O cómo leer literatura como si uno fuera Dios
(Primera pista). En "La muerte y la brújula", uno de los cuentos clave del canon latinoamericano, Borges imaginó una serie de crímenes que son como los fragmentos de un mensaje secreto; un asesino que los escribe con una intención que es inasible para otros pero vital (y mortífera) para él; un detective que los lee como ese rey de Calderón que cree descubrir complots en los trozos de un papel roto.
En lugar de revelar la causa y la mecánica real del crimen, ese detective se convierte en protagonista y en víctima del relato que el criminal diseña para él; llega a esa posición debido a su fe absoluta en que varias de las cosas que aparecen ante sus ojos son signos opacos, con un sentido más allá del aparente.
Hay otro motivo para su desgracia: él ha preferido creer que sólo algunas de las cosas que ve son signos indagables y densos; ha elegido pensar que otras son apenas incidentales, irrelevantes o arbitrarias, y que, por tanto, construir con ellas el texto secreto daría como resultado una hipótesis "posible, pero no interesante".
De Lönnrot, el investigador que declara eso, se podría decir que es un lector competente, pero no infalible. Como el anónimo y ubicuo protagonista de "Continuidad de los parques", de Cortázar, Lönnrot está dispuesto a morir, no sólo una sino muchas veces, en el intento recurrente e infinito de perseverar en la lectura.
Pero no es infalible (y esa es la causa de su recurrencia) porque no considera todos los elementos que la lectura le pone ante los ojos. Tampoco lo hace Treviranus, el jefe de policía, que selecciona tan solo las pistas inmediatas, las transparentes, y descarta las demás por superfluas.
Treviranus descubre la verdad del primer crimen: de imponerse su hipótesis, los otros asesinatos no tendrían lugar. Lönnrot, con la opción de la polisemia y la creencia en la opacidad, da pie a la continuación del relato; en cierta forma, colabora en su escritura y (otra vez, como el personaje de Cortázar) acaba sumergido en él, dentro de él, y en él se sacrifica.
(Segunda pista). Quien selecciona sólo lo evidente de la lectura, encuentra un sentido inmediato, extravía los sentidos más intrigantes y, con ello, reduce el ámbito significativo del relato. Quien selecciona sólo lo más oscuro, descubre un sentido más arcano, extravía lo pragmático y amplía la carga semántica del relato pero desconoce parte de ella.
Sólo quien considere todos tiene una visión inclusiva y abrasadora, más polisémica, del relato: una mirada que, por ejemplo, en el caso del cuento de Borges, sería capaz, al menos idealmente, potencialmente, de resolver el misterio policial como secreto pragmático y el misterio metafísico como interrogante filosófica.
En la evolución de la narrativa policial durante el siglo veinte, una tendencia fue transitar del polo pragmático (el positivismo de Conan Doyle, el racionalismo legalista de Agatha Christie) al polo trascendente (Chesterton, Borges, Dürrenmatt). Una serie de novelas y cuentos se han escrito, sin embargo, más tarde, que han buscado situarse entre los dos, incorporarlos a ambos: Umberto Eco, Leonardo Sciascia, por ejemplo, van por ese camino.
No es necesariamente literatura más intelectual que las otras (intelectual en el sentido que espanta la lectoría masiva): en ese mismo espacio se han compuesto numerosos best-sellers, incluyendo los de dos de los autores más comerciales de la última década: Dan Brown y Stieg Larsson. Pero la lista es mucho mayor.
(Tercera pista). Eco, Brown y Larsson y muchos otros escriben situando a sus detectives en una difícil y paradójica tierra de nadie: difícil porque en ella no hay nada que pueda descartarse: todo puede ser un signo de algo más y casi siempre lo es; paradójica porque allí donde todo es una pista, será siempre imposible revelarlo todo; porque donde todo es igualmente significativo, ninguna mente es capaz de generar un relato explicativo que reconcilie todas las puntas de las infinitas madejas.
En parte, eso es lo que ocasiona la pasión fanática que algunos de sus libros desatan: la interpretación parece infinita, la investigación, por tanto, es interminable; los finales lo son sólo en gesto y en impresión. El nombre de la rosa, El código DaVinci, la trilogía Milenium: cada uno a su manera generó mareas de inacabadas exégesis.
La recepción de ese tipo de libro no es muy distinta de la que tienen ciertos hechos históricos que empiezan a percibirse como misteriosos y en torno a los cuales se multiplican las teorías: el asesinato de Kennedy, los atentados del World Trade Center, por ejemplo.
Las lecturas se vuelven verdaderas teorías de la conspiración, en las que múltiples hipótesis pueden tejerse, considerando a veces los hechos más marginales, los aspectos menos aparentes, los rasgos más secundarios, que de pronto se convierten en demostrativos e indiciarios, cuando no son tomados como pruebas fehacientes: cuarenta y cinco segundos de caos que ninguna verdad oficial ha explicado, un minúsculo rastro de pólvora en la ventana equivocada.
(Cuarta pista). El lector ideal de Eco, de Brown, de Larsson, es un paranoico ilustrado. Cierto: los niveles de ilustración que cada cual prevé y exige son diversos y hay gran distancia entre unos y otros.
Pero lo interesante es que ese rasgo esperado del lector, la paraoia como estado de ánimo, la sospecha como actitud constante, no debería presuponer, en verdad, una obra literaria (o una obra de arte, en general) distinta del común: estamos acostumbrados a asumir, al menos declarativamente, que en una obra de arte todo significa, que nada es superfluo.
Eso es, sin embargo, patentemente falso, al menos en un sentido que no trivialice la idea. Es decir, es verdad que, en tanto un texto literario es, todo él, un signo, cada elemento que lo constituye es parte inalienable en la construcción de su semántica. Pero es falso que exista el lector capaz de actualizar todos los elementos significativos de un texto (percibirlos, interpretarlos, dejarse impresionar por ellos).
Entonces, suponer que todos los elementos de la obra tienen un valor en la construcción de su sentido total es, en verdad, un acto de fe; uno doble, además: el acto de fe de asumir la unidad de la obra como inalienable y el acto de fe de asumir la existencia del lector que será capaz de actualizar todos los sentidos recurriendo a todos los elementos.
Lo llamo acto de fe, además, casi es su sentido teologal: la unidad de la obra y la inalienabilidad de sus partes sólo serán tales desde la mirada de Dios, que es (esperamos) el lector capaz de comprenderlo todo y, por tanto, es quien garantiza la unidad y la necesaria significación de cada parte.
(Quinta pista). Hay un sólo tipo de persona que aspira a esa comprensión total del universo que la mayoría de las religiones tiene reservada para Dios: el paranoico. De modo similar, hay una sola modalidad de lectura que aspira a la comprensión entera de la obra literaria: la lectura paranoide.
Continuará...
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7 comentarios:
En "La vida breve" (esta novela de Onetti es una de las más geniales que he leído hasta ahora; el personaje Brausen es un arquetipo del demente principal de la lit. lat., y luego Larsen, y Díaz Grey, y Angélica Inés), si te das cuenta la paronia está a la orden del día. Claro, ese tipo, Onetti, estaba loco. Y tú tienes razón, claro, el aspecto psicopatológico del lector influye mucho en la verdadera comprensión de un buen libro o, en el mejor de los casos, es el elemento que hace a un libro una obra trascendental. Sin embargo, está lo otro como bien haces inferir en tus palabras, se necesita estar un poco desequilibrado para escribir algo tan grandioso como "La casa inundada", "Ficciones", "Bestiario" y muchos etcéteras.
Empiezo a entender tus respuestas a varios commments.
Muy interesante el post, aunque no llego a entender del todo el paso de lo positivista a lo trascendental; supongo que amerita otra leída... ¿Ha pensando reunir los mejores post, los que contienen ideas de este tipo, y publicarlos?
Eaaaasy, maaaan, a veces una pipa es sólo una pipa...
Bien dicho, mi querido Sig. Me pregunto cuànto "misreading" lleva a cabo el lector paranoico.
Ohh que buena lectura, gracias a usted que hace este blog.
Días atrás encontré algo parecido en Deleuze y también en Hesse.. ellos decían algo así. Mientras se lee puedes estar en un estado ingenuo, aquí un lector busca el significado, también se puede estar en otro estado ¿intencional?(no recuerdo el nombre)y aquí el lector pretende la intención del autor, esta es la lectura típica de alguien que gusta de la filosofía, este busca un problema y la solución. Después, por último puedes leer un libro desde un estado donde ya no interesan ni el significado, ni la intención, pues estos son completa invención del lector, sería como lee un niño de forma infantil y barbara, la emoción y el afecto extraído de la lectura es más una causa propia, y la intención y el significado del escrito no son importantes....
Esto sería leer como un Dios... jajaj también se podría decir que es la forma más baja, inmadura y animal de leer... y que es de la que más se disfruta.
Saludos, encantado de visitarte. Te sigo en Twitter. Xao
Pero un lector paranoico asume que todos los elementos de la página que lee son imprescindibles; que, en consecuencia, ésta no puede ser alterada sin daño. Si fuera así, los cambios del lenguaje borrarían los sentidos laterales y los matices; el texto sería incapaz de atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. Sin embargo, el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión.
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