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Si yo hiciera una librería no sería para vender todos los libros que apareciesen en el mercado, sino para vender los libros que juzgara mejores y más interesantes. Es un asunto simple: hay librerías que atraen por sus dimensiones (esas son casi insostenibles en el Perú) y hay otras que atraen por la calidad de su selección (allí está, por ejemplo, El Virrey). Yo prefiero las segundas.
Digo todo esto con un poquito de estupor al ver la facilidad con que el escritor Carlos Carrillo viene acusando a los propietarios de la excelente librería La Casa Verde de haberlo censurado al negarse a vender la tercera edición de su libro de cuentos Para tenerlos bajo llave. No puedo concebir que se acuse a un empresario privado de no aceptar hacer negocios con todo el que se lo proponga: y en el negocio del librero en particular el capital mayor es el criterio de selección.
¿Podríamos acusar a un cine de no querer exhibir todas las películas del mundo? ¿O a un galerista de no colgar en sus paredes todos los cuadros que se le hagan llegar? ¿O acusaríamos acaso a un editor de no publicar todos los manuscritos que se le envíen? ¿Bajo qué principio podríamos obligar, entonces, a un librero a vender cualquier libro?
Sin embargo, la protesta contra los dueños de La Casa Verde ha sio respaldada por un número considerable de escritores, que han suscrito una carta de protesta. (Aunque al menos en un caso se sabe ya que uno de los nombres colocados entre los de los suscriptores fue puesto allí sin consultarle al supuesto firmante).
La carta en cuestión es un texto bastante desorientado: leyéndola da la impresión de que los dueños de La Casa Verde hubieran hecho algo atroz, hubieran encadenado al autor para que no escribiera, o le hubieran dicho sobre qué podía o no podía escribir.
No citaré sus pasajes porque pueden leerla íntegra aquí, pero baste decir que el primer párrafo alude a la libertad de expresión y creación del autor, ninguna de las cuales ha sido agredida, y en cambio olvida el elemental derecho a la libre empresa de los dueños de La Casa Verde, que claramente está siendo desestimado por quienes protestan.
El segundo párrafo afirma primero un desatino ("el acto creativo de escribir tiene un carácter ficcional") y luego repite lo anterior. El tercer párrafo dice que para apoyar al arte, los libreros deben suspender sus juicios críticos, es decir, deben volverse cretinos, no juzgar, sólo aceptar pasivamente lo que se les dé. Y dice que lo mismo debería hacer la sociedad toda ("si la sociedad no apoya el arte y la creación, lo menos que puede hacer es no convertirse en juez de la actividad creadora de los artistas"). El cuarto párrafo se va del tema demagógicamente.
Carátula del libro editado por Bizarro Eds.