19.4.08

La biblioteca personal

Todos esos libros escritos para mí

Leyendo un post de Rocío Silva Santisteban, encuentro que ella se refiere a
El segundo sexo, el ya clásico libro de Simone de Beauvoir, como la "obra cumbre" de la escritora francesa. La mención, de inmediato, trae a mi memoria otro libro de Beauvoir, que he leído muchas veces y que admiro como a pocas nouvelles salidas de ese núcleo hiperconcentrado de talento que era la Francia de medio siglo atrás: Una muerte muy dulce.

Las razones de mi atracción son muy personales: la pequeña novelita de Beauvoir, autobiográfica, narra los días finales de su madre, Françoise Brasseur, y yo leí el libro por primera vez (una edición de color violeta que compré a la entrada de la Católica), pocos días después de la muerte de mi madre, cuando yo acababa de cumplir diecinueve años. Mi madre murió súbitamente, de forma inesperada, y eso me privó, en cierta manera, si no del proceso de luto posterior, al menos sí de ese tiempo preliminar que algunas veces tenemos y que nos permite ir haciéndonos a la idea de una desgracia por venir.

El libro de Beauvoir, que leí y releí, cuenta una muerte diametralmente distinta: una agonía pacífica, ni muy breve ni muy prolongada, melancólica, pero sobre todo natural, esperable, apacible. En cierta forma, leerlo fue recuperar, o al menos endeblemente suplantar, ese periodo de aclimatación a la tragedia que jamás tuve: esa es para mí la obra de Beauvoir que jamás olvidaré, su "obra cumbre" en mi biblioteca.

En la misma época releí
El extranjero: otra de esas nouvelles extraordinarias de la misma generación y la misma lengua. Sin duda no tendría que debatir con muchos si quiero argüir que El extranjero es el libro fundamental de Camus. Pero para mí, curiosamente, no lo es por su polémico argumento central, el del crimen, el juicio, la ausencia de arrepentimiento y la nublada conciencia del protagonista ante esos tramos de la historia, sino por su inicio: otra vez la muerte de la madre: para mí, porque no podía ser de otra manera, El extranjero era la historia de un hijo desensibilizado por el peor de los vacíos que un ser humano puede atravesar en su experiencia.

Así de curioso y de íntimo es el modo en que cada quien va construyendo su propia lista de clásicos que lo son a veces sólo para uno, o que son cruciales para uno por las razones que los demás no toman en cuenta, porque no las sienten o no las sintieron propias cuando convivieron con esos libros.

Leí
La ciudad y los perros cuando mi hermano estaba en la Escuela Naval, y eso la puso en mi biblioteca junto a La guerra del fin del mundo, que fue el primer libro de Vargas Llosa que compré yo mismo, el primer día en que apareció en librerías: tenía catorce años. Ese mismo año me costó una fortuna un ejemplar de La vida exagerada de Martín Romaña, que quizá por eso sea mi novela favorita de Alfredo Bryce, o quizá lo es porque recuerdo el buen humor de mis padres y mi madrina (que vivía en la casa al frente de la nuestra, en esa zona de huacas, ovejas y edificios a medio levantar que eran los alrededores del Pentagonito cuando yo era chico), cuando la leían, al mismo tiempo, en la copia que yo había llevado a casa.

Años más tarde,
Agua que no has de beber, de Antonio Cisneros, se volvió el libro maldito de mi biblioteca (pero aún así, o por eso precisamente, entró en mi canon personal). En ese libro había un poema dedicado por Toño al nacimiento de su hijo Diego, y yo solía leérselo a mi enamorada de aquellas épocas (estudiante de psicología en la Católica), quien parecía apasionada por esos tres o cuatro versos llenos de buenos augurios. Al tiempo, terminamos, y con los años ella se convirtió en la esposa de... Diego Cisneros. Se lo conté a Toño el día en que lo conocí (estábamos camino a un bar en el auto de Fernando Ampuero, con Alonso Cueto; era la noche del matrimonio de Alonso Rabí). Hasta ahora recuerdo la risa de Cisneros y su admonición: "la poesía es peligrosa, sobrino").

A veces los motivos de la canonización privada no son tan personales. Herejía y blasfemia de por medio, mi novelista preferido del siglo de oro no es Cervantes, sino María de Zayas, porque virtualmente me paró de cabeza descubrir que se podían escribir novelitas góticas en España en pleno renacimiento, que la mordacidad lúgubre de los góticos la podía prefigurar una mujer en un universo tan distinto, que tantos siglos antes del feminismo se pudiera reivindicar de manera tan feroz el aislamiento del convento como refugio contra la ley del hombre, y no como abandono o marginación. Razones parecidas hicieron que la madre de Mary Shelley me resultara más cautivante que Mary Shelley.

A Lennon y McCartney les debo muchas irregularidades de mi canon inglés: que me guste Lewis Carroll más que Henry James, Macbeth más que Hamlet, Ginsberg más que Pound. A Borges y a la pasión de David Colmenares les debo el resto de mis arbitrariedades anglosajonas: que Beckford me sea más querido que Radcliffe, y preferir a Walpole y Monk Lewis y Lovecraft y hasta a Sheridan LeFanu y Thomas De Quincey más que a Dickens. Y que
El libro de los snobs de Thackeray me resulte más divertido que cualquier comedia de Bernard Shaw.

Porque así son los cariños de la juventud, y porque mis amigos de la universidad eran un grupo curioso, las novelas de Jane Austen, Defoe y Swift, y los escritos políticos de los articulistas ingleses del siglo dieciocho (y hasta la introducción al
Diccionario del Dr. Johnson) me fueron más personales que las novelas de Roa Bastos o Donoso. Y porque la biblioteca de los padres de uno deja una huella que nada borra, mis novelas favoritas de entre los monumentos rusos del diecinueve no son los monumentos rusos del diecinueve, sino El jugador, Crimen y castigo y las Memorias del subsuelo y sólo la madurez ha llegado a colocar en ese estante Ana Karenina y La guerra y la paz.

Mi madre tenía una costumbre extraña que ahora agradezco: ella, que había estudiado literatura primero y era doctora en bioquímica, no tenía mayor afecto por las canciones para niño, pero sí una tendencía peculiar a ponerles música a los poemas que más le gustaban: por eso, cuando yo tenía cinco o seis años, podía decir de memoria una infinidad (mi idea del infinito era modesta) de sonetos de Lope, Góngora o Quevedo, poemas de Darío y Lorca y Machado y Vallejo y Eguren y monólogos de Calderón, y por eso, también, de toda la época atroz que es el romanticismo español, hay un poema que sigo repitiendo mentalmente de tarde en tarde:
La canción del pirata, de Espronceda, que con los años se me ha empezado a confundir con algo de Joan Manuel Serrat.

Leí
El agente secreto de Conrad cuando Sendero llegaba a Lima y Los geniecillos dominicales cuando ya había salido de la universidad: el primero lo llevo en la memoria y el otro ya lo olvidé casi todo. Cuando era alumno de Montalbetti leí The Call Girls, de Koestler, con el personaje del lingüista omnisciente que se me quedó para siempre en el recuerdo, y cada vez que leo a Borges lo escucho con la voz de otro maestro mío especialista en leerlo en voz alta, Luis Jaime Cisneros, cuya versión abreviada de Casa tomada, de Cortázar, es significativamente más interesante que el cuento original.

Cuando me hablan de gigantes ahogados pienso en Ballard antes que en García Márquez; si me mencionan trenes con pasajeros que viajan sin saber lo que esperan del viaje, me acuerdo de Ray Bradbury antes que de Arreola; los genios de la música me hacen pensar en Huxley primero que en Pitol: son las lecturas de juventud que reclaman su espacio propio.

Cuando empecé a leer a Mario Levrero nadie que yo conociera sabía quién era ese oscuro escritor uruguayo. Lo leí por dos o tres semanas: cinco o seis novelas suyas, tres o cuatro libros de cuentos y los pequeños relatos que colgaba en la página de su taller en internet. Hasta que me atreví a escribirle a su correo electrónico, como un fan declarado, la única vez en mi vida que he hecho eso, y me respondió con dos días de retraso Carmen Simón, su socia en el taller, para decirme que Levrero acababa de morir. No sé si fue eso lo que terminó de convertir a Levrero en el escritor de culto por excelencia para mí. Lo he seguido leyendo y releyendo (esta semana leí dos novelas suyas que desconocía,
Fauna y Desplazamientos, una de las mejores). Para mí, ocupa el lugar que para otros ocupa Saer, o Aira, y para los más jóvenes Bellatín. Y más: me es inevitable pensar, con ese egoísmo ingenuo de los admiradores rendidos, que escribía sus libros para mí.

Supongo que esa es la clave de una biblioteca personal: la fe fantástica y soñadora en que hay un conjunto de libros en el mundo que una serie de personas desconocidas ha escrito expresamente para decirnos algo, y que de alguna manera el destino ha querido que recibamos el mensaje.

Imagen: Levrero ante el espejo.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

¿No es fabuloso cómo podemos elaborar nuestras vidas en torno a libros? Supongo que muchos tendrán experiencias similares. Yo apenas podría hablar de "Un mundo para Julius", que leí varias veces: cuando era niño y me identificaba con ese mundo (no necesariamente el mundo adinerado de la novela), cuando adolescente y entonces me enfocaba a los hermanos, y de adulto, con Juan Lucas, Susan, Nilda, Vilma, Carlos, Celso, Daniel y los demás. Supongo que en unos años volveré a leerlo y me tomaré un te en la cocina con Arminda.

Anónimo dijo...

Estimado Gustavo:

Por su bitácora supe de Mario Levrero. Previa investigación personal inicié la búsqueda de un libro del escritor uruguayo hallándolo en una muy conocida y selecta librería limeña. Leerlo fue una fascinación, y todo lo que decías de él era cierto. Gracias por haber sacado de la oscuridad a un escritor como Levrero.

Saludos,

Carlos Rentería

Anónimo dijo...

Buen post,Gustavo.Gracias por el dato de Levrero (no sé si está bien escrito). No se puede saber todo, decía el ratón Mickey.

Anónimo dijo...

Bien escrito.

Anónimo dijo...

No tiene que ver con el tema, pero me sorprendió mucho que no apareciera tu nombre en la nota que publica hoy El Comercio sobre Bolano salvaje. ¿Un simple olvido?

Carlos M. Sotomayor dijo...

Entrañable post. Motiva a elaborar mi propia lista personal. ¿Leíste El libro de mi madre de Albert Cohen?

Colifloressecas dijo...

Que bonito post. Se extrañaba uno así.

Anónimo dijo...

Chévere con tu comentario, Gus, pero lo malograste con esa flash forward a la boda del hijito de Cisneros, con toda la farándula a bordo. ¿Qué fue? ¿Del mundo de Mi planta de Naranja Lima a Paris Hilton en un párrafo?

Anónimo dijo...

tampoco está tu nombre en la república, mira todos los odios que cosechas...

Anónimo dijo...

Es cierto que le dieron o le quieren dar el Pulitzer a Bob Dylan? de ser cierta la noticia, los señores literatos dejaran de ningunear a los compositores?, en fin, de niño me zampé a una función de "El Ultimo Tango en París", más por curiosidad que otra cosa y por primera vez entendí que se puede hacer el amor sin amor, también por esa época leí la "Casa de Cartón" y aprendí que el exceso de lucidez puede ser dañino, y que, tal vez, terminaremos sólo en un recuerdo, como Ramón...

RODOLFO YBARRA dijo...

Sacaron a Iván Thays de canal 7, el canal de todos los peruanos, el canal que se niega a pasar los juicios al tirano Fujimori.
La bestialización toma forma señores. La maquinaria aprista quiere destruir la cultura de este país y reemplazarla por la mordaza y la mentira, una suerte de remedos sinópticos de una realidad ultraterrena. Disculpen esta interferencia, hubiera preferido hablar de libros, pero los libros se refrendan con la realidad -quiera o no- y aquí hay algo que no se está leyendo y que más bien se está digitando desde palacio de gobierno, el palacio de los tiranos y sirvientes de la plutocracia.