26.10.10

Blanco nocturno, de Ricardo Piglia

La locura es ciencia y la verdad se guarda en los manicomios

Si algún escritor vivo en América Latina toma genuinamente su obra como un trabajo exploratorio, ese escritor es Ricardo Piglia. Su última novela Blanco nocturno --que llega trece años después de la anterior, Plata quemada, y treinta años detrás de la primera, la extraordinaria Respiración artificial (1980)--, sin implicar un cambio en la dirección general o aparente de su obra, señala, sí, su voluntad de sumergirse cada vez más hondamente en los tópicos que han marcado sus aventuras anteriores.

Esto quiere decir, en primer lugar, para el tenso alivio de los asiduos, que Blanco nocturno ofrece virtualmente todos los elementos que los pigliómanos esperan descubrir en una ficción del argentino: la experimentación con el caos; la filosofía del delirio; esa suerte de encanto voyeurístico por entrever los horrores del pasado fundidos con el presagio de un futuro lleno de nuevos terrores; la metáfora de la historia como seña en clave, o, más bien, la historia entendida como una yuxtaposición de metáforas que algo deberían decir sobre el presente y el porvenir, pero que lo dicen en una lengua ajena, cifrada, indescrifrable.

Como en La ciudad ausente, de 1992, y Respiración arfificial, en esta nueva novela suya la sabiduría se confunde con la locura y el amor con el pánico, y la recuperación de la memoria semeja un accidentado proceso de exhumación, en el que las esquirlas del pasado afloran manchadas por el barro negro de las pequeñas vergüenzas personales.

Blanco nocturno es, después de todo, el relato de una violenta disputa familiar, y sus actores componen una intrincada genealogía en cuyo seno las relaciones interpersonales no parecen nunca corresponder con la expectativa más ordinaria: los hermanos, si no son sólo medio hermanos, son gemelos idénticos, los padres son padrastros, las madres son fugitivas de la maternidad, los amantes son virtualmente desconocidos, los desconocidos son cófrades y los amigos, enemigos.

Emilio Renzi, el protagonista de Respiración artificial y de cuentos memorables como "La loca y el relato del crimen", vuelve a situarse aquí como un observador que paulatinamente se coloca en el centro mismo de la trama, como una de las consciencias narrativas y uno de sus puntos de vista. Junior, el actor principal de La ciudad ausente, se inmiscuye en cameos notables, la vieja redacción del diario reaparece, el campo donde la pequeña ciudad provinciana se erige parece el mismo campo de fosas excavadas y cadáveres calcinados de aquella novela anterior.

Porque ahora, para alguien entrenado en la obra de Piglia, todos los elementos repetidos arriban con una carga semántica previa: los personajes arrastran a la espalda y sobre los hombros el equipaje emocional e intelectual con que el autor los ha ido vistiendo en las ficciones anteriores, y los espacios de la ficción se llenan inmediatamente con la alucinación de las novelas previas.

Piglia retorna también sobre tópicos mayores de las letras argentinas: el tren que lleva y trae a Renzi del pueblo provinciano es inevitablemente una evocación del que conduce a Juan Dalhmann a la perdición o a la pesadilla (o a la perdición en la pesadilla) en "El sur" de Borges. Y la estructuración misma de los espacios de la narración, con la engañosamente nítida delimitación entre el mundo urbano y el rural, responde también a la lógica borgeana de ese mismo famoso cuento.

Pero en Piglia, claro, la frontera se difumina incluso más, se hace más endeble. Renzi piensa: es mentira que la ciudad sea el espacio de la historia, la memoria y la experiencia: el campo está acaso más surcado de vestigios, más infinitamente escrito y reescrito, el campo mismo es espacio vital y cementerio, y está hecho, entonces, de la sedimentación inabarcable de todos los tiempos, confundidos unos con los otros.

También aquí, el dinero, como en Plata quemada, tiene un valor simbólico en su relación con la moral y la ética de los personajes: Blanco nocturno es, al fin y al cabo, una ficción sobre el idealismo y el compromiso, sobre la derrota de los ideales personales en la búsqueda de cristalizar esos mismos ideales, una novela sobre la cooptación de los sueños y la renuncia involuntaria al paraíso personal que uno quiere construir en el mismo gesto idealista con que lo destruye: la fábrica (que antes fue el museo, en La ciudad ausente, y antes la máquina narrativa que es en sí misma Respiración artificial), es el santuario de un ideal delirante condenado a la extinción junto con la extinción de su alucinado constructor.

Policial enloquecido, novela psicológica en la que brilla la asuencia de la normalidad, triste defensa del sueño que acaba por subrayar la desconfianza ante los sueños, en Blanco nocturno quienes se asoman a la verdad habitan manicomios y quienes la ven o la intuyen tienen que silenciarla. Acaso la novela más negra de Piglia, la más escéptica, es también una de las más lúdicas, porque en ella vuelve a refractarse esa extraordinaria visión pigliana de la existencia misma como surgida del juego de la escritura y la lectura, que no es sino el juego mismo de la vida y de la muerte, el único juego que jugamos y perdemos interminablemente.

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