasa largamente a su homólogo peruano. En Estados Unidos, también, y específicamente en un mundo académico mayoritariamente izquierdista (hablo del noreste, que es mi parcela de ese mundo), Vargas Llosa es visto como un gran narrador incapaz de pensar con claridad.

Es curioso: muchos de quienes dicen eso son profesores de literatura que han dedicado una vida entera a desmontar el mito de un Cervantes ignaro y tontón, dueño de la sola habilidad instintiva de contar buenas historias. Los mismos que se ríen de la descabellada especie (casi una leyenda urbana), según la cual Shakespeare era un gran autor pero también un sujeto opaco y sin nada interesante que decir. Los mismos que demuestran, lápiz en mano, que García Márquez está lejos de la imagen de decidor intuitivo pero incapaz de elaborar un concepto abstracto que, sin embargo, el mito popular le ha conferido.

Cervantes, Shakespeare, García Márquez, Vargas Llosa. Ninguno habría sido capaz de construir las obras monumentales e imperecederas que nos han dado si hubieran sido individuos negados al pensamiento abstracto e inhábiles al momento de comprender el mundo en torno de ellos.

Pero, claro, es más fácil para un lector derechista y burgués, o un conservador, hacerse la idea de que Cien años de soledad fue escrita por un colombiano en trance y que su autor hipnótico nada tiene que ver con ese otro García Márquez amigo de Fidel Castro, que suponer que la novela se relacione en algo con el socialismo utópico de su autor.

Y es más fácil para un lector de izquierda, socialista o al menos progresista, imaginar que La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo han brotado de la mano mágica de un viejo chamán arequipeño, inconsciente de su propio poder autorial, que aceptar que el liberalismo de su autor sea una de las bases inequívocas que sustentan la coherencia y la moral de esas narraciones.

Sin el mito del escritor talentoso pero políticamente idiota, los lectores derechistas de García Márquez tendrían que reconocer que mucho de razón hay en los discursos de la izquierda latinoamericana que retratan las enajenaciones del progreso en el "tercer mundo"; y sin ese mismo mito, los lectores izquierdistas de Vargas Llosa tendrían que aceptar que pocas ideologías se entregan al rescate de la dignidad individual de modo tan poderoso como el viejo discurso liberal, y que esa imaginación liberal es la base simultánea para las propuestas políticas de Vargas Llosa el articulista odiado y Vargas Llosa el novelista querido.

Peor todavía: si nos desprendemos del mito del narrador divino / político estólido, todos tendríamos que reconocer, demasiadas veces quizá, que pensamos o sentimos como nuestros rivales, y que alguna inteligencia hay, o mucha, en ser distintos de nosotros mismos.

Por eso, por ser tan radicalmente distinto de casi cualquiera, y por serlo íntegramente, que exista un Mario Vargas Llosa en nuestras vidas, como personas, como lectores, y también como peruanos, es una rara y renovada alegría, y una ventana permanentemente abierta al reto de la confrontación intelectual. Vargas Llosa cumple ahora setenta años de ser diferente, y creo, en verdad, que amigos y rivales deberían celebrarlo por igual. Feliz cumpleaños.

Fotomontaje: gfp.

27.3.06

Borges dibujante

Yo siempre creí que el Borges escritor era Jorge Luis y que el Borges artista plástico era su hermana Norah, la famosa pintora, ilustradora y caratulista argentina, esposa de Guillermo de Torre. Mi amigo Miguel Rivera, navegando la página de la Borges Collection, en el sitio web de la biblioteca de la Universidad de Virginia, ha encontrado información acerca de Jorge Luis Borges el dibujante.

Aunque en la página web sólo se menciona de pasada que algunos de los manuscritos borgianos contienen imágenes hechas por el mismo escritor, el sitio de UVA contiene al menos dos links que nos permiten ver un par de esas páginas y, con ello, un par de dichos dibujos (el más complejo es el que reproduzco parcialmente aquí, en el que alcanzo a reconocer a Hitler y a Marx, pero no a los demás personajes).

Este dato da un sentido más patético a la ceguera borgiana y a las muchas alusiones que hay en sus textos a libros y manuscritos ilustrados (una de ellas aparece, precisamente, en El sur, que es, entre otras cosas, la historia de uno de los momentos críticos en la expansión de la ceguera del autor).

Imagen: dibujo hecho por Jorge Luis Borges.

Vuelve Quipu

Locura y clarividencia: un nuevo cuento acaba de aparecer en Quipu. Esta vez, el autor lo envía desde New York, ciudad en la que vive desde hace catorce años, donde estudia un master de bibliotecología (para mayor precisión, en el Queens College de la City University of New York, CUNY) y donde ejerce su oficio (en la Queens Borough Public Library).

El nombre del escritor es Javier Milligan (conocido para mí y para los lectores de Puente Aéreo como Pvlgo, sobrenombre con que firma sus intervenciones en la blogósfera). Su cuento se llama El iluminado. Con él reabrimos Quipu luego de más de diez días de vacaciones.

26.3.06

Szyszlo: la memoria volátil

Fernando de Szyszlo, en El Comercio de hoy, ha publicado un artículo no menos superficial que tantos otros que ha escrito sobre nuestras sucesivas coyunturas políticas en años recientes.

No menos superficial pero sí más peligroso, porque muestra la facilidad con que algunos de nuestros intelectuales suponen que cualquier reacción popular distinta a la que ellos encuentran lógica es atribuible, llanamente y por completo, a la escasa lucidez del pueblo peruano.

Szyszlo se interroga acerca de los motivos que pueden llevar a gran parte de la población, sobre todo a quienes "habitan las regiones más apartadas del país" a votar por Alan García u Ollanta Humala. Y ofrece tres opciones de respuesta: los peruanos más pobres son "desmemoriados, engañados o inocentes".

¿De qué otra manera votar por Humala, ese Velasco redivivo, si no es por ignorancia, falta de memoria o pura incapacidad de comprensión? ¿Acaso los peruanos han olvidado cómo Velasco "despojó de sus tierras" a "los agricultores peruanos"?, se pregunta Szyszlo, quien parece creer sinceramente que el despojo sufrido por la vieja oligarquía terrateniente debería ser recordado con amargura por los campesinos, a quienes él mismo, en su artículo, despoja incluso de su título más evidente: "los agricultores peruanos" no son, para Szyszlo, los campesinos, sino exclusivamente los viejos propietarios.

Dice cosas justas acerca del desgraciado régimen de Alan García, y se pregunta por qué tantos han olvidado el infeliz gobierno aprista. Eso está muy bien dicho, aunque antes habría que preguntar por qué el Apra, uno de los pocos partidos peruanos orgánicos y perdurables, es incapaz de ofrecerle al pueblo una opción distinta a la del probado incapaz de García: al fin y al cabo, quienes votan por el Apra están votando por cierta estabilidad dentro del sistema de la democracia partidaria.

Por otro lado, teniendo en cuenta que el artículo de Szyszlo aboga tácitamente por un voto masivo en favor de Lourdes Flores, uno se pregunta por qué el pintor, a su vez, olvida decir que un posible gobierno de Flores lo será también de José Barba y Rafael Rey, los sonrientes aliados políticos del dictador Alberto Fujimori.

¿O será que, finalmente, Szyszlo el demócrata ya no da tanta importancia a la democracia como al crecimiento económico? ¿De qué otra manera se explica que nos coloque como ejemplo a Singapur, una dictadura socialista, moderada, pero dictadura al fin?

Aun así, lo más importante es su pregunta: ¿el pueblo peruano es desmemoriado, engañado o inocente? Szyszlo es incapaz de colocarse, aunque sea por un segundo, en el lugar de aquellos que, sistemáticamente, durante dos siglos de República, han visto decenas de dictaduras sucedidas por decenas de regímenes democráticos que anunciaron cambios y despegues, renacimientos y transformaciones, y nunca, jamás, hicieron nada efectivo por combatir la miseria de las mayorías.

Y Szyszlo supone que, si el pueblo peruano no le tiene fe a Rafael Rey, a José Barba, a Arturo Woodman, las únicas razones posibles son la amnesia, la inocencia o la desinformación. ¿Y cuáles serían, para Szyszlo, las razones por las cuales sí habría que tenerle fe a esos señores?

Es cierto que un gobierno de Humala, como uno de García, serían desgracias que el Perú no se merece. Pero eso no basta para suponer que un voto por Humala es un voto causado por la ignorancia. Es la clase dirigente peruana la que ha preparado durante décadas este escenario decadente en que personajes lamentables como Fujimori y Humala se vuelven, a los ojos de un pueblo hastiado de mentiras y postergaciones, opciones reales, aunque sólo sea porque sus caras no son las mismas de los personajes lamentables que los precedieron.

Ilustración: gfp.

Alerta roja (y azul)

Algo raro pasa. El Mercurio de Santiago sigue abriendo sus páginas a la literatura peruana.

Apenas una semana atrás, mi ex housemate, hoy profesor de Harvard University, el chileno Luis Cárcamo, publicó allí un ensayo sobre Jorge Eduardo Eielson.

Un par de días después, Carolina Andonie Dracos hizo notar en esas mismas páginas el florecimiento comercial de nuestra narrativa en el último par de años, los muchos premios obtenidos por peruanos en estos dos meses, y el súbito interés de las grandes editoriales en las letras peruanas.

Hoy, la sección Artes y Letras de ese diario publica dos artículos críticos que siguen abundando en esa presencia peruana: el primero es de nuestro amigo Fernando Iwasaki y está referido a la novela La hora azul, de Alonso Cueto; el segundo es del profesor Grínor Rojo y ofrece pistas generales para una lectura de Carlos Germán Belli como reelaborador de poéticas tradicionales.

La Revista de Libros, también de El Mercurio, da cuenta además del trabajo de otro peruano, Julio Ortega, al frente del llamado Proyecto Transatlántico, de Brown University, y de paso promueve el próximo congreso internacional de dicho proyecto (que busca el establecimiento de una subdisciplina crítica que estudie las relaciones históricas, sociales, lingüísticas, etc., entre las tradiciones literarias hispanoamericanas y las españolas).

(Dicho sea de paso: también hay, en la sección Artes y Letras de El Mercurio de hoy, un largo artículo que informa sobre la salida del peruano David del Pino Klinge de la dirección de la Orquesta Sinfónica de Chile --tras muchos años de trabajo interesante-- y de los problemas que vendrán a la hora de reemplazarlo).

Y ante ese impulso peruanista de El Mercurio no me queda sino advertir esto: algo se deben traer entre manos esos chilenos... ¿Qué tanto interés en nuestros escritores? ¿Por qué tanta bienvenida a nuestros creadores? ¿Por qué tanto beneplácito con el trabajo de nuestros críticos?

Está claro: se trata de una guerra no declarada (que incluye el mefistofélico proyecto de invitar a Perú como país estrella de la próxima Feria del Libro de Santiago): están tratando de... conocernos.

Propongo que no nos durmamos en nuestros laureles y nos demos un tiempo para leer a Roberto Bolaño, a Pedro Lemebel, a Diamela Eltit. Que desempolvemos nuestros libros de Juan Emar, de Baldomero Lillo (los dos más sorprendentes e inquietantes cuentistas chilenos que he leído), de Vicente Huidobro, de Neruda, de Lihn. Que la aproximación, en suma, no nos coja por sorpresa.

Imagen: Belli, Cueto e Iwasaki en El Mercurio de hoy (fotomontaje: gfp).

25.3.06

Qué tal Paniagua

Un escritor escribe un mal libro, y después otro, y luego uno más; pasa toda su vida concibiendo libros malos, y sus hijos lo imitan, y luego sus nietos, y cada cual escribe un poco peor que el anterior.

Un día, un crítico señala el problema y la carrera literaria de la familia se va en picada, se hace añicos, desbarra.

Años después, uno de los últimos descendientes del mal escritor culpa al crítico por haber deteriorado, con sus observaciones, la literatura toda.

Valentín Paniagua afirma que Mario Vargas Llosa, con sus críticas de 1989 y 1990 a los partidos políticos tradicionales, fue el gran responsable del estado actual de nuestro sistema democrático. "Ese error histórico es el que ha debilitado la democracia de partidos en el Perú", señala.

Es decir, responsables no fueron esos partidos, con su inutilidad vegetativa, ni Belaunde con su ceguera natal, ni Alan García con su mediocridad y su descaro egomaniaco y populista, sino quien criticó a los partidos y buscó (inútil y contradictoriamente, en alianza con dos de ellos) modificar en algo las reglas del juego. Es decir, el mal libro no es culpa del escritor, sino del crítico. Qué tal Paniagua.

Fotomontaje: gfp.

Mal de muchos

Quienes pensaron que la polémica entre escritores criollos limeños y escritores criollos andinos se había visto ensombrecida por un exceso de egos, orgullos e intolerancias personales, tienen ahora un nuevo punto de referencia en materia de discusiones gratuitas y broncas sin sentido.

El lío suscitado en torno al nombre que ha de llevar el futuro museo de arte contemporáneo de Lima no podría ser más ridículo: unos (Freddy Cooper y Pedro Cateriano) han querido aprovechar una ocasión que debería estar desprendida de personalismos para rendir homenaje a un amigo. Otros (José Tola, Elda di Malio, Gerardo Chávez, etc.) han reaccionado como si colocar el nombre de Szyszlo al museo implicara un insulto directo a los demás.


No voy a lanzar más leña al fuego de una seudo polémica a todas luces absurda, pero sí me interesa hacer notar una cosa: jamás en nuestra historia reciente ocurrió algo (no importa qué) que hiciera opinar en voz alta sobre un mismo tema, de manera simultánea, a decenas de artistas y otros personajes ligados al mundo de la plástica peruana.

Ni las censuras ni las críticas ni los nepotismos, ni los premios dudosos ni los privilegios ni las políticas estatales, ni el futuro de las escuelas de arte ni el tema de la plástica nacional ante los años de la violencia: nada ha resultado tan digno de debate para nuestros artistas más reconocidos como el asunto de qué nombre ha de llevar el nuevo museo limeño.

Desde aquí, un pedido al gremio: por favor, acaben con esa discusión y pasen a otro tema, si es que se les ocurre alguno, antes de que nos asfixie Bizancio, como hubiera dicho César Vallejo (cuyo nombre nadie ha siquiera pensado en proponer para la Biblioteca Nacional; y mejor así, porque, de ocurrir, no faltaría un Clemente Palma que regresara de la tumba para ejercer su derecho nacional a la polémica disparatada).


Imagen: Szyszlo ha decidido guardar silencio:
¿no sería más fácil renunciar al absurdo homenaje
y proponer que sus colegas usen sus fuerzas
en una discusión más interesante? (Fotomontaje: gfp).

24.3.06

Venganza y paraíso


En el post anterior, olvidé agradecer a Daniel Salas por su ayuda con Puento Aéreo durante mi ausencia, así que lo hago ahora, a mi regreso de Puerto Rico.

Dicho sea de paso, no fueron sólo días de descanso los que pasé en la isla, para envidia inmotivada de Iván Thays: fui a formar parte de una mesa en la conferencia del Latin American Studies Association, donde hubo decenas de ponentes peruanos y sobre la cual les contaré en los próximos días.

Pero hubo descanso, y también hubo dos noches de cine, en las que, coincidentemente, vi un par de películas que tratan, de maneras y en tonos muy diversos, el asunto del terrorismo y el derecho a la insurgencia: V for Vendetta (producida y coescrita por los hermanos Wachoswski y dirigida por uno de sus cachorros) y Paradise Now, la polémica cinta palestina que hace poco estuvo nominada a un Oscar.

El tema general de ambas no es su único punto en común. Hay uno mucho más digno de debate: ambas construyen escenarios en los que la respuesta terrorista a una situación social y política determinada encuentra una cierta justificación, mayor o menor según el caso: en V for Vendetta se trata de la insurgencia contra una ucrónica tiranía fascista en Inglaterra, en el año 2015; en Paradise Now, en cambio, el escenario es el conflicto palestino-israelí contemporáneo.

Ambos filmes comparten, también, un impulso maniqueo: en V for Vendetta la dictadura de ultraderecha es arrasadoramente delincuencial y perversa (más aun que en el el extraordinario cómic original de Alan Moore y Davd Lloyd), hasta un grado tal que la propuesta del bombardeo clandestino resulta indudablemente justa. En Paradise Now, la absoluta ausencia del punto de vista israelí diseña un mundo desesperado y oprobioso, en el que todo el mal es unidireccional y en el que, una vez más, la respuesta violenta acaba por lucir peligrosamente comprensible.

Me atrevo a decir, aunque suene arbitrario, que en ninguno de los dos casos el maniqueísmo es un defecto de la narración: por el contrario, la mirada extrema y radical parece convenir a unas historias que, al fin y al cabo, están contadas desde el punto de vista de las víctimas finales de una situación injusta (no el poder político palestino, sino la población civil, en Paradise Now; no los partidos de oposición a la tiranía, en V for Vendetta, sino la ciudadanía victimizada).

Lo que quiero decir es que, en ambas cintas, el maniqueísmo resulta adecuado para representar la mirada de la víctima, porque, a las víctimas de situaciones como las mostradas, el mundo se les presenta en términos ya de por sí maniqueos, en los que el enemigo es demonizado y la única salida parece ser una violencia que destruya al rival, aunque implique también la destrucción de uno mismo.

No sigan leyendo este párrafo si no quieren enterarse del final de las dos cintas: ambas concluyen con la muerte de sus protagonistas, una de ellas consumada ante los ojos del espectador, la otra sugerida en la determinación final del personaje. Sintomáticamente, en los dos casos, la liberación destructiva es también autodestructiva; como si ambas ficciones nos quisieran decir que en todos los casos de opresión política extrema hay algo que resulta ya para siempre imposible de redimir y recuperar.

23.3.06

Shakespeare y la máquina del tiempo

La segunda parte de la Conversación entre nuevos narradores peruanos que publica Miguel Ildefonso en Cyberayllu tiene bastante menos interés que la primera. Quizá lo único digno de lectura sea la sección final, en que los autores refieren sus proyectos actuales.

Hay una media docena de alusiones a este blog, y a mí, algunas precisas y otras no (no sé cuántas veces deberé repetir que mi comentario sobre Roncagliolo y su Perú miraflorino nada tiene que ver con ninguna de sus novelas).

También hay una cerrada defensa, de parte de
Carlos Gallardo y Alexis Iparraguirre, del derecho a la infamia de los infames (el derecho al insulto anónimo, el derecho a la difamación anónima, el derecho a la arenga racista anónima, el derecho a la convocatoria genocida anónima, etc).

Según
Iparraguirre, publicar comentarios antisemitas, racistas, progenocidas, bajo seudónimo, en Internet, no convierte a nadie en un inmoral; según el mismo Iparraguirre, los comentarios de ese tono escritos en contra mía, albergados por un atribulado Gallardo en su propio blog, son sólo bromas de gente buena y mansa que anda de joda. Iparraguirre parece creer que, en verdad, los usos inmorales del lenguaje son creativos, divertidos, incluso graciosos.

Por eso le debe de resultar tan ridícula la corrección política y por eso se le antoja tan loable trasgredirla, como parece implicar en este pasaje: "Habrá que recordar que la incorrección política ha dado grandes obras literarias. De hecho,
El mercader de Venecia es furiosamente antisemita".

Yo no soy un abogado a rajatabla de la corrección política (aunque pienso, sí, que en sociedades como ésta en la que vivo, son claramente mayores sus logros que sus defectos). Sí soy abogado, en cambio, de la idea de que los profesores universitarios de literatura deberían pensar mejor antes de decir cosas como esa que afirma
Iparraguirre.

"La incorrección política ha dado grandes obras", dice. ¿Y el ejemplo que propone?
El mercader de Venecia, porque es "furiosamente antisemita". He intentado, de muchas formas, darle a esa afirmación un sentido coherente, y me ha resultado imposible.

A primera vista,
Iparraguirre parece decir que Shakespeare escribió El mercader de Venecia como una reacción a una serie de postulados político-ideológicos que aparecieron casi cuatro siglos después de su muerte. No tengo que explicar que algo anda mal en esa idea.

Segunda posibilidad:
Iparraguirre parece decir que el antisemitismo de Shakespeare era un discurso contestatario ante una ideología hegemónica de su época. En otras palabras, que el discurso oficial inglés de finales del siglo dieciséis rechazaba el antisemitismo y que Shakespeare, en El mercader de Venecia, se colocaba en una posición disidente debido a su postura antijudía. No es necesario aclarar que eso es radicalmente falso y que el antisemitismo shakespeareano reproducía con precisión un lugar común de su tiempo.

Tercera posibilidad:
Iparraguirre ha querido decir que El mercader de Venecia es una pieza extraordinaria a pesar de su evidente antisemitismo. En eso podemos concordar todos (aunque no necesariamente: hace apenas un año tuve una discusión, y una discrepancia, con Jonathan Culler acerca de un artículo que ambos evaluamos para la revista Diacritics, en el que se matizaba mucho el antisemitismo de la obra). Si eso es lo que quiso decir Iparraguirre, hay que señalar que la mención a la corrección política no tiene sentido y que no pasa de ser un adorno inatingente.

Cuarta posibilidad:
Iparraguirre cree que el antisemitismo de la pieza es uno de los orígenes de su grandeza. Si esa fuera la explicación, la idea detrás de la afirmación sería doble: primero, que la transgresión moral puede originar grandeza estética (hasta allí no tengo objeción), pero también que el contenido "incorrecto" (incorrecto a ojos de un lector del siglo veintiuno) es lo que da origen a la gran obra (recordemos una vez más la frase: "la incorrección política ha dado grandes obras"). Esa última parte merecería una explicación mayor.

Y, por último, me pregunto por qué decir, simplemente, que el antisemitismo es "políticamente incorrecto"? ¿Por qué negarse a decir que es, ante todo, inmoral, como cualquier otra forma de racismo, xenofobia o segregación?

Creo que esa pregunta es importante por un motivo fundamental: quienes satanizan la corrección política han llegado a un punto ciego en que se niegan a hablar de lo moral y lo inmoral, y reemplazan ambos términos por versiones caricaturescas: sus propias definiciones degradadas de "lo políticamente correcto" y "lo políticamente incorrecto". Y al hacer ese reemplazo, pierden la capacidad de hablar de moralidad e inmoralidad, por temor a caer ellos mismos en el terreno que caricaturizan.


Fotomontaje: gfp

18.3.06

La pandilla salvaje y las trampas de la fe (en el progreso)

Por Daniel Salas

Ha aparecido en "Revista de Libros" de "El Mercurio" un increíble artículo de Rafael Gumucio titulado “El Patriarca” que resulta siendo un ejemplo de cómo no se debe leer y por qué nos debemos cuidar de las trampas de la fe.

Rafael Gumucio sostiene en su columna que “Trato de releer Cien años soledad y no puedo. El entusiasmo de la primera vez, la sensación sexual de entrar en las aguas de la pubertad, el descubrimiento de que la narrativa puede parecerse más a un conjuro que a un relato me ciega.”

En primer lugar debemos preguntarnos qué tiene de interesante para nosotros que alguien no pueda leer hoy “Cien años de soledad”.
Gumucio se despacha varias líneas para describir su incapacidad como si tuviese que ser la nuestra, dado que, en principio, las razones parecen tener más que ver con su antipatía por las ideas y actitudes políticas el escritor colombiano.
Gabriel García Márquez, dicho sea de paso, tampoco me simpatiza personalmente. Pero no entiendo por qué este disgusto deba ser un impedimento para leer su obra.

Sin embargo, unas líneas más adelante,
Gumucio ofrece algo que por lo menos pueden parecer razones más literarias. Veamos lo que dice:

García Márquez no ha sido nunca un revolucionario, sino un conservador de provincia que siente al mismo tiempo un gran desprecio y una gran nostalgia por el pasado patriarcal. Que descree de la democracia, que nunca le dio medallas a su abuelo el coronel, y del progreso que una y otra vez se olvida del coronel. Todo el arte de García Márquez reside en darle dignidad a la derrota de ese abuelo. Si hay que ir para ello a rastrear en Rabelais, Pigafetta, Esquilo, Kafka o Faulkner, no importa. El cacique de provincia que lo dio todo por nada estaba equivocado pero lo estaba con esplendor, con belleza. Por lo demás Colombia - nos repite una y otra vez García Márquez- y el mundo estaban tan equivocados, tan condenados como él.”

Llegamos finalmente a un punto. Lo curioso es que hay un aspecto en el cual Gumucio no está tan equivocado. En efecto, “Cien años se soledad” se sostiene en los mitos patriarcales y en una temporalidad ciclica, pero de ninguna manera reaccionaria o carente de movimiento, como lo explico en un post de mi blog.

El problema es que si la observación de
Gumucio sirviera para descalificar la obra de García Márquez, también deberíamos expurgar de nuestras lecturas los cuentos de Borges y deberíamos sentir repulsión ante las películas de Sam Peckinpah.

El motivo de la comunidad masculina es central en la narrativa occidental moderna. Con todo, en el mundo de Macondo hay además mujeres y mujeres muy activas, frente a lo cual podríamos incluso considerar los mundos de
Borges o Peckinpah mucho más reducidos. Y, en efecto, Gumucio tiene razón cuando señala esa desconfianza por el progreso, pero no explica por qué la creencia en el progreso es estéticamente más interesante. El Vargas Llosa que encuentro más atrayente, por ejemplo, es aquel en el cual las nociones recibidas de progreso y verdad se encuentran en cuestionamiento y crean una tensión. ¿Acaso una obra es más artística porque tiene las cosas claras? ¿Acaso no es verdad que una obra gana en interés estético en tanto es más compleja y más densa?

La nostalgia y la sensación de decadencia no son necesariamente posturas reaccionarias. Soñar con comunidades de hombres valientes y enemistados con el Estado (el cual impone opresiva y ciegamente las señales del progreso) ha sido uno de los grandes aportes de esas narrativas que se han enfocado en la idea comunidad, una idea que el “progreso” ha querido disolver. Que el fidelismo de
García Márquez nos caiga mal es otra cosa. Y sugerir, como lo sostiene Gumucio, que los jóvenes no caigan en la adicción a las novelas del colombiano es un síntoma de miopía y simplicidad.

(Foto: para pertenecer a la pandilla salvaje, no solamente basta ser valiente: hay que tener imaginación)


Puente Temporal

Por Daniel Salas

Gustavo Faverón me ha encargado su blog por un par de semanas. He aceptado colocar algunos posts, si bien carezco de la facilidad para hacerlo con frecuencia.

Si bien los posts que siguen son de mi responsabilidad, Gustavo seguirá administrando los comentarios.

15.3.06

Mi banca no es ubicua

Borges se sentó en una banca frente al río Charles, que estaba también en otro tiempo frente a otro río. Yo, que no tengo ese talento, y quería ir a sentarme frente al Charles una de estas tardes y también irme a una playa caribeña, aprovechando que mis vacaciones de primavera y las de mi novia coinciden, voy a tener que hacer esas dos cosas, no al mismo tiempo, como el maestro, sino una después de otra. Los próximos días voy a estar en Boston y luego en cierta playa centroamericana. (Seguiré colocando los comentarios que lleguen, pero no habrá nuevos posts en Puento Aéreo por algunos días).

Fotomontaje: gfp.

14.3.06

Los raros 1

Iván Thays hace bien en decir que uno de los placeres mayores de tener un blog literario es la posibilidad de recomendar las lecturas que a uno le provoca compartir, o que uno juzga importantes, o incluso cruciales. Quiero, entonces, dejar aquí una pequeña nómina de escritores latinoamericanos a quienes he leído o releído durante los últimos meses y que considero abiertamente recomedables. Muchos de ellos son nombres muy conocidos, otros no tanto, pero todos sin excepción, salvo, tal vez, en sus países de origen, son menos leídos de lo que merecen. Comienzo esta vez con tres de ellos.

Para comenzar, dos uruguayos. La primera es Armonía Somers, la extrañísima poeta y narradora montevideana, autora de unas novelas breves delirantes que prefiguran notoriamente algo de la obra de la chilena Diamela Eltit, con la ventaja de que en Somers todo parece fluir naturalmente, y no como respuesta a un exceso de lecturas lacanianas. Somers tiene una cierta fama merecida por su poesía, pero sus novelas excesivas y peculiares merecen una mirada.

El segundo uruguayo es, por supuesto, Mario Levrero: nadie después de Onetti ha conseguido el nivel único de originalidad que alcanza Levrero en las letras uruguayas. Un reformulador de Borges, un postmoderno que no cree en géneros literarios ni se detiene ante ninguna posibilidad experimental. La imperfección de la prosa en buena parte de su obra tardía es definitivamente intencional: basta con ver sus primeros textos, los más convencionales, para descubrir al estilista. Levrero recorrió un camino paralelo al de Puig en la integración de la narrativa popular dentro de la "alta literatura".

Ya antes he hablado en este blog de algunos argentinos cuyos tomos deberían ser desempolvados de una vez para siempre: Santiago Dabove, Manuel Peyrou, Eduardo Mallea, Silvina Ocampo. Agrego ahora a uno vivo y en plena actividad: Abelardo Castillo (hay varios libros suyos en Lima, por si acaso). Castillo es también un borgiano, sus cuentos son joyas de concisión y agudeza, y sus temas, como muchos de los de su maestro, vienen de la filosofía analítica, la filosofía del lenguaje, la historia de las religiones, etc. Tiene una novelita, apenas un divertimento sobre misterios bíblicos que, si el mundo fuera justo, debería tener la celebridad que tiene The Da Vinci Code. Se llama El evangelio según Van Hutten. Pero lo mejor son sus cuentos, reunidos bajo un título general: Los mundos reales.

Imagen: El ajedrez de Abelardo Castillo (fotomontaje: gfp).

Harry el sucio

Seamos justos: si ya denunciamos al león de Las crónicas de Namria de ser Cristo, bien podemos darnos un rato para decir que Harry Potter es el Anticristo.

Abelardo Oquendo
ofrece, en su columna de hoy en La Reública, una selección de frases dichas por quienes acusan al personaje de J.K. Rowling de ser un maestro satanista. Según refiere Oquendo, la selección de bravatas antipotteritas las colectó antes Jorge Fondebrider, para Clarín, en un artículo que pueden leer completo aquí.

Baste decir, como avance, que uno de los que han señalado las "sutiles seducciones", es decir, las trampas a la fe, contenidas en los libros de Rowling, es el mismísimo Papa (antes de ser infalible).

Todo lo cual me hare recordar que, hasta donde sé, el Papa Benedicto XVI jamás refutó fehacientemente las acusaciones (gáficamente documentadas) según las cuales él no era otro que el mismísimo Darth Sidious.

Imágenes: Harry demoniaco (motomontaje: gfp); el Papa Benedicto y Darth Sidious.

12.3.06

Maus en Maine

Aún no terminan los líos por las caricaturas anti musulmanas publicadas por decenas de medios de comunicación europeos (y uno que otro provocador irresponsable en otros lugares del mundo), y al parecer la respuesta más creativa sigue siendo la dada por una página web israelí, que convocó a un concurso de caricaturas antisemitas, con la condición única de que los autores fueran judíos.

El concurso, dicho sea de paso, ha reunido contribuciones excelentes y ha generado también respuestas exaltadas en el mismo Israel. (Pueden ver la página oficial
aquí).

Curiosamente, dos de los artistas cruciales en el paso del cómic, de su viejo estatus de diversión popular, si no exclusivamente infantil (dominado por la tira cómica periódica y su pariente cercano, la caricatura de comentario político) a su lugar actual como una de las formas narrativas y plásticas más sofisticadas del arte contemporáneo, son judíos: Will Eisner y Art Spiegelman.

Este último tiene el mérito monumental de haberse valido del cómic, mucho antes de su actual aceptación como "high art", para tratar uno de los temas más atroces de la historia universal: el Holocausto. Su obra, Maus --dos tomos extraordinarios que recibieron un Premio Pulitzer, el primero otorgado a un libro de cómics--, es sombría y sin embargo luminosa, cargada tanto de dramatismo como de humor, y cuenta la historia de su familia durante la Segunda Guerra Mundial, la persecución, los campos de concentración, el suicidio de su madre, y los años que Spiegelman dedicó a reconstruir narrativa y gráficamente las memorias de su padre superviviente, cosa que hizo a través de un relato en el que los judíos son representados como ratones (de allí el título: maus significa ratón en alemán y en yidish), los alemanes como gatos, los americanos como perros, los polacos como cerdos, etc. El libro es hoy un clásico, estudiado en universidades y colocado por muchas entre sus lecturas curriculares obligatorias.

También luego de los atentados terroristas del once de setiembre del 2001 en Nueva York, Spiegelman dedicó un libro de cómics al tema, In the Shadow of No Towers (que existe en español como Sin la sombra de las torres), y su labor, así, continúa asegurando una posición completamente nueva para los cómics, no sólo en el concierto de las artes contemporáneas, sino en el terreno de la reflexión humanista.

Como ocurrió hace poco con Salman Rushdie, Art Spiegelman dará una conferencia en Bowdoin College, donde trabajo, en algunas semanas, el 4 de abril. Luego de su charla, les contaré un poco acerca de lo que tenga que decir Spiegelman sobre su trabajo y, sin duda, sobre la coyuntura política actual. Quienes quieran un primer contacto con las ideas de este artista notable, pueden encontrar el audio de una larga e ilustrativa entrevista si buscan entre los enlaces al pie de página aquí).

Imagen: Maus II, Spiegelman, y el mismo Spiegelman autorretratado como ratón.

Piglia sobre el lector

Alonso Cueto, ganador del último Premio Herralde por su novela La hora azul, me envía saludos por correo y, con ellos, el texto de una interesantísima (y discutible) entrevista de Carlos Alfieri a Ricardo Piglia, esto a propósito del post que colocamos aquí hace un par de días. Alonso también comenta que piensa dedicarle alguna de sus columnas de Perú 21 a nuestro proyecto Quipu: Literatura Descentralizada (intención que agradezco mucho).

RICARDO PIGLIA HABLA SOBRE EL LECTOR
Y LA LECTURA DEL ESCRITOR


Ricardo Piglia traza el itinerario que llevó al lector de ser un mero apéndice externo a la literatura a un lugar de notable consideración. De él se ocupa en su libro El último lector, y sobre él debate en esta entrevista, en la que también desmenuza la lectura de los propios escritores y de la crítica literaria.

Por Carlos Alfieri

–En la apreciación crítica del último medio siglo, el lector ha pasado a ser, de un mero apéndice externo a la literatura, el coprotagonista de ella. El último lector se ocupa intensamente de él. ¿Podría trazar el itinerario que ha llevado a tan alto puesto la consideración del lector?

–Es difícil contestar, porque existen varias respuestas posibles. Una de compromiso sería: “Bueno, en realidad el lector siempre ha estado presente”. En efecto, el interés y la intriga por el lector nunca dejaron de estar presentes, más allá de que con frecuencia han protagonizado el debate literario otro tipo de cuestiones, como las experimentaciones lingüísticas, la energía de la trama, la ruptura temporal. Me parece que la idea de interrogarse sobre el lector está ligada al fin de la noción de que la literatura tendría una esencia que permitiría identificarla en el objeto mismo. Se trata de esa gran tradición anclada en los formalistas rusos y otros, que designaban como literaturidad a aquello que hace de un texto un texto literario. ¿Qué es lo que hace que un texto sea un texto literario? Esta pregunta en un momento dado intrigó poderosamente a los críticos, preocupados por determinar la cualidad específica por la cual la literatura podía ser identificada. Ocurre que la literatura tiene una particularidad que no poseen otras artes y es que, como utiliza el lenguaje natural, siempre se está preguntando por su esencia (raramente un pintor se pregunta qué es la pintura o un músico qué es la música, porque se sabe que son artes que están articuladas sobre un lenguaje diferente). Pues bien, esto generó una serie de respuestas que fueron derivando después, creo que por obra de los propios escritores, en el planteamiento de que la definición de literatura tiene mucho que ver con la forma en que quien lee construye el texto.

Este es un modo de contestar a su pregunta de manera general: todos los debates sobre el lector vendrían a superponerse a la interrogación sobre qué es la literatura. Por otro lado, los escritores siempre hemos padecido una pregunta envenenada, aquélla de “¿para quién escribe usted?”. Ante ella nos hemos sentido siempre incómodos, porque pareciera que tiende a hacernos pensar en una estrategia oportunista, del tipo “yo escribo para mujeres divorciadas de entre cuarenta y cincuenta años”, o “yo escribo para los jóvenes”, etcétera. Y también las respuestas de transacción, que siempre resultan antipáticas, como “yo escribo para mí mismo”.

En un momento dado, empecé a tomar notas acerca de cómo aparecían los lectores en las obras literarias, para ver si podía encontrar no digo una respuesta, pero sí las maneras en que el acto de leer estaba narrado. Era como hacer un experimento antropológico-arqueológico sobre una civilización perdida de la que sólo quedaban rastros en las novelas. De alguna forma, es un modo de responder a esa pregunta imposible de contestar –“¿Para quién escribe usted?”–. Si uno pudiera contestarla, sabría qué cosa es la literatura.

Dicho esto, debo reconocer que hoy está estabilizada una gran tradición crítica que podríamos identificar con Roger Chartier, ese notable historiador de los hábitos de lectura formado en la escuela francesa de los Anales, que ha realizado aportes extraordinarios al respecto. Esto, por un lado. Por otro, ha habido muchas teorías sobre el lector, como la teoría de la recepción. Y además, me parece que los escritores han reflexionado acerca de esta cuestión de un modo un poco lateral, pero siempre interesante. Por ejemplo, allí está la novela de Nabokov Pálido fuego, sobre ese tipo que lee de manera delirante un poema. En fin, creo que los escritores siempre hemos visto en el lector una figura menos neutra y menos trivial, más amenazadora, más loca que esa figura un poco plana que aparece cuando se habla estadísticamente de los lectores. ¿Dónde están los lectores? Bueno, los lectores son unos locos que están por ahí leyendo libros. Es la locura que ya está en Don Quijote, ¿no?

–Roberto Calasso afirma que los más grandes críticos literarios del siglo XX son generalmente escritores, como Gottfried Benn, Proust, Borges, Valéry, Auden o Mandelstam, y que no conoce ningún libro esencial que haya sido generado en el seno de alguna disciplina crítica. ¿Comparte este punto de vista?

–Sí, totalmente. En cierto modo, la conferencia que pronuncié en Barcelona, en el mismo ciclo en que intervino Calasso, que se llamaba El Escritor como Crítico, trabajaba sobre esas mismas hipótesis. Para la crítica, para lo que entendemos por crítica, en fin, las grandes tradiciones, como el formalismo ruso, Lúkacs, etcétera, la literatura es una suerte de saber sometido, diría yo. El crítico trabaja sobre la literatura a partir de un saber que aplica con la mayor o menor elegancia y fluidez con que esto pueda ser hecho. Estos saberes son, básicamente, la lingüística, el marxismo, el psicoanálisis; después surgen dentro de ellos diversas tendencias. Por lo tanto, la literatura es un campo de experimentación para ciertas hipótesis que son previas. En cambio, me parece que la crítica ejercida por los escritores tiende a ser al revés, es decir, toma la literatura como un laboratorio para, a partir de ella, entender lo real, para extraer hipótesis sobre el funcionamiento de la literatura, sí, pero también acerca de cómo funcionan el lenguaje, las pasiones, la misma sociedad. Se trata de un procedimiento inverso.

–Podríamos decir que para los escritores la literatura es el punto de partida, mientras para los críticos es el lugar de llegada.

–Exactamente. Entonces, creo que esa tensión debe señalarse. Yo traté de plantear algunos de los rasgos con los que uno podría identificar el tipo de crítica que los escritores practican, tanto esos autores que mencionaba Calasso como otros que a mí me gustan especialmente –Ezra Pound, Joseph Brodsky–. De manera que yo veía ahí algunos rasgos que podrían ayudarnos en estas hipótesis delirantes de clasificación. Uno de ellos es el tipo de escritura crítica, que tiende a ser muchas veces marginal, es decir que se trata de prólogos, de diarios, de conferencias, de cartas; son intervenciones muy puntuales y a la vez tienen efectos de iluminación notables. En este terreno, hay algunos textos verdaderamente extraordinarios, como el de Mandelstam sobre Dante, y siempre con un resto que a mí me parece muy interesante y que es una especie de posición pedagógica. Así es, existe un tipo de intervención de los escritores que trata siempre de modificar un cierto estereotipo: por ejemplo, El ABC de la lectura, de Pound. En definitiva, consiste en redactar un manual, en erigir el manual como modelo. Pienso que los escritores están más interesados en hacer un manual –pero hablo de esos manuales extraordinarios (Borges se la pasaba haciendo manuales)– inspirado en la idea de llevar la pasión por la literatura lo más lejos que se pueda, incluso más allá de su propio ámbito. Y esto a diferencia de los críticos, que me parece que trabajan en función de discusiones muy cerradas, que responden a ambientes muy restringidos.

En general, la crítica que hacen los escritores es muy clara. No suele haber en ella una jerga técnica, es muy coloquial; son textos escritos con mucha fluidez, y esto también es una virtud. Por ejemplo, el Diario de Kafka es una excepcional reflexión continua sobre la literatura.

Después, habría determinados rasgos que podríamos considerar al examinar esta cuestión de los escritores como críticos. Uno es la idea de estar más interesados por la construcción de las obras literarias que por la interpretación, es decir, el estar más preocupados por cómo está hecho un libro antes que por lo que significa. Sería como si alguien mirara esta mesa y se preguntara cómo está hecha, y buscara el lugar donde están las junturas, para ver si es posible hacer otra igual o distinta.

–Aspectos específicos del oficio, podríamos decir.

–En cierto modo. Hay una fértil tradición en esta clase de crítica: Henry James, pongamos por caso. Se pueden considerar los prólogos de James como paradigmas de una manera de pensar cuestiones inherentes a la narración, como el punto de vista, qué sabe el que narra, cómo se construye un relato, todos esos temas sobre los que James ha reflexionado con notable lucidez.

Otro elemento importante, me parece, en la lectura que hacen los escritores es algo que una vez me dijo Manuel Puig y que me pareció muy revelador: “No puedo leer novelas de otros porque cuando las leo las corrijo”. Esto es, la idea de que un libro nunca está terminado y de que uno siempre puede encontrar en él algo susceptible de ser modificado. Es ese concepto del work in progress, entendiendo toda la literatura como un work in progress: no existen obras estabilizadas, en todos los textos puede abordarse siempre un punto de modificación. Estimo que es un criterio muy interesante, porque le otorga fluidez a la literatura y le quita ese aire de jerarquización frecuentemente excesivo. Yo ponía el ejemplo de Gombrowicz, que fue uno de los mayores lectores que uno pueda imaginar y que hizo algo increíble con La Divina Comedia: la reescribió. Ungaretti, indignado, le envió un telegrama y casi lo hace poner preso. A Gombrowicz le encantó la reacción de Ungaretti; claro, el escritor polaco lo hacía como una provocación, pero en el fondo lo que enseñaba era a no tomarse demasiado en serio ni hacer un acto de contrición frente a un texto, ni siquiera ante el más perfecto que se haya escrito en el mundo, como puede ser la Comedia, sobre el que todos han escrito (Mandelstam, Borges, Eliot).

Hay otra característica que me parece pertinente para identificar este tipo de lectura que llevan a cabo los escritores: es lo que llamo la lectura estratégica. Un escritor, cuando hace crítica, no está por encima de la literatura, como el crítico, que mira desde arriba, sino que está metido dentro mismo de ella, de los enfrentamientos, de las tensiones, de las genealogías, de las diferencias. Entonces, ahí tomo la metáfora de otro gran escritor-crítico, que es Forster, quien en su libro Aspectos de la novela imagina a todos los novelistas ingleses escribiendo al mismo tiempo en una biblioteca, como diciendo “no hay tiempo, no hay historia, los escritores están todos al mismo tiempo usando lo que pueden, es como una mesa común”. Y un poco es eso, y en esa mesa unos roban el bolígrafo a otros, algunos se espían, los hay que se sientan en una punta porque no quieren estar al lado de otro. Con esto intento expresar la idea de que la lectura de los escritores está siempre situada, es una toma de posición, y que eso es una virtud. En cambio, el crítico procura siempre hablar desde un lugar ajeno a esa lucha.

Por fin, encuentro un rasgo que estaría ligado a este último libro mío y es la noción de que existe una lectura ficcional. Es decir, que uno podría hacer una historia secreta de la literatura según el modo en que las cuestiones literarias aparecen en algunas novelas o relatos. Hay una serie de textos –por ejemplo, Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway, El Aleph, de Borges, y empezando por el Quijote, naturalmente– en los que las cuestiones de escritores, críticos, lectores, aparecen narradas, ficcionalizadas, así como aparecen otras figuras: el mecenas, aquel que le proporciona dinero al escritor para que pueda ejercer la literatura; el escritor que no puede escribir, etcétera. ¿Cómo decirlo? Hay una especie de representación imaginaria de la literatura que encarna un género de imaginación que hace a cuestiones de crítica. Como hace Borges en El Aleph: en ese cuento él está diciendo también que el universo puede hallarse en un irrelevante barrio de Buenos Aires y que uno puede descubrirlo mientras pasea por sus calles. Lo que Borges formula explícitamente en alguno de sus ensayos –“Nosotros también tenemos acceso a lo universal desde el margen”–, en El Aleph lo está narrando: “Nosotros también podemos mirar el universo, no tenemos que estar atados a narrar el color local”, vendría a decir. Este registro me parece muy atractivo, porque ofrece la posibilidad de trazar diversas historias ficcionales de la literatura, por ejemplo una historia de los escritores imaginarios que aparecen en las novelas a lo largo de los años.

–Se ha comentado con frecuencia que sus textos de ficción logran el milagro de aunar la experimentación lingüística con la capacidad de captar la atención del lector como lo haría, digamos, una buena novela policial. ¿Cuál es su procedimiento? ¿Ha tenido como modelo, de alguna manera, a Manuel Puig?

–Admiro mucho la obra de Puig. Leí La traición de Rita Hayworth casi en el manuscrito y tal vez uno de los mayores méritos de que puedo enorgullecerme es haber escrito mi primer ensayo de crítica, en 1968, sobre esa novela. Inmediatamente me di cuenta de que ahí teníamos un escritor extraordinario. Y creo que él sí es un ejemplo muy claro de voluntad experimental, porque todas sus novelas son distintas y de enorme pulsión narrativa.

En mi caso y, en rigor, yo no puedo decirlo porque no soy capaz de describirme, siempre ha sido muy importante –y quizás aquí me distanciaría de la experiencia de Puig, porque es diversa– la narración como investigación. Suelo decir en broma, un poco en el tono Renzi, que sólo existen dos grandes historias básicas: o contamos un viaje o contamos una investigación. Así, el escritor es Ulises o es Edipo. O uno se va y luego cuenta lo que vio en su viaje, o hay un misterio, un enigma que trata de descifrar. Por ejemplo, nos hallamos en esta habitación de hotel y de pronto sale una voz rara de la grabadora que está registrando nuestra conversación. Nos preguntamos: ¿pero de quién será esa voz? ¿De dónde sale realmente? ¿Es un amigo suyo? No, no, es una amenaza. Y empezamos a dar vueltas en torno de este asunto sin movernos de aquí. Esta forma de narrar, de trabajar sobre la existencia de un enigma o de un secreto, a mí me sale naturalmente. Diría que todos los libros que he escrito tienen como eje común el hecho de que en algún lugar se narra una especie de investigación que se está realizando. Ese es tal vez el elemento que me articula con el género policial, desde luego: eso es lo que aprendemos en el género policial, la trama construida como algo que hay que reconstruir a partir de unos datos, de unos indicios o rastros a partir de los cuales es preciso contar la historia para saber qué pasó. Cada vez que me pongo a escribir una historia, lo que me sale es un enigma, un interrogante, algo que hay que investigar. No me valgo de un detective para hacerlo, claro, pero siempre hay alguien que está investigando, o incluso mucha gente. Esta forma constituye el nudo de la estructura de una novela policial: hay que reconstruir una historia de la que sólo se dispone de vestigios. Y esto crea una tensión interesante.

–Si el Facundo es un texto fundacional de la literatura argentina, ¿qué representan los de Macedonio Fernández?

–Son la fundación secreta de la literatura argentina. Macedonio es la fundación invisible. Suelo decir en broma que del mismo modo en que Sarmiento llegó a presidente de la República, Macedonio fue candidato a presidente. O sea que la relación entre ambos también podría establecerse por ahí. Macedonio tenía una teoría genial: afirmaba que era más fácil ser presidente de la República que farmacéutico, porque mucha gente quería abrir farmacias y muy poca quería ser presidente. Entonces empezó una campaña con amigos suyos, entre ellos Borges, que consistía por ejemplo en escribir “Macedonio Presidente” entre las páginas de una edición de las obras de Schopenhauer que había en una biblioteca de Almagro. El comentaba que, en cuanto alguien abriera el libro y leyera esa proclama, se iluminaría. Era una gran broma anticipatoria sobre los procedimientos de construcción de las figuras “mediáticas”.

Lo cierto es que creo que Macedonio es también un escritor de una dimensión difícil de evaluar todavía, porque su escritura es muy hermética y eso ha dificultado su acceso. Renzi diría que Borges no ha hecho otra cosa que domesticar a Macedonio y que el éxito mundial de Borges deriva de haber tomado sus cosas y haberlas puesto en el lugar adecuado para que circularan. Macedonio Fernández es un acontecimiento de la lengua, es un escritor del que aún tenemos mucho que aprender. Todavía se están por terminar de clasificar sus archivos, sus cuadernos, hay muchísima obra inédita suya. Mucha de la obra inédita se ha conseguido por el formidable trabajo de Adolfo de Obieta, pero aún falta una edición completa de sus cuadernos, que son excepcionales. Mezclaba en ellos de todo: en medio de la escritura de una novela anotaba una receta de cocina –era vegetariano– o un comentario de una lectura de Schopenhauer. Parecen los Diarios de Kafka, ¿no? Y al mismo tiempo todo eso se va combinando. También en ese aspecto es muy contemporáneo no sólo de los Diarios de Kafka sino de los de Musil... Las cuestiones que suscitan las obras de Macedonio Fernández son múltiples. El primer obstáculo que presentan es su hermetismo lingüístico. Era un hombre muy ligado al Siglo de Oro español y, además, un finísimo lector de Cervantes –yo diría incluso que es el gran lector de Cervantes en nuestra lengua–; extrajo del Quijote conclusiones notables. Por lo demás, poseía una poética anarquista. En verdad, es un personaje entrañable para todos nosotros, un verdadero ejemplo de ética de escritor que deberían tener en cuenta otros escritores: se pasó la vida escribiendo una novela que nunca publicó.

Punto ciego

¿Se le pasó la mano de sutil a Mirko Lauer? ¿Uno de nuestros mejores poetas eligió una elipsis tan grande que al final nos quedamos todos sin entender si fue elipsis o descarrilada? ¿Quiso hacer un delicado homenaje a Jorge Eduardo Eielson y se olvidó en el camino?

La columna de Lauer hoy en La República, "Poetas en espacio exterior", hace una breve enumeración de poetas peruanos que vivieron en el extranjero, y una más cuidadosa de aquellos que murieron fuera del país, y pasa por alto enteramente a los dos recientemente fallecidos más allá de nuestras fronteras: Antonio Claros y Jorge Eduardo Eielson.

¿O es que en La República online se han comido el párrafo final en que Lauer llega, por fin, a lo que, imaginamos, debió ser el motivo original de su reflexión?

El texto, por otro lado, contiene ideas interesantes acerca de la migración de escritores peruanos y sus distintos momentos. Como enlazar la página de La República suele ser difícil, copio la columna aquí.

Fotomontaje: gfp.

Tres más este fin de semana

Con la publicación de los relatos de José Antonio Galloso, Robert Jara y Rubén Cano, ya son once los cuentos publicados en Quipu: Literatura Descentralizada. Hay otros cuatro ya aprobados, muchos que no, lamentablemente, y al menos una docena que aún no han sido leídos por ningún evaluador. (Todo lo ya publicado lo pueden ver aquí).

Se empiezan a hacer notorias dos cosas: la primera, que, no obstante nuestra intención, clara desde el principio, de privilegiar la literatura de provincias, al menos la mitad de lo que recibimos viene de Lima, o de limeños y provincianos residentes en el extranjero. La segunda, que es abrumadora la mayoría masculina. Ambas cosas, intuyo, deben de estar más relacionadas con el medio mismo, la blogósfera, que con las condiciones de producción de literatura en el Perú, y, por tanto, todavía podemos hacer un esfuerzo extra para captar a esos otros escritores que nos están siendo esquivos por ahora.

Desde aquí, volvemos a pedir a los bloggers enterados de este proyecto de difusión de literatura peruana escrita por autores ajenos al gran circuito editorial, que colaboren con la idea enlazando a Puente Aéreo y a Quipu desde sus blogs. Las bases del proyecto aparecen aquí, y los interesados pueden enviar sus cuentos a gfaveron@gmail.com

Sigo sin entender la reticencia de algunos a colaborar con un proyecto que únicamente sirve para difundir la literatura de quienes no tienen mayor acceso a otros modos de publicación, o están apenas en los momentos iniciales de su carrera.

11.3.06

Piglia para todos

A Ricardo Piglia, sin conocerlo en persona, lo invité hace años a formar parte del comité de mi tesis doctoral. Por correo electrónico, desde Princeton, me pidió que le enviara ensayos míos, que él los leería durante la semana y me diría luego si le interesaba trabajar conmigo.

Lo hice, y dos días después me escribió nuevamente aceptando la propuesta. Durante los años siguientes, estuve muchas veces a punto de conocerlo en persona: fue invitado a dar una conferencia en Cornell, donde yo estaba, pero un problema de salud se lo impidió; me invitó a dar una charla para sus estudiantes de Princeton, en su curso sobre poéticas de la novela en América Latina, pero nunca encontramos una fecha buena para los dos.

Llegaron mis exámenes doctorales y Piglia andaba de gira por Europa, presentando, creo, traducciones de novelas suyas y un libro de ensayos, El último lector, y me enviaba sus comentarios sobre mi tesis desde diversas ciudades de España y Francia. Prefirió comunicarse con el resto de mi comité por correo, pues, según me dijo, las teleconferencias y el video satélite (que eran las otras dos posibles formas de garantizar su asistencia a mis exámenes), le parecían excesos tecnológicos casi siempre inútiles. Piglia y las máquinas: quién lo hubiera dicho.

Cuando salí de Lima, hace seis años, Piglia era razonablemente desconocido para los peruanos: Plata quemada era su libro menos inubicable, pero su aparición en librerías no había sido muy resonante. Yo lo había leído a instancias de Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet, pero no había muchas otras personas a las que yo conociera, como no fuera Peter Elmore, con quienes pudiera conversar sobre el argentino.

Con los años eso ha cambiado, pero no lo suficiente: no sería demasiado difícil argumentar que Piglia ha escrito dos de las novelas más interesantes, divertidas, misteriosas, perspicaces y originales de América Latina en las últimas tres décadas, Respiración artificial y La ciudad ausente: seguir encontrando estudiantes e incluso profesores de literatura que jamás han pasado sus ojos por las páginas de esos libros parece cada vez más imperdonable.

Hay quien dirá que es imposible convertir a Piglia en un éxito de librerías, debido al grado de dificultad de novelas como las mencionadas. Curiosamente, sin embargo, en Argentina, La ciudad ausente ha dado lugar a obras de teatro, óperas, instalaciones e incluso adaptaciones al cómic (de la mano de otro narrador atendible, Pablo de Santis), además de servir de evidente inspiración para películas mainstream, y Respiración artificial es comúnmente publicada en ediciones populares para ser vendida junto con diarios de circulación nacional.

Como pequeña contribución a la difusión de Piglia en el Perú, me permito colocar aquí un enlace a una página que contiene, íntegro, el menos difundido de sus libros, La invasión, su primera colección de cuentos, en la que sus lectores encontrarán el germen de tantos típicos temas piglianos posteriores, así como las primeras apariciones de su alter ego ficcional, Emilio Renzi. En ese mismo enlace encomtrarán también los dos primeros capítulos del mejor de sus libros, la imprescindible novela Respiración artificial.

Imagen: Ricardo Piglia; La ciudad ausente en instalación
de Carlos Boccardo; las imágenes en blanco y negro
corresponden al montaje de Eterna, obra teatral basada
también en La ciudad ausente.

10.3.06

Bacanal / Eielson (1946)




¿Conocéis la imprenta del bruto que reina, come y caga
enjoyado en su trono de hierro y papiro?
Desde el alba, entre rayos y trompetas,
pintadas prostitutas a caballo lo asisten,
empolvan y pulen sus uñas con limas de lata y de frascos rotos.

Animal sagrado de las prensas y antros neblinosos,
rugoso dios dormido al olor de unos sobacos rubios,
tendido sobre las cenizas del vino o el heliotropo,
el polvo de arroz o la pomada:
la paz del soldado, sotana, vals y trabajo
turban sus excesos rutilantes
y su esplendor venéreo de ramera
cargada de rojos lunares y collares miserables.

Pero su fama nocturna, como insolente clarín,
lo hace rey de la urbe,
llama oficial del Paraíso que empenacha, tal un pavo real de fuego,
las torres ahumadas y las cornisas de los tristes palacios de yeso, cáscara de huevo y jabón.
Rondad, pobre jefe de policía, rondad sus noches de ensueño,
mientras sus uñas transparentes, delicadas y crueles,
se clavan en el alba como en un seno tierno o una garganta.
Mirad cuán dulcemente ahorca al gallo del municipio
y roba los repollos frescos del mercado,
mientras las carnicerías se abren gritando para él.
Averiguad su oscuro origen en la bilis infernal que lo rodea,
sus antecedentes incendiarios,
los insondables poderes que alimentan su furor y su sonrisa.
Y penetrad en su córnea de ópalo,
en su esclerótica bañada por atlánticos fulgores,
por la luz de Cáncer y el tridente frío de Neptuno.
O preguntad al panadero, al deshollinador y al guarda.
O al joven deportista enfermo, cuya muerte enluta pelota, provincia y estadio.
O id al taller del sastre, en cuya majestad,
entre paño y tijeras, esclavo de la araña Muerte,
santo y humilde obra junto al lamparín y al gato.

Porque él solo, él solo responde del crimen humano ,
de la violación y el hambre, del robo y de la guerra,
de la literatura negra y del traje infamante de lady Godiva.
Padre del vicio y de la soledad, bestia de lujo,
gárgola fogosa cuya boca ábrese al infierno en los umbrosos castillos del Rhur y Cracovia,
arma y escudo de Gutemberg, cuyas letras amargas, colosales,
-tenazmente custodia en su laberinto de mil páginas y páginas inmundas.

¡Oh hechicero de rayas amarillas, demonio bermellón y rebelde,
diviérteme con tu pelambre de oro y tu lengua negra y mortal como el sabor de la tinta!
Padre mío fulgurante que te orinas en el cielo
y tornas a tu cueva con las uñas en pantalla:
déjame acariciar tus ojos soñolientos
y el supremo trono de tu hocico y tu nuca magullada.
Hidra gozosa que me miras como un ángel desde tu charca pestilente,
con las amígdalas, el corazón, la verga y los pulmones en un ramo púrpura y jadeante.

¡Ah, sólo cuando el áureo rey de las moscas luce fijo en el cielo
y los lodazales sulfúreos se entibian,
tú huyes de las casas del deseo mientras el cortinaje
tornasol del día se cierne sobre ti
y hace delirar tus ojos, rojos aún del aguardiente nocturno!
Minuto ardiente en que los bares y burdeles se hunden en la vía
como carabelas tocadas por la flecha tibia de la aurora.
Las oficinas públicas se abren alhajadas de rocío,
las oficinas públicas ¡puf! cuya lámpara es la melancolía,
y cuyos jefes, como escarabajos barrigones y amarillos en sus sillas
temen el fulgor de las estrellas.

Allí amaneces embriagado, tras la juerga, entregado a sueños indecibles,
a terrores perfumados y viciosos,
mientras las pobres mujeres pintadas, encantadoras y- vacías,
ríen a tu alrededor, agitando los cascabeles áureos de sus dentaduras
bajo el toldo rutilante del estío.

¡Oh inocente! Víctima de dioses y demonios,
cuyos rayos húndense en tu sangre y hacen de ti un pelele ruin,
muñeco de maleficio plagado de alfileres en la vía,
mayordomo céreo del gusano.
Lascivo rey montés, anunciador del rayo y el eclipse,
demonio delicioso de cien mil miradas de lumbre y armiño:
yo persigno -de oreja a oreja y de la cabeza oscura al colmillo furtivo- tu hocico riente y maligno.

Gato y escriba, hijo del diluvio, el terremoto y los cráteres vesánicos ,
animal alado y escamoso venido en ondas de fuego o champagne
por las tranquilas cúpulas y torres,
por sobre las grises imprentas abiertas a las nubes
y al chillido seco de tu esperma
que cae como una dulce, aguda flecha de placer en la alta noche.

Frente al alba, los perros sepultan tu escultura
y ladran sobre ti sin conocerte,
mientras la prostituta amante acalla tus quejidos
y defiende tu sexo mutilado del barredor soñoliento que avienta
-sobre tus galas muertas y tus ojos de esmeralda-
montones de basura e inmundicia al llegar la aurora.