Aldo Mariátegui y la clase alta como "raza degenerada"
En vísperas del reinicio de las conversaciones entre el gobierno de Israel y el palestino, hoy cuatro civiles israelíes fueron asesinados en una emboscada gratuita por terroristas palestinos en los alrededores de Hebrón, en la margen occidental. Una de las víctimas era una mujer embarazada.
Inmediatamente, Hamas reivindicó la autoría del atentado y 3000 personas celebraron, en un mitin en las calles de Gaza (donde esa organización tiene el poder efectivo), lo que llamaron "una operación heroica" de las Brigadas Qassam, el ala militar de Hamas, cuyo vocero, Abu Obeida, estuvo entre los celebrantes.
No es necesario decir que este crimen no merecerá la atención ni la condena unánime de la prensa y la opinión pública, como sucedió con el de los barcos de ayuda humanitaria pro-palestina atacados por el gobierno israelí hace unos meses. Eso ya parece irremediable: quienes prefieren parcializarse sin juzgar los hechos, necesitan obviar este tipo de incidente para no verse forzados a usar los dos platos de la balanza.
Es de una vileza extrema elegir al azar a cuatro civiles y aniquilarlos sólo para obstaculizar una negociación (en la que nadie tiene demasiada fe, por otro lado). Celebrar el hecho como heroico es patético no sólo porque duplica la violencia sino porque nos habla de una rabia radical que difícilmente se pueda superar en un futuro más o menos próximo: tanto Hamas y el ala radical de la OLP como el extremo recalcitrante de la coalición que respalda a Netanyahu es Israel han expresado ya su oposición al diálogo y, sobre todo, a la posibilidad de que sus respectivos gobiernos cedan algo en las negociaciones.
Solemos suponer que quienes se niegan al intercambio se sienten plenamente dueños de una verdad irrefutable; en algunos casos, sin embargo, es mucho más que eso: se sienten con derecho a pasar por alto, como inatendible, como irrelevante, o incluso como inexistente, cualquier cosa que los otros piensen o digan: quitarle todo posible valor a las ideas de un colectivo es quitarle todo valor real a las personas que forman ese colectivo.
En los casos extremos de racismo, por ejemplo, los racistas no juzgan las creencias o los discursos de las personas a las que menosprecian o ven como inferiores: estudian la conducta de esos sujetos, los observan como quien observa a una especie animal, y señalan lo que ven como sus taras y sus caídas, pero no los toman como origen de un discurso que valga la pena criticar: eso sería colocarlos al nivel propio, lo que iría contra el principio elemental de cualquier mentalidad racista.
¿Recuerdan cuando Jaime Bayly, primero, y Pedro Pablo Kukzynski, después, declararon que la gente de los Andes votaba por candidatos como Humala porque en la altura de las montañas andinas los cerebros carecían del oxígeno que necesitaban? Esa era una forma de decir: lo que estas personas piensan, creen u opinan no merece nuestra atención porque viene de gente incapaz de pensar, creer u opinar con la claridad con la que lo hacemos "nosotros".
¿Y recuerdan cuando Aldo Mariátegui, en la primera plana del diario que dirige, se mofaba de la escritura del español de la congresista quechuahablante Hilaria Supa? Esa también era una manera evidente de descalificar la posibilidad misma de que el otro sea un interlocutor válido. Y ya sabemos de qué se trata en el fondo: cuando se cree que hay jerarquías que hacen a unos superiores a otros, se niega un principio básico de igualdad basado en una idea muy simple: que todos compartimos una misma humanidad.
El racismo es una de las maneras en que se manifiesta la negación radical al diálogo. Es también una forma de pensar que permite simplificar el mundo, cuando el mundo es tan complejo que resulta incómodo. Un racista puede llevar la fórmula de su discurso sobre las "razas degeneradas" por donde vaya, puede usarlo de maneras muy distintas, a veces aparentando no ser racista en absoluto, y puedo intentar que ese fácil esquemita actúe como explicación para los asuntos más diversos, sin que le importe en lo más mínimo lo insólitamente absurdas que puedan resultar sus conclusiones: un racista ha renunciado al deber de juzgar y argumentar, eso es parte de lo que lo hace racista; es su opción.
Tomen por ejemplo una reciente columna del mismo Aldo Mariátegui, "El otro electarado". Fíjense primero que el título alude a la existencia de dos grupos a los que llama, respectivamente, el "electarado" y "el otro electarado". Reparen en que "tarado" viene de "tara", la característica de un ser atrofiado, de una especie en decadencia, es decir, lo que los nazis y otros prominentes racistas de los siglos diecinueve y veinte llamaban una "raza degenerada". Mariátegui usa la palabra para referirse a las clases populares que votan por candidatos de la izquierda populista y a las clases altas que votan por candidatos de la izquierda moderada.
Sería ridículo pensar que, por referirse a gente adinerada de lo que queda de la aristocracia limeña, Mariátegui no está siendo racista. Todas y cada una de las cosas que Mariátegui dice en su triste columna acerca de la "clase A" capitalina son absolutamente idénticas a las cosas que Hitler decía sobre los judíos en la Europa de los años treinta y cuarenta: el hermetismo egocéntrico, la conducta de logia, la repetición de la endogamia, el inbreeding, la comparación con animales, las referencias a la degeneración física, a la deformidad, a la enfermedad mental. Da asco sólo asomarse al texto; parece salido de la mano de un Goebbles con bastante menos formación que el original.
Mariátegui no se refiere a una raza específica, y alude a una clase social que podemos suponer es mayoritariamente blanca. Eso puede engañar a un lector incauto. La verdad es que Mariátegui, en esa columna, hace una cosa aun más delirante que menospreciar a una raza: inventa una raza para poder menospreciarla. Incapaz de pensar en la conducta de los individuos de la clase alta limeña como miembros de una clase, los convierte en una raza degenerada. Así sí puede; así es como él entiende el mundo.
(La imagen la he tomado sin permiso de una página de Facebook donde a su vez se tomó de un post de Álvaro Portales).
31.8.10
Patria grande, patria chica
Sobre dos comentarios de Iván Thays y Javier Calvo
¿Qué tendría que pasar para que dejáramos de pensar en los escritores como "escritores latinoamericanos", "escritores peruanos" o "escritores hispanos"?
Primera posibilidad: que comenzáramos a entender la literatura como un discurso independiente del mundo social donde se construye, donde se elabora, donde se consume en primera instancia y al que en la inmensa mayoría de los casos esa literatura representa directa o indirectamente.
El problema es que, para que eso sucediera, tendríamos que buscar una definición de "literatura" que no incluyera las nociones de producción cultural, discurso social, elaboración histórica, tradición y representación. Lo que nos dejaría, probablemente, con casi nada.
Segunda posibilidad: que en el mundo real desapareciera la idea de nación, y con ella tanto la idea de las tradiciones nacionales, por un lado, como, por otro y en consecuencia, la tendencia de los escritores a inscribirse dentro de unos debates que se han llevado a cabo secularmente dentro del terreno de lo nacional.
Aquí el problema es que, incluso si uno fuera el más desembozado amante de la idea de la globalización, incluso si uno fuera el profeta de la globalización absoluta, nuestro mundo sigue siendo un universo de nacionalismos arrasadores y ubicuos, y no parece existir ninguna tendencia globalizadora que en la práctica se construya en contra del marco de los estados-nación.
Tercera opción: que desapareciera en todos los autores del planeta la conciencia de la literatura como medio político discursivo, incluso si el plano político mundial sigue construyéndose en torno a los estados nacionales y sus historias conflictivas y sus tradiciones levantadas sobre fronteras y contraposiciones.
El problema es que no hay motivos para suponer que de pronto un lenguaje eminentemente comunicativo (es decir, uno que se ha entendido siempre como medio para la representación y la transmisión de ideas y no sólo como sistema de clasificación o de ordenamiento), es decir, el lenguaje de la literatura, se vaya a convertir en un medio independiente de la realidad que lo circunda y a transformarse en un sentido en el que el resto del mundo tangible no se está transformando.
Por otra parte, ¿por qué desear que los autores de los países de América Latina dejen de ser vistos como "escritores latinoamericanos"? O, si quieron verlo desde otro ángulo: ¿qué ganaríamos con no considerar Edipo rey una tragedia griega o con pensar que Shakespeare no fue un dramaturgo inglés? Y, ¿quién de nosotros estaría dispuesto a pedir que comencemos a hacerlo?
Todo esto lo escribo pensando en una pregunta incluida por Iván Thays en un post de su blog. Y esa anotación de Iván, a su vez, se refiere a algo escrito por Javier Calvo acerca de la manera en que la figura de Bolaño ha eclipsado a otros autores latinoamericanos en Estados Unidos, a la vez que les ha abierto la puerta a algunos de generaciones posteriores.
Iván habla acerca de la "desaparición de las entidades 'latinoamericanas'" en la literatura y, si no lo entiendo mal, de la formación de un campo literario contemporáneo en el que los autores de la región deberían ser considerados en atención a sus "valores individuales" y no como componentes de ningún proyecto compartido.
Es perfectamente atendible el reclamo de que la obra de un escritor sea juzgada en función de su valor, digamos, intrínseco, propio e individual, y no básicamente como componente de un movimiento colectivo, sobre todo cuando no parece haber razones para suponer que tal proyecto literario común exista en lo absoluto. Imaginar como parte de un movimiento a un autor que no lo es, es un error. Pero, por otra parte, juzgar a cualquier autor como independiente de todo carácter tradicional, toda conexión nacional, todo influjo generacional, es sólo el error contrario.
Si uno mira con cuidado las observaciones de Iván y las de Calvo, que parecen enfrentadas, se encontrará con un curioso rasgo común: Iván toma España como punto de vista para hablar sobre los escritores de las últimas generaciones latinoamericanas; Calvo toma a Estados Unidos como lugar para su perspectiva. Lo que Calvo busca activamente (en el pequeño texto citado) es la visibilización de la literatura española en Estados Unidos; lo que Iván trata de dilucidar es cómo son vistos (y cómo deberían ser vistos) los latinoamericanos en (o desde) España.
Finalmente, ninguno de los dos supera el marco de la tradición regional o nacional, según el caso, para plantear su posición. No sé si es paradójico o meramente irónico: para reclamar que los autores latinoamericanos dejen de ser juzgados como parte de "lo latinoamericano", es necesario primero volverlos a todos parte de un colectivo. Y en ese colectivo, no son "latinoamericanos" todos los escritores que se dediquen a escribir en países de América Latina (esos serán simplemente peruanos, bolivianos, ecuatorianos), sino aquellos que además sean vistos desde afuera.
Una cosa más: el hecho de que en España y en Estados Unidos se hable de "escritores latinoamericanos" no se debe a que en la Península Ibérica y en el norte del continente americano los críticos y los lectores tengan una anticuada tendencia a subrayar las clasificaciones regionalistas; se debe, más bien, a que tienen una notoria inclinación a no percibir las diferencias entre las distintas tradiciones de los países de América Latina. No es un pecado por exceso, sino por defecto: es un involuntario o apurado o negligente borroneo de las fronteras, no un excesivo respeto a ellas.
Calvo desliza la idea, muchas veces avanzada por otros, de que en Estados Unidos pareciera existir sólo cabida para un gran escritor latinoamericano o de lengua española a la vez: Borges primero, luego García Márquez, luego Bolaño. Sin duda, si eso es real, es algo que se deriva del hecho de percibir a América Latina como una unidad; algo que no se solucionaría si, como quiere Iván, dejara de pensarse en términos regionalistas, sino que, más bien, se solucionaría si se empezara a notar en Estados Unidos que al coronar e iconizar a García Márquez, por ejemplo, se marginan muchas otras tradiciones nacionales latinoamericanas y muchas otras voces de tonos, estilos e imaginarios radicalmente distitntos.
La verdad es que el mercado americano, no obstante su tamaño monstruoso, no busca demasiado en otras lenguas, tiende a satisfacerse dentro de los márgenes de lo escrito en inglés. En el fondo, lo que los escritores latinoamericanos necesitarían para ingresar en el mercado americano son dos cosas. La primera: tener en su portafolio algo que se aproxime en calidad a Los detectives salvajes o 2666. La segunda: que el mercado americano dejara de autoabastecerse de una ficción latina propia, es decir, de la abundante producción de los latinos estadounidenses que escriben en inglés.
Lo primero depende enteramente del talento de los escritores, de su deseo de ingresar en ese mercado (cosa que puede parecerles perfectamente irrelevante a muchos, con toda razón) y de su voluntad de romper convenciones y producir out of the box, como lo hizo en efecto Bolaño. Porque a estas alturas está muy claro que el triunfo de Bolaño en Estados Unidos es una cachetada directa a todos esos autores latinoamericanos post-boom que pasaron décadas diciendo que ellos no tenían éxito en Estados Unidos sólo porque no se dedicaban al realismo mágico.
¿Y lo segundo? ¿Que el mercado americano deje de autoabastecerse de escritores latinos estadounidenses? Eso no va a suceder jamás, probablemente, y es lógico: esos autores son parte activa y eminente de la nueva literatura americana y representan la zona del mundo latino que más interés puede despertar naturalmente en los Estados Unidos. Y sí: eso también se debe a que, como en todas partes, los americanos también ven la tradición literaria en términos nacionales.
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¿Qué tendría que pasar para que dejáramos de pensar en los escritores como "escritores latinoamericanos", "escritores peruanos" o "escritores hispanos"?
Primera posibilidad: que comenzáramos a entender la literatura como un discurso independiente del mundo social donde se construye, donde se elabora, donde se consume en primera instancia y al que en la inmensa mayoría de los casos esa literatura representa directa o indirectamente.
El problema es que, para que eso sucediera, tendríamos que buscar una definición de "literatura" que no incluyera las nociones de producción cultural, discurso social, elaboración histórica, tradición y representación. Lo que nos dejaría, probablemente, con casi nada.
Segunda posibilidad: que en el mundo real desapareciera la idea de nación, y con ella tanto la idea de las tradiciones nacionales, por un lado, como, por otro y en consecuencia, la tendencia de los escritores a inscribirse dentro de unos debates que se han llevado a cabo secularmente dentro del terreno de lo nacional.
Aquí el problema es que, incluso si uno fuera el más desembozado amante de la idea de la globalización, incluso si uno fuera el profeta de la globalización absoluta, nuestro mundo sigue siendo un universo de nacionalismos arrasadores y ubicuos, y no parece existir ninguna tendencia globalizadora que en la práctica se construya en contra del marco de los estados-nación.
Tercera opción: que desapareciera en todos los autores del planeta la conciencia de la literatura como medio político discursivo, incluso si el plano político mundial sigue construyéndose en torno a los estados nacionales y sus historias conflictivas y sus tradiciones levantadas sobre fronteras y contraposiciones.
El problema es que no hay motivos para suponer que de pronto un lenguaje eminentemente comunicativo (es decir, uno que se ha entendido siempre como medio para la representación y la transmisión de ideas y no sólo como sistema de clasificación o de ordenamiento), es decir, el lenguaje de la literatura, se vaya a convertir en un medio independiente de la realidad que lo circunda y a transformarse en un sentido en el que el resto del mundo tangible no se está transformando.
Por otra parte, ¿por qué desear que los autores de los países de América Latina dejen de ser vistos como "escritores latinoamericanos"? O, si quieron verlo desde otro ángulo: ¿qué ganaríamos con no considerar Edipo rey una tragedia griega o con pensar que Shakespeare no fue un dramaturgo inglés? Y, ¿quién de nosotros estaría dispuesto a pedir que comencemos a hacerlo?
Todo esto lo escribo pensando en una pregunta incluida por Iván Thays en un post de su blog. Y esa anotación de Iván, a su vez, se refiere a algo escrito por Javier Calvo acerca de la manera en que la figura de Bolaño ha eclipsado a otros autores latinoamericanos en Estados Unidos, a la vez que les ha abierto la puerta a algunos de generaciones posteriores.
Iván habla acerca de la "desaparición de las entidades 'latinoamericanas'" en la literatura y, si no lo entiendo mal, de la formación de un campo literario contemporáneo en el que los autores de la región deberían ser considerados en atención a sus "valores individuales" y no como componentes de ningún proyecto compartido.
Es perfectamente atendible el reclamo de que la obra de un escritor sea juzgada en función de su valor, digamos, intrínseco, propio e individual, y no básicamente como componente de un movimiento colectivo, sobre todo cuando no parece haber razones para suponer que tal proyecto literario común exista en lo absoluto. Imaginar como parte de un movimiento a un autor que no lo es, es un error. Pero, por otra parte, juzgar a cualquier autor como independiente de todo carácter tradicional, toda conexión nacional, todo influjo generacional, es sólo el error contrario.
Si uno mira con cuidado las observaciones de Iván y las de Calvo, que parecen enfrentadas, se encontrará con un curioso rasgo común: Iván toma España como punto de vista para hablar sobre los escritores de las últimas generaciones latinoamericanas; Calvo toma a Estados Unidos como lugar para su perspectiva. Lo que Calvo busca activamente (en el pequeño texto citado) es la visibilización de la literatura española en Estados Unidos; lo que Iván trata de dilucidar es cómo son vistos (y cómo deberían ser vistos) los latinoamericanos en (o desde) España.
Finalmente, ninguno de los dos supera el marco de la tradición regional o nacional, según el caso, para plantear su posición. No sé si es paradójico o meramente irónico: para reclamar que los autores latinoamericanos dejen de ser juzgados como parte de "lo latinoamericano", es necesario primero volverlos a todos parte de un colectivo. Y en ese colectivo, no son "latinoamericanos" todos los escritores que se dediquen a escribir en países de América Latina (esos serán simplemente peruanos, bolivianos, ecuatorianos), sino aquellos que además sean vistos desde afuera.
Una cosa más: el hecho de que en España y en Estados Unidos se hable de "escritores latinoamericanos" no se debe a que en la Península Ibérica y en el norte del continente americano los críticos y los lectores tengan una anticuada tendencia a subrayar las clasificaciones regionalistas; se debe, más bien, a que tienen una notoria inclinación a no percibir las diferencias entre las distintas tradiciones de los países de América Latina. No es un pecado por exceso, sino por defecto: es un involuntario o apurado o negligente borroneo de las fronteras, no un excesivo respeto a ellas.
Calvo desliza la idea, muchas veces avanzada por otros, de que en Estados Unidos pareciera existir sólo cabida para un gran escritor latinoamericano o de lengua española a la vez: Borges primero, luego García Márquez, luego Bolaño. Sin duda, si eso es real, es algo que se deriva del hecho de percibir a América Latina como una unidad; algo que no se solucionaría si, como quiere Iván, dejara de pensarse en términos regionalistas, sino que, más bien, se solucionaría si se empezara a notar en Estados Unidos que al coronar e iconizar a García Márquez, por ejemplo, se marginan muchas otras tradiciones nacionales latinoamericanas y muchas otras voces de tonos, estilos e imaginarios radicalmente distitntos.
La verdad es que el mercado americano, no obstante su tamaño monstruoso, no busca demasiado en otras lenguas, tiende a satisfacerse dentro de los márgenes de lo escrito en inglés. En el fondo, lo que los escritores latinoamericanos necesitarían para ingresar en el mercado americano son dos cosas. La primera: tener en su portafolio algo que se aproxime en calidad a Los detectives salvajes o 2666. La segunda: que el mercado americano dejara de autoabastecerse de una ficción latina propia, es decir, de la abundante producción de los latinos estadounidenses que escriben en inglés.
Lo primero depende enteramente del talento de los escritores, de su deseo de ingresar en ese mercado (cosa que puede parecerles perfectamente irrelevante a muchos, con toda razón) y de su voluntad de romper convenciones y producir out of the box, como lo hizo en efecto Bolaño. Porque a estas alturas está muy claro que el triunfo de Bolaño en Estados Unidos es una cachetada directa a todos esos autores latinoamericanos post-boom que pasaron décadas diciendo que ellos no tenían éxito en Estados Unidos sólo porque no se dedicaban al realismo mágico.
¿Y lo segundo? ¿Que el mercado americano deje de autoabastecerse de escritores latinos estadounidenses? Eso no va a suceder jamás, probablemente, y es lógico: esos autores son parte activa y eminente de la nueva literatura americana y representan la zona del mundo latino que más interés puede despertar naturalmente en los Estados Unidos. Y sí: eso también se debe a que, como en todas partes, los americanos también ven la tradición literaria en términos nacionales.
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26.8.10
Literatura femenina
¿Cuál es el siguiente paso?
Hace un millón de años, cuando cada uno de nosotros tenía una página de comentarios de libros en Somos, Rocío Silva Santisteban y yo entramos en un pequeño nudo gordiano de reproches en torno al término "literatura femenina". Baste decir que yo era el conservador y ella la progresista en el tema y que en este momento yo no defendería mis posturas de entonces, al menos no enteramente ni con tanta seguridad.
Una de mis ideas, la única que recuerdo claramente, era que mientras no se investigaran los límites de lo que se sigue llamando "literatura femenina", referirse a ella siguiendo sólo el principio genérico de que la forman los libros escritos por mujeres, era paradójicamente arbitrario: la existencia de un grupo no garantiza la existencia de una literatura que se circunscriba a ese grupo. "Hay zurdos, pero no hay literatura zurda", creo haber dicho.
Ok, no tienen que lanzar todas sus piedras al mismo tiempo: esa es una frase torpe que no repetiría hoy sin las comillas. Hay sin duda reincidencias temáticas que recurren en cierta literatura escrita por mujeres y que no suelen ser centrales en la escritura de los hombres, y eso se debe a que los espacios y las jerarquías ocupadas por unas y otros en la sociedad son diferentes, como son tradicionalmente distintas (cada vez un poco menos) sus posiciones en la estructura de la familia, en la división del trabajo, etc.
Ciertas intuiciones mías de entonces las sigo considerando válidas, sin embargo. Creo, por ejemplo, que gran parte de la narrativa escrita por mujeres en América Latina hereda y reelabora temas, formas y visiones del mundo que pocos autores han desarrollado y difundido tanto como Gabriel García Márquez. Se pueden hallar antes en escritoras de la región, como Teresa de la Parra, por ejemplo, pero creo que es más defendible la idea de que autoras como Isabel Allende o Laura Esquivel provienen del colombiano mucho más que de la venezolana.
Eso no es una usurpación ilegítima: de hecho, un estudio necesario en la crítica latinoamericanista es, precisamente, el de cómo ha influido la visión de la familia, la mujer, la casa y las relaciones de género de la narrativa de García Márquez en autoras que se consideran centrales en nuestra narrativa femenina: ¿hasta qué punto, jugando sobre el molde del realismo mágico garciamarquesco, reproducen con él una figuración de lo femenino que proviene de un universo ficcional no sólo masculino sino acaso machista?
Un problema mayor del concepto de "literatura femenina" es que se delimita escasamente y no filtra casi nada: especies literarias en extremo disímiles, visiones ideológicas contrapuestas, tendencias políticas diferentes, afirmaciones y exclusiones culturales de diverso grado, obras que, desprevenidos sobre el género de la autora, nunca imaginaríamos como parte de un mismo corpus, van a parar dentro de una categoría que se hace, entonces, inmensa y muy porosa.
Y ponerle límites no siempre parece más productivo, para colmo de males: ¿es el conservadurismo anti-feminista de una cierta escritora menos "femenino" que el feminismo militante y progresista de otra? ¿Por qué no considerar igualmente las obras que critican el status quo de la mujer y aquellas que se muestran más bien reaccionarias ante esa crítica? Porque, si descarto a estas últimas, ¿no estoy pintando una imagen decididamente parcial de la "literatura femenina"?
De hecho, la crítica suele hacer esto: revisar el canon de la "literatura femenina" latinoamericana lo deja a uno con la impresión de que todas y cada una de las mujeres escritoras de la región han sido, de una manera u otra, progresistas, feministas y posiblemente también decididas socialistas (hasta las hermanas Ocampo).
Frente a ello, claro, la "otra" literatura exhibe todas las máculas del chauvinismo, el conservadurismo y la reacción: críticos y críticas se aputan a disputar quién acusa más rápidamente a Vargas Llosa de machista, a Paz de falocéntrico, a Fuentes de ser un charro de pistolones y a García Márquez de pedofilia galopante. (Digámoslo también: este último ha hecho muy poco por evadir ese golpe en años recientes).
Un aparte: en Estados Unidos, ya fuera del campo de lo latinoamericano, la etiqueta "women's fiction" se usa para referirse a esos libros que cabalgan entre la semi-novela autobriográfica, el relato de auto-ayuda y la columna de consejos sentimentales, libros que venden cifras exorbitantes e invariablemente ocupan, al salir, los primeros puestos de todos los ránkings de diarios y revistas, empezando por el del New York Times.
En estos días, una polémica bastante artificial ha estallado en torno a esa literatura, una polémica que tiene como involuntario (y silencioso) protagonista a Jonathan Franzen, cuya más reciente novela, Freedom, acaba de aparecer. Resulta que el libro de Franzen y su autor han estado de carátula en carátula en las revistas y los suplementos literarios, y el New York Times lo ha reseñado no una sino dos veces. Millonarias escritoras de "women's fiction", cuyos libros se venden en cantidades abismalmente superiores a las cifras de una novela de Franzen, como Jodi Picoult y Jennifer Weiner, han opinado cáusticamente sobre el tema, aporreando a los críticos americanos por no hacerles caso a sus libros, mucho más populares que cualquiera de las obras de sus niños mimados.
En algún caso, estas escritoras han esgrimido la carta del género y el sexismo como explicación. En otros, han señalado solamente que la crítica ignora a la literatura popular en general, sea de hombres o de mujeres. Como es evidente, en ningún caso han mencionado esa verdad, gigante como un dinosaurio, que uno sabe a ciencia cierta: cualquier página de Franzen es un trillón de veces más atendible que los veintiocho libros que ellas dos han publicado en suma a lo largo de sus carreras paralelas.
Obviamente, no estoy diciendo que lo que en Estados Unidos llaman "women's fiction" sea lo que en América Latina llaman "literatura femenina". Pero no deja de ser curioso un dato del que podríamos tomar nota: ni Picoult ni Wiener observan que la crítica que las olvida a ellas y prefiere a autores como Franzen, no trata a Franzen mucho mejor de lo que trata hoy mismo a Cynthia Ozik, a Alice Munro o a Toni Morrison, y que en el pasado celebró incluso más efusivamente a Carson McCullers, Flannery O'Connor o Susan Sontag (quien, más aun, se volvió uno de los centros de gravedad de la misma institución de la crítica americana).
¿Por qué estas últimas escritoras no son víctimas de ese aparente menosprecio crítico? Sin duda, no es que sean hombres enmascarados; tampoco es que sus libros sean menos "femeninos". ¿Seré demasiado inocente si digo que se debe a que, en la mayoría de los casos, los textos de esas escritoras son extraordinarios mientras los de Picoult o Wiener son una desgracia notoriamente cabezahueca?
La "literatura femenina" latinoamericana es literatura hecha por mujeres, desde un punto de vista en que lo femenino (permítanme la imprecisión) es distinguible de alguna manera. La "women's fiction" norteamericana es literatura hecha para ser consumida por ciertas mujeres; las mismas que se avalanchan sobre el People cada semana. Es un producto que se define por el grupo lector, como casi cualquier literatura estrictamente comercial (de la misma manera en que cualquier producto comercial se distingue por su potencial consumidor). Algo así como esas novelitas seriales de guerra en los años cincuentas y sesentas, que eran hechas para el lector hombre de la guerra fría, adulando su masculinidad o inventándola, y no abrigaban esperanza alguna de que una mujer se aficionara a ellas.
(Ok, no sólo en esa época: todavía existen. Hay Sex and the City pero también hay más de un "Phallus and the Battlefield". Y antes de que nos vayamos por la rama más frágil: sí, en cualquier género, hipotéticamente, puede aparecer una obra maestra. Es sólo que en la realidad no ha sucedido, ni en esas novelistas bélicas ni en la "women's fiction").
Es bastante posible que la etiqueta "literatura femenina" haya dado ya todo lo que puede ofrecer en términos críticos. Sirvió para visibilizar una presencia, para hacer notar que había un fenómeno, el del crecimiento de una familia de ficciones, poemas, obras teatrales, que señalaban desde la perspectiva de diversas autoras mujeres, un grupo de asuntos, sensibilidades y aproximaciones que habían sido pasados por alto previamente. Así como la "affirmative action" americana sirvió para establecer la necesidad de una modificación radical en diversos terrenos de las relaciones sociales en Estados Unidos, y quizá ahora debería modificarse en otras direcciones; así, quizá, ya es momento de dar un paso adelante del escalón de la "literatura femenina" y pensarla como una serie de tradiciones muy diversas dentro del árbol o la arboleda general de las tradiciones literarias, y valorar cada una con los parámetros de los que la crítica dispone para valorar cualquier otra tradición, incluyendo, por supuesto, los estudios de género.
¿Por qué hacer eso? Mi respuesta es solo una impresión: la impresión de que "literatura femenina" y términos similares son categorías a las que el mercado y la academia ya les dieron la vuelta y las colgaron a secar a la intemperie, con todos los pequeños ultrajes del tiempo que un objeto en esa situación puede sufrir. Hoy, literatura de pobrísima calidad, hecha con la espectativa menos igualitaria y liberadora que quepa esperar (la de fijar a una gran parte de la lectoría femenina en un escaño distinto de aquel donde están quienes leen "en serio"), literatura, en fin, que no tiene de literaria otra cosa que el hecho de imprimirse en libros, se vende y se justifica e incluso se estudia bajo la mentirosa bandera de la reivindicación de lo femenino.
No sé ustedes, pero yo preferiría que escritoras como Armonía Somers, Blanca Varela, Luisa Valenzuela o Diamela Eltit tuvieran mayor centralidad pública entre las escritoras mujeres de América Latina, en lugar de fraudes engorrosos como Laura Esquivel, cuyo embarazoso remedo de feminidad consiste en tener el nivel intelectual de un horóscopo de Vanidades, o Isabel Allende, cuyo mayor mérito literario es el de haber asesinado al realismo mágico con un solo bocado de almendras malogradas.
No digo nada especial: en cualquier terreno, en cualquier género, en cualquier especie literaria, en cualquier época, la labor primera de la crítica es separar la paja del grano y señalar lo trivial con nombre propio: también dentro del corpus de la "literatura femenina" hay que subrayar que así como mucho es brillante, mucho es pésimo y mucho es sólo mediano, y la tácita "affirmative action" de la crítica ya no puede seguir jugando a creer que todo en esa esfera es igualmente interesante o digno de atención. Antes de que "literatura femenina" se vuelva la tapadera de nuestra propia "women's fiction", cosa que sólo podría perjudicar a las muchas excelentes escritoras de hoy en América Latina.
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Hace un millón de años, cuando cada uno de nosotros tenía una página de comentarios de libros en Somos, Rocío Silva Santisteban y yo entramos en un pequeño nudo gordiano de reproches en torno al término "literatura femenina". Baste decir que yo era el conservador y ella la progresista en el tema y que en este momento yo no defendería mis posturas de entonces, al menos no enteramente ni con tanta seguridad.
Una de mis ideas, la única que recuerdo claramente, era que mientras no se investigaran los límites de lo que se sigue llamando "literatura femenina", referirse a ella siguiendo sólo el principio genérico de que la forman los libros escritos por mujeres, era paradójicamente arbitrario: la existencia de un grupo no garantiza la existencia de una literatura que se circunscriba a ese grupo. "Hay zurdos, pero no hay literatura zurda", creo haber dicho.
Ok, no tienen que lanzar todas sus piedras al mismo tiempo: esa es una frase torpe que no repetiría hoy sin las comillas. Hay sin duda reincidencias temáticas que recurren en cierta literatura escrita por mujeres y que no suelen ser centrales en la escritura de los hombres, y eso se debe a que los espacios y las jerarquías ocupadas por unas y otros en la sociedad son diferentes, como son tradicionalmente distintas (cada vez un poco menos) sus posiciones en la estructura de la familia, en la división del trabajo, etc.
Ciertas intuiciones mías de entonces las sigo considerando válidas, sin embargo. Creo, por ejemplo, que gran parte de la narrativa escrita por mujeres en América Latina hereda y reelabora temas, formas y visiones del mundo que pocos autores han desarrollado y difundido tanto como Gabriel García Márquez. Se pueden hallar antes en escritoras de la región, como Teresa de la Parra, por ejemplo, pero creo que es más defendible la idea de que autoras como Isabel Allende o Laura Esquivel provienen del colombiano mucho más que de la venezolana.
Eso no es una usurpación ilegítima: de hecho, un estudio necesario en la crítica latinoamericanista es, precisamente, el de cómo ha influido la visión de la familia, la mujer, la casa y las relaciones de género de la narrativa de García Márquez en autoras que se consideran centrales en nuestra narrativa femenina: ¿hasta qué punto, jugando sobre el molde del realismo mágico garciamarquesco, reproducen con él una figuración de lo femenino que proviene de un universo ficcional no sólo masculino sino acaso machista?
Un problema mayor del concepto de "literatura femenina" es que se delimita escasamente y no filtra casi nada: especies literarias en extremo disímiles, visiones ideológicas contrapuestas, tendencias políticas diferentes, afirmaciones y exclusiones culturales de diverso grado, obras que, desprevenidos sobre el género de la autora, nunca imaginaríamos como parte de un mismo corpus, van a parar dentro de una categoría que se hace, entonces, inmensa y muy porosa.
Y ponerle límites no siempre parece más productivo, para colmo de males: ¿es el conservadurismo anti-feminista de una cierta escritora menos "femenino" que el feminismo militante y progresista de otra? ¿Por qué no considerar igualmente las obras que critican el status quo de la mujer y aquellas que se muestran más bien reaccionarias ante esa crítica? Porque, si descarto a estas últimas, ¿no estoy pintando una imagen decididamente parcial de la "literatura femenina"?
De hecho, la crítica suele hacer esto: revisar el canon de la "literatura femenina" latinoamericana lo deja a uno con la impresión de que todas y cada una de las mujeres escritoras de la región han sido, de una manera u otra, progresistas, feministas y posiblemente también decididas socialistas (hasta las hermanas Ocampo).
Frente a ello, claro, la "otra" literatura exhibe todas las máculas del chauvinismo, el conservadurismo y la reacción: críticos y críticas se aputan a disputar quién acusa más rápidamente a Vargas Llosa de machista, a Paz de falocéntrico, a Fuentes de ser un charro de pistolones y a García Márquez de pedofilia galopante. (Digámoslo también: este último ha hecho muy poco por evadir ese golpe en años recientes).
Un aparte: en Estados Unidos, ya fuera del campo de lo latinoamericano, la etiqueta "women's fiction" se usa para referirse a esos libros que cabalgan entre la semi-novela autobriográfica, el relato de auto-ayuda y la columna de consejos sentimentales, libros que venden cifras exorbitantes e invariablemente ocupan, al salir, los primeros puestos de todos los ránkings de diarios y revistas, empezando por el del New York Times.
En estos días, una polémica bastante artificial ha estallado en torno a esa literatura, una polémica que tiene como involuntario (y silencioso) protagonista a Jonathan Franzen, cuya más reciente novela, Freedom, acaba de aparecer. Resulta que el libro de Franzen y su autor han estado de carátula en carátula en las revistas y los suplementos literarios, y el New York Times lo ha reseñado no una sino dos veces. Millonarias escritoras de "women's fiction", cuyos libros se venden en cantidades abismalmente superiores a las cifras de una novela de Franzen, como Jodi Picoult y Jennifer Weiner, han opinado cáusticamente sobre el tema, aporreando a los críticos americanos por no hacerles caso a sus libros, mucho más populares que cualquiera de las obras de sus niños mimados.
En algún caso, estas escritoras han esgrimido la carta del género y el sexismo como explicación. En otros, han señalado solamente que la crítica ignora a la literatura popular en general, sea de hombres o de mujeres. Como es evidente, en ningún caso han mencionado esa verdad, gigante como un dinosaurio, que uno sabe a ciencia cierta: cualquier página de Franzen es un trillón de veces más atendible que los veintiocho libros que ellas dos han publicado en suma a lo largo de sus carreras paralelas.
Obviamente, no estoy diciendo que lo que en Estados Unidos llaman "women's fiction" sea lo que en América Latina llaman "literatura femenina". Pero no deja de ser curioso un dato del que podríamos tomar nota: ni Picoult ni Wiener observan que la crítica que las olvida a ellas y prefiere a autores como Franzen, no trata a Franzen mucho mejor de lo que trata hoy mismo a Cynthia Ozik, a Alice Munro o a Toni Morrison, y que en el pasado celebró incluso más efusivamente a Carson McCullers, Flannery O'Connor o Susan Sontag (quien, más aun, se volvió uno de los centros de gravedad de la misma institución de la crítica americana).
¿Por qué estas últimas escritoras no son víctimas de ese aparente menosprecio crítico? Sin duda, no es que sean hombres enmascarados; tampoco es que sus libros sean menos "femeninos". ¿Seré demasiado inocente si digo que se debe a que, en la mayoría de los casos, los textos de esas escritoras son extraordinarios mientras los de Picoult o Wiener son una desgracia notoriamente cabezahueca?
La "literatura femenina" latinoamericana es literatura hecha por mujeres, desde un punto de vista en que lo femenino (permítanme la imprecisión) es distinguible de alguna manera. La "women's fiction" norteamericana es literatura hecha para ser consumida por ciertas mujeres; las mismas que se avalanchan sobre el People cada semana. Es un producto que se define por el grupo lector, como casi cualquier literatura estrictamente comercial (de la misma manera en que cualquier producto comercial se distingue por su potencial consumidor). Algo así como esas novelitas seriales de guerra en los años cincuentas y sesentas, que eran hechas para el lector hombre de la guerra fría, adulando su masculinidad o inventándola, y no abrigaban esperanza alguna de que una mujer se aficionara a ellas.
(Ok, no sólo en esa época: todavía existen. Hay Sex and the City pero también hay más de un "Phallus and the Battlefield". Y antes de que nos vayamos por la rama más frágil: sí, en cualquier género, hipotéticamente, puede aparecer una obra maestra. Es sólo que en la realidad no ha sucedido, ni en esas novelistas bélicas ni en la "women's fiction").
Es bastante posible que la etiqueta "literatura femenina" haya dado ya todo lo que puede ofrecer en términos críticos. Sirvió para visibilizar una presencia, para hacer notar que había un fenómeno, el del crecimiento de una familia de ficciones, poemas, obras teatrales, que señalaban desde la perspectiva de diversas autoras mujeres, un grupo de asuntos, sensibilidades y aproximaciones que habían sido pasados por alto previamente. Así como la "affirmative action" americana sirvió para establecer la necesidad de una modificación radical en diversos terrenos de las relaciones sociales en Estados Unidos, y quizá ahora debería modificarse en otras direcciones; así, quizá, ya es momento de dar un paso adelante del escalón de la "literatura femenina" y pensarla como una serie de tradiciones muy diversas dentro del árbol o la arboleda general de las tradiciones literarias, y valorar cada una con los parámetros de los que la crítica dispone para valorar cualquier otra tradición, incluyendo, por supuesto, los estudios de género.
¿Por qué hacer eso? Mi respuesta es solo una impresión: la impresión de que "literatura femenina" y términos similares son categorías a las que el mercado y la academia ya les dieron la vuelta y las colgaron a secar a la intemperie, con todos los pequeños ultrajes del tiempo que un objeto en esa situación puede sufrir. Hoy, literatura de pobrísima calidad, hecha con la espectativa menos igualitaria y liberadora que quepa esperar (la de fijar a una gran parte de la lectoría femenina en un escaño distinto de aquel donde están quienes leen "en serio"), literatura, en fin, que no tiene de literaria otra cosa que el hecho de imprimirse en libros, se vende y se justifica e incluso se estudia bajo la mentirosa bandera de la reivindicación de lo femenino.
No sé ustedes, pero yo preferiría que escritoras como Armonía Somers, Blanca Varela, Luisa Valenzuela o Diamela Eltit tuvieran mayor centralidad pública entre las escritoras mujeres de América Latina, en lugar de fraudes engorrosos como Laura Esquivel, cuyo embarazoso remedo de feminidad consiste en tener el nivel intelectual de un horóscopo de Vanidades, o Isabel Allende, cuyo mayor mérito literario es el de haber asesinado al realismo mágico con un solo bocado de almendras malogradas.
No digo nada especial: en cualquier terreno, en cualquier género, en cualquier especie literaria, en cualquier época, la labor primera de la crítica es separar la paja del grano y señalar lo trivial con nombre propio: también dentro del corpus de la "literatura femenina" hay que subrayar que así como mucho es brillante, mucho es pésimo y mucho es sólo mediano, y la tácita "affirmative action" de la crítica ya no puede seguir jugando a creer que todo en esa esfera es igualmente interesante o digno de atención. Antes de que "literatura femenina" se vuelva la tapadera de nuestra propia "women's fiction", cosa que sólo podría perjudicar a las muchas excelentes escritoras de hoy en América Latina.
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24.8.10
Instrucciones
Para adquirir una cama king size en Brunswick, Maine
Se revisa cuidadosamente el catálogo de Ikea. Se elige la pieza adecuada. Se toma la firme decisión de conducir una camioneta rentada en U-haul hasta las afueras de Boston, comprar la cama y traerla armada.
Pero se opta por lo que a primera vista es más cómodo: pagarla on-line, esperar que llegue desarmada en varias cajas por correo y luego contratar a alguien que la arme. De preferencia un anciano retirado pero experto con las manos, que solucionará el problema en dos patadas.
La carga llega, pero es un día de lluvia y uno se da cuenta de que no puede dejar las cajas a la intemperie: procede, entonces, a levantarlas, todas, una por una, incluso la que está marcada "heavy: more than 100 lbs", con una cinta amarilla y negra como las que se ponen en la escena del crimen.
Cuando la operación comienza, el cuerpo del aventurero está relajado; al terminar, el verano de Maine ya lo hizo sudar: los músculos calientes, en el fondo, no saben lo que está pasando. El cerebro tampoco. De allí que uno decida levantar las cajas una vez más, treparlas al hombro, subir la escalera una, dos, tres, cuatro veces.
Se cortan las cajas. Si se realiza a la perfección, esta parte del proceso no debe exceder los cinco minutos. Si se tiene flojera de ir a la cocina por un cuchillo, o por una tijera grande, y se opta por la tijerita de uñas del baño más próximo, pasan a ser 45 minutos de esfuerzo tragicómico. La esposa de uno comienza a burlarse en ese momento: debe pasársela por alto. La cosa está clara: el orgullo está en juego.
El cosquilleo de la espalda también debe ignorarse. Lo mismo ha de hacerse cuando comiencen las punzadas en la columna. Las cajas desarmadas han dejado ya, a estas alturas, 96 piezas de madera y 248 de metal, entre varas, ángulos, mancuernas, tornillos, pernos y clavos, esparcidas por el suelo de la habitación elegida (es el cuarto de huéspedes).
Haber extraviado las baterías del desarmador electrónico puede ser un problema. Se sufre como tal y se continúa: el tiempo crece, pasa la mañana, la lluvia se detiene pero ya resulta irrelevante, viene la tarde, la noche. Uno martilla, enrosca, dobla, encaja, entornilla, sujeta, presiona, levanta, deja caer, recuenta los tornillos, recuenta las tuercas, extravía el martillo, quiebra el desarmador.
Cuando el esqueleto del mueble está listo para sostenerse en pie, el esqueleto de uno ha olvidado cómo hacerlo. Tampoco es relevante: el ser humano es un constructor por naturaleza, el operario amateur está en su salsa. Un dolor crepitante bajo la última costilla derecha es la señal de una victoria inminente. Calambres en las manos, el asomo de una hernia debajo del ombligo, leve parálisis lumbar, el caracoleo de un músculo tenso, cada vez más parecido al rigor mortis: la paradoja de la vitalidad en plenitud.
Cuando la cama está en pie, en medio de la habitación, el ejecutante intenta erguirse sin éxito. De cada hueso del cuerpo sale un grito de horror; de cada articulación, un crujido (los peruanos los llamamos conejos: evito la palabra para no traer a colación a ninguna señorita de París: bastante mal queda Cortázar ya sin esa doble implicación).
Al día siguiente se hace una cita con el traumatólogo. En las próximas semanas se visita al neurólogo (fibromialgia), al reumatólogo (artritis), al fisioterapeuta (cuántas extremidades tiene el cuerpo humano), al entrenador personal (un viejito retirado, experto con las manos, que no sabrá cómo resolver el problema), al generalista (muchas veces). Por suerte, por las noches, la casa ya cuenta con una cama extra. Desde allí escribo este post: mi testamento.
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Se revisa cuidadosamente el catálogo de Ikea. Se elige la pieza adecuada. Se toma la firme decisión de conducir una camioneta rentada en U-haul hasta las afueras de Boston, comprar la cama y traerla armada.
Pero se opta por lo que a primera vista es más cómodo: pagarla on-line, esperar que llegue desarmada en varias cajas por correo y luego contratar a alguien que la arme. De preferencia un anciano retirado pero experto con las manos, que solucionará el problema en dos patadas.
La carga llega, pero es un día de lluvia y uno se da cuenta de que no puede dejar las cajas a la intemperie: procede, entonces, a levantarlas, todas, una por una, incluso la que está marcada "heavy: more than 100 lbs", con una cinta amarilla y negra como las que se ponen en la escena del crimen.
Cuando la operación comienza, el cuerpo del aventurero está relajado; al terminar, el verano de Maine ya lo hizo sudar: los músculos calientes, en el fondo, no saben lo que está pasando. El cerebro tampoco. De allí que uno decida levantar las cajas una vez más, treparlas al hombro, subir la escalera una, dos, tres, cuatro veces.
Se cortan las cajas. Si se realiza a la perfección, esta parte del proceso no debe exceder los cinco minutos. Si se tiene flojera de ir a la cocina por un cuchillo, o por una tijera grande, y se opta por la tijerita de uñas del baño más próximo, pasan a ser 45 minutos de esfuerzo tragicómico. La esposa de uno comienza a burlarse en ese momento: debe pasársela por alto. La cosa está clara: el orgullo está en juego.
El cosquilleo de la espalda también debe ignorarse. Lo mismo ha de hacerse cuando comiencen las punzadas en la columna. Las cajas desarmadas han dejado ya, a estas alturas, 96 piezas de madera y 248 de metal, entre varas, ángulos, mancuernas, tornillos, pernos y clavos, esparcidas por el suelo de la habitación elegida (es el cuarto de huéspedes).
Haber extraviado las baterías del desarmador electrónico puede ser un problema. Se sufre como tal y se continúa: el tiempo crece, pasa la mañana, la lluvia se detiene pero ya resulta irrelevante, viene la tarde, la noche. Uno martilla, enrosca, dobla, encaja, entornilla, sujeta, presiona, levanta, deja caer, recuenta los tornillos, recuenta las tuercas, extravía el martillo, quiebra el desarmador.
Cuando el esqueleto del mueble está listo para sostenerse en pie, el esqueleto de uno ha olvidado cómo hacerlo. Tampoco es relevante: el ser humano es un constructor por naturaleza, el operario amateur está en su salsa. Un dolor crepitante bajo la última costilla derecha es la señal de una victoria inminente. Calambres en las manos, el asomo de una hernia debajo del ombligo, leve parálisis lumbar, el caracoleo de un músculo tenso, cada vez más parecido al rigor mortis: la paradoja de la vitalidad en plenitud.
Cuando la cama está en pie, en medio de la habitación, el ejecutante intenta erguirse sin éxito. De cada hueso del cuerpo sale un grito de horror; de cada articulación, un crujido (los peruanos los llamamos conejos: evito la palabra para no traer a colación a ninguna señorita de París: bastante mal queda Cortázar ya sin esa doble implicación).
Al día siguiente se hace una cita con el traumatólogo. En las próximas semanas se visita al neurólogo (fibromialgia), al reumatólogo (artritis), al fisioterapeuta (cuántas extremidades tiene el cuerpo humano), al entrenador personal (un viejito retirado, experto con las manos, que no sabrá cómo resolver el problema), al generalista (muchas veces). Por suerte, por las noches, la casa ya cuenta con una cama extra. Desde allí escribo este post: mi testamento.
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21.8.10
In memoriam
Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010)
En el laberinto de estupendas idiosincrasias de la narrativa argentina en la segunda mitad del siglo veinte, uno de los escritores más originales y atendibles fue el novelista Rodolfo Fogwill. Lo sigo en pasado no porque su obra haya dejado de ser central, sino porque Fogwill ha muerto hoy, a los 69 años de edad.
Muchos rasgos de su literatura lo hacen ver afín a autores de generaciones posteriores a la suya: Fogwill tenía los ojos abiertos y los oídos afinados en las frecuencias del mundo pop; los asuntos propios de la juventud contemporánea aparecían en sus relatos a menudo; esa marca generacional que en la Argentina de los ochentas fue la guerra de las Malvinas tuvo su primera representación literaria magistral en una novela suya, Los pichiciegos.
Sociólogo de profesión, y por un tiempo considerable profesor de esa disciplina en la Universidad de Buenos Aires, Fogwill fue también un exitoso publicista. Si este fuera momento para ironías, recordaríamos una señal que lo distingue de muchos escritores más jóvenes: él, apenas pudo ejercer la literatura sin tener que desempeñar otros oficios, renunció a las agencias de publicidad para volverse un verdadero creador (y no un "creativo") a tiempo completo.
El cuento que le permitió empezar esa independencia, al ganar un concurso patricinado por Coca Cola (siguen las ironías), fue el célebre Muchacha punk, casi una novela corta, acaso la mejor demostración retrospectiva de que, después de todo, no era tan imposible tener más de una marca existencialista y al mismo tiempo desbordar sentido del humor.
Además de la divertidísima sintaxis anglo-hispana que es su característica más memorable, Muchacha punk tiene otro rasgo difícil de olvidar [spoiler alert]: ese momento en que el personaje-narrador confiesa que toda la historia es falsa, que todo es producto de su imaginación, que incluso "su" muchacha punk es un invento privado, y, sin embargo, la confesión no arruina la veracidad del relato, sino que le suma patetismo, hace toda la anécdota doblemente triste, doblemente dolorosa y, a la vez, doblemente cómica. Una suerte de "esto no es una pipa pero su humo me ha hinchado los pulmones".
Comencé a leer a Fogwill hace años por recomendación de Peter Elmore, en cuyas novelas más recientes es posible encontrar las huellas del argentino. Ojalá muchos otros escritores latinomaericanos lo descubrieran también y se dejaran invadir por él, por su fantasma.
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En el laberinto de estupendas idiosincrasias de la narrativa argentina en la segunda mitad del siglo veinte, uno de los escritores más originales y atendibles fue el novelista Rodolfo Fogwill. Lo sigo en pasado no porque su obra haya dejado de ser central, sino porque Fogwill ha muerto hoy, a los 69 años de edad.
Muchos rasgos de su literatura lo hacen ver afín a autores de generaciones posteriores a la suya: Fogwill tenía los ojos abiertos y los oídos afinados en las frecuencias del mundo pop; los asuntos propios de la juventud contemporánea aparecían en sus relatos a menudo; esa marca generacional que en la Argentina de los ochentas fue la guerra de las Malvinas tuvo su primera representación literaria magistral en una novela suya, Los pichiciegos.
Sociólogo de profesión, y por un tiempo considerable profesor de esa disciplina en la Universidad de Buenos Aires, Fogwill fue también un exitoso publicista. Si este fuera momento para ironías, recordaríamos una señal que lo distingue de muchos escritores más jóvenes: él, apenas pudo ejercer la literatura sin tener que desempeñar otros oficios, renunció a las agencias de publicidad para volverse un verdadero creador (y no un "creativo") a tiempo completo.
El cuento que le permitió empezar esa independencia, al ganar un concurso patricinado por Coca Cola (siguen las ironías), fue el célebre Muchacha punk, casi una novela corta, acaso la mejor demostración retrospectiva de que, después de todo, no era tan imposible tener más de una marca existencialista y al mismo tiempo desbordar sentido del humor.
Además de la divertidísima sintaxis anglo-hispana que es su característica más memorable, Muchacha punk tiene otro rasgo difícil de olvidar [spoiler alert]: ese momento en que el personaje-narrador confiesa que toda la historia es falsa, que todo es producto de su imaginación, que incluso "su" muchacha punk es un invento privado, y, sin embargo, la confesión no arruina la veracidad del relato, sino que le suma patetismo, hace toda la anécdota doblemente triste, doblemente dolorosa y, a la vez, doblemente cómica. Una suerte de "esto no es una pipa pero su humo me ha hinchado los pulmones".
Comencé a leer a Fogwill hace años por recomendación de Peter Elmore, en cuyas novelas más recientes es posible encontrar las huellas del argentino. Ojalá muchos otros escritores latinomaericanos lo descubrieran también y se dejaran invadir por él, por su fantasma.
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19.8.10
Bienamados
Candidatos con un plan perfecto
"O Bem-Amado" es el título inolvidable de una telenovela brasileña de los años setenta, dirigida por Régis Cardoso con una historia adaptada de una obra teatral de Dias Gomes, "Odorico o Bem-Amado ou Os Mistérios do Amor e da Morte".
El protagonista era un alcalde electo que había cifrado toda su campaña y el posible éxito de su gobierno municipal en la construcción de un cementerio, para encontrarse después con que ningún habitante del pueblo de Sucupira pasaba a mejor vida. Corrupto como nadie, la solución planeada por Odorico fue, claro está, encargarse él mismo de abastecer de muertos al nuevo camposanto.
Odorico, también se entiende, veía el éxito o el fracaso de su periodo en la alcaldía como el momento que decidiría el futuro de su carrera política. La idea de la novela era elemental y clara: ¿qué cosas no es capaz de hacer un político cuando del éxito aparente de su gestión depende todo su porvenir.
En la literatura, los alcaldes suelen ser más parejamente corruptos que en la realidad: desde Lope de Vega hasta Machado de Assis y desde Ricardo Palma hasta Fernando Vallejo, los alcaldes suelen ser sucios, embusteros, mentirosos, embaucadores.
Como soy de aquella estirpe de nefelibatas que confunde realidad y ficción con frecuencia insólita, algo de lo que pienso sobre los alcaldes del mundo tangible lo he aprendido viendo a los alcaldes del mundo abstracto; y casi todo lo que sé sobre los políticos de la realidad, lo he sacado de cuentos y novelas (y telenovelas).
La campaña municipal limeña es seguida por los medios de prensa nacionales como si fuera una elección presidencial. Eso, por un lado, es parte de la enfermedad del centralismo, que nos hace ver a Lima como si fuera el Perú (y aquí asoma otra sombra literaria: la de Abraham Valdelomar).
Pero la confusión no es solo confusión, o al menos no está escindida de un fundamento verificable: los candidatos favoritos a la alcaldía limeña son en su mayoría políticos que aspiran a la presidencia y que ven en la Municipalidad de Lima --que por algo está a la diestra del Palacio de Gobierno, como por algo está la Catedral a su siniestra-- un trampolín a la presidencia de la república.
¿Basados en qué estupendo raciocinio creen nuestros políticos que ocupar la silla de Nicolás de Rivera los llevará a capturar la casa de Francisco Pizarro? Vaya uno a saber. Lo mismo pensaron Luis Bedoya Reyes, Alfonso Barrantes, Eduardo Orrego, Ricardo Belmont, Alberto Andrade, Jorge del Castillo.
Todos ellos fueron alcaldes de Lima. Cuatro de los seis fueron candidatos presidenciales. Los dos restantes fueron candidatos vicepresidenciales. Ninguno ganó una elección nacional. Ningún ex-alcalde de Lima ha ganado la presidencia de la república desde que lo hiciera Luis Antonio Eguiguren en 1936. E incluso él no llegó a gobernar porque su elección fue desconocida por el gobierno en ejercicio.
Antes de eso, en 1912, Guillermo Billinghurst, alcalde de Lima, alcanzó la presidencia, pero no mediante una elección, sino forzando al Congreso con una huelga general. Salvo que algún dato se me escape, existe solamente un caso en que un alcalde o ex-alcalde de Lima logró la presidencia de la república mediante una elección democrática y la ejerció: fue Manuel Pardo y Lavalle... ¡en 1872!
El asunto es que nuestros sagaces políticos siguen pensando, quizá desde entonces, por algún motivo insondable, que la alcaldía capitalina es la puerta directa de acceso al poder nacional. Izquierdistas, derechistas, progresistas, reaccionarios, populistas de todas las tallas y colores, piensan lo mismo. Sería triste preguntarse siquiera qué clase de mensaje envían a las provincias con ese razonamiento primario y obtuso.
Y más triste aun es preguntarse qué clase de gobierno municipal hace un político que sabe que ese cargo no es para él sino el pasaje y el trampolín para un objetivo distinto. ¿Qué proyectos inútiles y populistas construyen esos bienamados? ¿Cuántas carrozas ponen por delante de los caballos cuando la promoción de su imagen les resulta más imperativa que ejercer un gobierno local capaz de sentar bases a largo plazo, de esas que no se notan al par de años, de esas que no ayudan en las encuestas?
Lima se merece alcaldes que piensen en ella como objetivo final, así como el Perú se merece presidencias que piensen en el país completo. Sospecho que desde hace varias décadas hemos visto muy poco de esas dos cosas.
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"O Bem-Amado" es el título inolvidable de una telenovela brasileña de los años setenta, dirigida por Régis Cardoso con una historia adaptada de una obra teatral de Dias Gomes, "Odorico o Bem-Amado ou Os Mistérios do Amor e da Morte".
El protagonista era un alcalde electo que había cifrado toda su campaña y el posible éxito de su gobierno municipal en la construcción de un cementerio, para encontrarse después con que ningún habitante del pueblo de Sucupira pasaba a mejor vida. Corrupto como nadie, la solución planeada por Odorico fue, claro está, encargarse él mismo de abastecer de muertos al nuevo camposanto.
Odorico, también se entiende, veía el éxito o el fracaso de su periodo en la alcaldía como el momento que decidiría el futuro de su carrera política. La idea de la novela era elemental y clara: ¿qué cosas no es capaz de hacer un político cuando del éxito aparente de su gestión depende todo su porvenir.
En la literatura, los alcaldes suelen ser más parejamente corruptos que en la realidad: desde Lope de Vega hasta Machado de Assis y desde Ricardo Palma hasta Fernando Vallejo, los alcaldes suelen ser sucios, embusteros, mentirosos, embaucadores.
Como soy de aquella estirpe de nefelibatas que confunde realidad y ficción con frecuencia insólita, algo de lo que pienso sobre los alcaldes del mundo tangible lo he aprendido viendo a los alcaldes del mundo abstracto; y casi todo lo que sé sobre los políticos de la realidad, lo he sacado de cuentos y novelas (y telenovelas).
La campaña municipal limeña es seguida por los medios de prensa nacionales como si fuera una elección presidencial. Eso, por un lado, es parte de la enfermedad del centralismo, que nos hace ver a Lima como si fuera el Perú (y aquí asoma otra sombra literaria: la de Abraham Valdelomar).
Pero la confusión no es solo confusión, o al menos no está escindida de un fundamento verificable: los candidatos favoritos a la alcaldía limeña son en su mayoría políticos que aspiran a la presidencia y que ven en la Municipalidad de Lima --que por algo está a la diestra del Palacio de Gobierno, como por algo está la Catedral a su siniestra-- un trampolín a la presidencia de la república.
¿Basados en qué estupendo raciocinio creen nuestros políticos que ocupar la silla de Nicolás de Rivera los llevará a capturar la casa de Francisco Pizarro? Vaya uno a saber. Lo mismo pensaron Luis Bedoya Reyes, Alfonso Barrantes, Eduardo Orrego, Ricardo Belmont, Alberto Andrade, Jorge del Castillo.
Todos ellos fueron alcaldes de Lima. Cuatro de los seis fueron candidatos presidenciales. Los dos restantes fueron candidatos vicepresidenciales. Ninguno ganó una elección nacional. Ningún ex-alcalde de Lima ha ganado la presidencia de la república desde que lo hiciera Luis Antonio Eguiguren en 1936. E incluso él no llegó a gobernar porque su elección fue desconocida por el gobierno en ejercicio.
Antes de eso, en 1912, Guillermo Billinghurst, alcalde de Lima, alcanzó la presidencia, pero no mediante una elección, sino forzando al Congreso con una huelga general. Salvo que algún dato se me escape, existe solamente un caso en que un alcalde o ex-alcalde de Lima logró la presidencia de la república mediante una elección democrática y la ejerció: fue Manuel Pardo y Lavalle... ¡en 1872!
El asunto es que nuestros sagaces políticos siguen pensando, quizá desde entonces, por algún motivo insondable, que la alcaldía capitalina es la puerta directa de acceso al poder nacional. Izquierdistas, derechistas, progresistas, reaccionarios, populistas de todas las tallas y colores, piensan lo mismo. Sería triste preguntarse siquiera qué clase de mensaje envían a las provincias con ese razonamiento primario y obtuso.
Y más triste aun es preguntarse qué clase de gobierno municipal hace un político que sabe que ese cargo no es para él sino el pasaje y el trampolín para un objetivo distinto. ¿Qué proyectos inútiles y populistas construyen esos bienamados? ¿Cuántas carrozas ponen por delante de los caballos cuando la promoción de su imagen les resulta más imperativa que ejercer un gobierno local capaz de sentar bases a largo plazo, de esas que no se notan al par de años, de esas que no ayudan en las encuestas?
Lima se merece alcaldes que piensen en ella como objetivo final, así como el Perú se merece presidencias que piensen en el país completo. Sospecho que desde hace varias décadas hemos visto muy poco de esas dos cosas.
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18.8.10
Bukowski
Y la confusa idealización de un escritor
Una de las formas más extrañas de la adulación literaria es la de quienes idolatran a un escritor no por lo que escribe sino por lo que parece representar como individuo, particularmente cuando pocos de los idolatras se interesan por saber cómo fue el individuo en realidad y muchos caerían petrificados en su sitio si lo descubrieran.
Tomemos como ejemplo a Charles Bukowski, uno de los próceres del underground californiano, ubicuamente iconizado por rebeldes, contestatarios, subterráneos, marginales y seudo-revolucionarios, que lo toman como una suerte de anti-héroe romántico, de mártir de los extramuros y príncipe caído de los inconformes.
Bukowski, un escritor hepático y divertido, no un genio, acaso tan injustamente ninguneado por los académicos como glorificado por los anti-académicos, era un amasijo de resentimientos y belicosidades que lindaban con lo patológico. Es difícil atravesar diez páginas suyas sin toparse con singulares desplantes de beligerancia gratuita, machismo vulgar y chauvinismo a mansalva.
Políticamente, lo poco que se sabe de Bukowski con alguna certeza es que coqueteó con el nazismo en diversos momentos de su vida. Lo hizo desde muy joven, formando parte de dos distintas organizaciones hitlerianas en los Estados Unidos (Bukowski era alemán de nacimiento), y lo siguió haciendo de adulto e incluso de viejo, en los años setentas, según los testimonios de un biógrafo que fue su amigo, Ben Pleasants, quien dedicó al tema un capítulo entero de su libro Visceral Bukowski: Inside the Sniper Landscape of L.A. Writers }. (El capítulo está reproducido aquí).
Las escuetas biografías periodísticas de Bukowski anotan que, siendo aún muy joven, en 1942, fue arrestado por las autoridades americanas por evadir el servicio militar, y que esa evasión se debió a que Bukowski no quería luchar en contra del país de su familia y de su cuna. El dato es incompleto: las autoridades estaban tras la huella de Bukowski por saberlo parte del German-American Bund y del America First Committee, ambos grupos americanos de apoyo al régimen alemán.
Aún en 1974, en una conversación, Bukowski criticó a Pleasants por objetar la admiración que el novelista sentía hacia Hitler. "¿Qué tiene de malo Hitler?", le preguntó Bukowswki, según recuerda Pleasants: "¿Acaso lo has leído?".
Pleasants, en efecto, leyó después a Hitler por pedido de Bukowski, y encontró en Mein Kampf una serie de observaciones sobre la relación entre Hitler y su padre que le recordaron las cosas que Bukowski decía y escribía sobre su propia relación con su padre, el germano-americano Heinrich Bukowski. Pleasants le hizo notar las semejanzas a Bukowski. La respuesta fue escueta: "Lo sé".
Pleasants no se reduce al relato de conversaciones personales (grabadas con expreso permiso del escritor), sino que hace notar el rastro del delirio pro-nazi en la obra de Bukowski. Su novela Hollywood, por ejemplo, describe a la clase explotadora de la industria del cine americano en párrafos como este:
"There we were down at the harbor, driving past the boats. Most of them were sailboats and people were fiddling about on deck. They were dressed in their special sailing clothes: caps, dark shades. Somehow, most of them had apparently escaped the daily grind of living. Such were the rewards of the Chosen in the land of the free. After a fashion, those people looked silly to me. And, of course, I was not even in their thoughts."
"Las recompensas de los Elegidos en la tierra de los libres": para Bukowski, la gran enfermedad de los Estados Unidos, que él emblematizaba en el microcosmos de Hollywood, era que el poder real estaba en manos de los judíos. El tono de esa paranoia es conocido; el lenguaje no es menos típico: es la norma del antisemitismo. Esa novela es de 1989, cinco años antes de la muerte de Bukowski. Eso completa el círculo: cincuenta años de rumiar los mismos prejucios.
Quienes glorifican a Charles Bukowski parecen ver en él una especie de kamikaze de la plena independencia "anti-sistema" (aunque, curiosamente, parece que identifican esa independencia, más que con su obra, con el cuadro de alcoholismo que Bukowski presentó desde la adolescencia). Y no cabe duda de que Bukowski tuvo mucho de marginal y de contestatario. Pero lo otro también es parte de su visión del mundo, y es, además, lamentablemente, de las pocas cosas explícitamente políticas que marcaron parte de su vida y su obra. ¿Eso no cuenta? ¿Se puede ser un admirador de Hitler y un adalid de la progresía rebelde al mismo tiempo?
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Una de las formas más extrañas de la adulación literaria es la de quienes idolatran a un escritor no por lo que escribe sino por lo que parece representar como individuo, particularmente cuando pocos de los idolatras se interesan por saber cómo fue el individuo en realidad y muchos caerían petrificados en su sitio si lo descubrieran.
Tomemos como ejemplo a Charles Bukowski, uno de los próceres del underground californiano, ubicuamente iconizado por rebeldes, contestatarios, subterráneos, marginales y seudo-revolucionarios, que lo toman como una suerte de anti-héroe romántico, de mártir de los extramuros y príncipe caído de los inconformes.
Bukowski, un escritor hepático y divertido, no un genio, acaso tan injustamente ninguneado por los académicos como glorificado por los anti-académicos, era un amasijo de resentimientos y belicosidades que lindaban con lo patológico. Es difícil atravesar diez páginas suyas sin toparse con singulares desplantes de beligerancia gratuita, machismo vulgar y chauvinismo a mansalva.
Políticamente, lo poco que se sabe de Bukowski con alguna certeza es que coqueteó con el nazismo en diversos momentos de su vida. Lo hizo desde muy joven, formando parte de dos distintas organizaciones hitlerianas en los Estados Unidos (Bukowski era alemán de nacimiento), y lo siguió haciendo de adulto e incluso de viejo, en los años setentas, según los testimonios de un biógrafo que fue su amigo, Ben Pleasants, quien dedicó al tema un capítulo entero de su libro Visceral Bukowski: Inside the Sniper Landscape of L.A. Writers }. (El capítulo está reproducido aquí).
Las escuetas biografías periodísticas de Bukowski anotan que, siendo aún muy joven, en 1942, fue arrestado por las autoridades americanas por evadir el servicio militar, y que esa evasión se debió a que Bukowski no quería luchar en contra del país de su familia y de su cuna. El dato es incompleto: las autoridades estaban tras la huella de Bukowski por saberlo parte del German-American Bund y del America First Committee, ambos grupos americanos de apoyo al régimen alemán.
Aún en 1974, en una conversación, Bukowski criticó a Pleasants por objetar la admiración que el novelista sentía hacia Hitler. "¿Qué tiene de malo Hitler?", le preguntó Bukowswki, según recuerda Pleasants: "¿Acaso lo has leído?".
Pleasants, en efecto, leyó después a Hitler por pedido de Bukowski, y encontró en Mein Kampf una serie de observaciones sobre la relación entre Hitler y su padre que le recordaron las cosas que Bukowski decía y escribía sobre su propia relación con su padre, el germano-americano Heinrich Bukowski. Pleasants le hizo notar las semejanzas a Bukowski. La respuesta fue escueta: "Lo sé".
Pleasants no se reduce al relato de conversaciones personales (grabadas con expreso permiso del escritor), sino que hace notar el rastro del delirio pro-nazi en la obra de Bukowski. Su novela Hollywood, por ejemplo, describe a la clase explotadora de la industria del cine americano en párrafos como este:
"There we were down at the harbor, driving past the boats. Most of them were sailboats and people were fiddling about on deck. They were dressed in their special sailing clothes: caps, dark shades. Somehow, most of them had apparently escaped the daily grind of living. Such were the rewards of the Chosen in the land of the free. After a fashion, those people looked silly to me. And, of course, I was not even in their thoughts."
"Las recompensas de los Elegidos en la tierra de los libres": para Bukowski, la gran enfermedad de los Estados Unidos, que él emblematizaba en el microcosmos de Hollywood, era que el poder real estaba en manos de los judíos. El tono de esa paranoia es conocido; el lenguaje no es menos típico: es la norma del antisemitismo. Esa novela es de 1989, cinco años antes de la muerte de Bukowski. Eso completa el círculo: cincuenta años de rumiar los mismos prejucios.
Quienes glorifican a Charles Bukowski parecen ver en él una especie de kamikaze de la plena independencia "anti-sistema" (aunque, curiosamente, parece que identifican esa independencia, más que con su obra, con el cuadro de alcoholismo que Bukowski presentó desde la adolescencia). Y no cabe duda de que Bukowski tuvo mucho de marginal y de contestatario. Pero lo otro también es parte de su visión del mundo, y es, además, lamentablemente, de las pocas cosas explícitamente políticas que marcaron parte de su vida y su obra. ¿Eso no cuenta? ¿Se puede ser un admirador de Hitler y un adalid de la progresía rebelde al mismo tiempo?
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13.8.10
Educar a los marginadores
Sobre Hilaria Supa y la Comisión de Educación del Congreso
Los líderes del Apra y del fujimorismo en el Congreso decidieron que aquellos asuntos que a ellos les parecen secundarios, accesorios, postergables y, mejor aun, del todo olvidables, fueran a parar, todos juntos, a una misma comisión. El resultado fue la creación de la Comisión de Educación, Ciencia, Tecnología, Cultura, Patrimonio Cultural, Juventud y Deporte.
Como nadie en esos grupos quiso hacerse cargo de ella, la presidencia fue a dar a manos de una congresista de otra bancada, Hilaria Supa. Y ahora aparecen los serios observadores políticos a decir que ese nombramiento es una afrenta porque la congresista no está capacitada para ejercer el cargo, en vista de su escasa educación formal y su, según dicen, frágil conocimiento del español (la congresista Supa es quechuahablante).
En una columna de opinión, León Trahtemberg hace notar que esos mismos comentaristas no dicen esta boca es mía en las incontables oportunidades en que las presidencias de otras comisiones son puestas en manos de otros congresistas no especializados en los temas puntuales de dichos grupos de trabajo y hace notar, no sin agudeza, que hasta donde él recuerda Supa no cojea del pie de la inmoralidad y la corrupción que del que sí cojean tantos otros legisladores que ocupan cargos análogos.
Mi amiga Patricia del Río, en otra columna de opinión, alega que la crítica de los que se oponen al acceso de Supa al cargo puede ser vista, básicamente, como una forma de segregación o de marginalización contra una persona que proviene del campesinado andino quechuahablante y que lo representa. Poner a Supa en ese puesto, observa Patricia, es colocar allí a alguien que ha experimentado el lado más siniestro del sistema educativo peruano, es decir, precisamente, el de su casi imposible accesibilidad para los peruanos más pobres.
El problema, por supuesto, va mucho más allá de la coyuntura. El sistema político peruano es una democracia representativa abierta. El Congreso no es una conjunción de cuerpos especializados y por tanto sus miembros no son elegidos por su conocimiento técnico, científico o humanista. Si se respeta ese sistema, en el que se otorga participación, como debe ser, a todos los peruanos que cumplan los requisitos legales de edad, y no se exige ningún otro, no tiene sentido alguno criticar a posteriori el hecho de que ciertos congresistas accedan a ciertas comisiones.
Esto quiere decir que, incluso si se ejerciera perfectamente y en las condiciones más deseables, es decir, por ejemplo, en un Perú en el que el 100% de la población tuviera acceso real a la educiación escolar en su lengua natal y posibilidades objetivas de cursar estudios universitarios, aun así nuestros congresistas no serían electos en función de su conocimiento académico, sino en función de aquello que representan, aquellos a quienes representan y, inalienablemente, su experiencia de vida.
La congresista Supa, por ejemplo, puede no haber gozado del acceso a la educación del que, creo entender, han disfrutado la mayoría de los miembros del Congreso, pero tiene más contacto que cualquiera de ellos con varias experiencias que es absolutamente vital considerar si se quiere hacer algo práctico por democratizar nuestro sistema educativo: es una mujer autodidacta, es hablante de una lengua nativa distinta del español, y es alguien que tiene un conocimiento real de la forma en que nuestro sistema educativo actual conserva y promueve una organización social en que la lengua y la etnia deciden quién es central y quién es marginal.
Por supuesto, uno podría caer en el argumento ad hominem fácilmente: ¿quién de los que critican la elección de la congresista Supa es un especialista en educación? No es necesario llegar a eso y, además, como dije, el Congreso no es una conferencia de especialistas. Bastaría con preguntar quién en el Congreso tiene un mayor compromiso personal con los temas a los que aludí antes. Si lo hay, será mi candidato. Mientras no lo haya, la congresista Supa está más que bien.
Ya tuvimos no sólo una comisión, sino todo un Congreso presidido por una supuestamente prestigiosa y sesuda especialista en estos temas, la doctora Martha Hildebrandt. Creo recordar que durante sus años como una de las cabezas más visibles de la dictadura de Fujimori fue cuando más se hizo para convertir al Perú en un país donde la educación se considera poco importante, el conocimiento es visto como decorativo y la intelectualidad es más una mácula que una virtud.
Yo, que también soy un académico, no veo mayor problema en que se dé esta oportunidad para que la Comisión de Educación del Congreso quede en manos de alguien que no entienda la educación como un adorno secundario, sino como un verdadero instrumento de progreso, de superación y de democratización. Algo en la vida de la congresista Hilaria Supa --algo en esa parte de su biografía donde dice "autodidacta"-- me dice que ella puede ser esa persona.
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Los líderes del Apra y del fujimorismo en el Congreso decidieron que aquellos asuntos que a ellos les parecen secundarios, accesorios, postergables y, mejor aun, del todo olvidables, fueran a parar, todos juntos, a una misma comisión. El resultado fue la creación de la Comisión de Educación, Ciencia, Tecnología, Cultura, Patrimonio Cultural, Juventud y Deporte.
Como nadie en esos grupos quiso hacerse cargo de ella, la presidencia fue a dar a manos de una congresista de otra bancada, Hilaria Supa. Y ahora aparecen los serios observadores políticos a decir que ese nombramiento es una afrenta porque la congresista no está capacitada para ejercer el cargo, en vista de su escasa educación formal y su, según dicen, frágil conocimiento del español (la congresista Supa es quechuahablante).
En una columna de opinión, León Trahtemberg hace notar que esos mismos comentaristas no dicen esta boca es mía en las incontables oportunidades en que las presidencias de otras comisiones son puestas en manos de otros congresistas no especializados en los temas puntuales de dichos grupos de trabajo y hace notar, no sin agudeza, que hasta donde él recuerda Supa no cojea del pie de la inmoralidad y la corrupción que del que sí cojean tantos otros legisladores que ocupan cargos análogos.
Mi amiga Patricia del Río, en otra columna de opinión, alega que la crítica de los que se oponen al acceso de Supa al cargo puede ser vista, básicamente, como una forma de segregación o de marginalización contra una persona que proviene del campesinado andino quechuahablante y que lo representa. Poner a Supa en ese puesto, observa Patricia, es colocar allí a alguien que ha experimentado el lado más siniestro del sistema educativo peruano, es decir, precisamente, el de su casi imposible accesibilidad para los peruanos más pobres.
El problema, por supuesto, va mucho más allá de la coyuntura. El sistema político peruano es una democracia representativa abierta. El Congreso no es una conjunción de cuerpos especializados y por tanto sus miembros no son elegidos por su conocimiento técnico, científico o humanista. Si se respeta ese sistema, en el que se otorga participación, como debe ser, a todos los peruanos que cumplan los requisitos legales de edad, y no se exige ningún otro, no tiene sentido alguno criticar a posteriori el hecho de que ciertos congresistas accedan a ciertas comisiones.
Esto quiere decir que, incluso si se ejerciera perfectamente y en las condiciones más deseables, es decir, por ejemplo, en un Perú en el que el 100% de la población tuviera acceso real a la educiación escolar en su lengua natal y posibilidades objetivas de cursar estudios universitarios, aun así nuestros congresistas no serían electos en función de su conocimiento académico, sino en función de aquello que representan, aquellos a quienes representan y, inalienablemente, su experiencia de vida.
La congresista Supa, por ejemplo, puede no haber gozado del acceso a la educación del que, creo entender, han disfrutado la mayoría de los miembros del Congreso, pero tiene más contacto que cualquiera de ellos con varias experiencias que es absolutamente vital considerar si se quiere hacer algo práctico por democratizar nuestro sistema educativo: es una mujer autodidacta, es hablante de una lengua nativa distinta del español, y es alguien que tiene un conocimiento real de la forma en que nuestro sistema educativo actual conserva y promueve una organización social en que la lengua y la etnia deciden quién es central y quién es marginal.
Por supuesto, uno podría caer en el argumento ad hominem fácilmente: ¿quién de los que critican la elección de la congresista Supa es un especialista en educación? No es necesario llegar a eso y, además, como dije, el Congreso no es una conferencia de especialistas. Bastaría con preguntar quién en el Congreso tiene un mayor compromiso personal con los temas a los que aludí antes. Si lo hay, será mi candidato. Mientras no lo haya, la congresista Supa está más que bien.
Ya tuvimos no sólo una comisión, sino todo un Congreso presidido por una supuestamente prestigiosa y sesuda especialista en estos temas, la doctora Martha Hildebrandt. Creo recordar que durante sus años como una de las cabezas más visibles de la dictadura de Fujimori fue cuando más se hizo para convertir al Perú en un país donde la educación se considera poco importante, el conocimiento es visto como decorativo y la intelectualidad es más una mácula que una virtud.
Yo, que también soy un académico, no veo mayor problema en que se dé esta oportunidad para que la Comisión de Educación del Congreso quede en manos de alguien que no entienda la educación como un adorno secundario, sino como un verdadero instrumento de progreso, de superación y de democratización. Algo en la vida de la congresista Hilaria Supa --algo en esa parte de su biografía donde dice "autodidacta"-- me dice que ella puede ser esa persona.
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9.8.10
Otra vez El Averno
¿Cómo es la historia de este centro limeño?
Hay en la calle Quilca, en el Centro de Lima, un centro cultural conocido sobre todo por artistas plásticos y poetas, llamado El Averno, que funciona desde hace años con lo que parece ser una secuencia eterna de recitales, exposiciones, mesas redondas, performances, etc.
En el campo de las artes plásticas, todo indica que con frecuencia El Averno da pie con bola y organiza cosas que llaman la atención de muchos, incluyendo artistas de trabajo serio y críticos de los más reputados.
En literatura, también hay que decirlo, El Averno levanta unas de cal y otras de arena y, en sus peores momentos, suele servir de escenario para las más estrafalarias demostraciones de esa rara variante de conservadurismo populachero y punkequería llorona que es el underground limeño.
Así que esto está claro: nada de lo que escribo a continuación lo escribo por simpatía.
Desde hace ya algunos años, El Averno es objeto de esporádicas intervenciones policiales. Si la memoria no me falla, cuando comenzaron estaba más o menos claro que el problema era un conflicto entre los directores del Centro Cultural y los dueños del local donde funciona, y que ese conflcto estaba estrictamente relacionado con la propiedad y el alquiler del sitio.
Desde entonces, se han producido dos cosas que hacen la figura menos transparente: por un lado, una serie de artistas y poetas vinculados con El Averno insisten en que las intervenciones policiales no tienen que ver con ese conflicto civil, sino con la intención del gobierno y de la Municipalidad de Lima de silenciar las actividades de un centro cultural contestario y alternativo. Por otro lado, las intervenciones policiales parecen haberse convertido en rutina, sin que se produzca un desalojo, y, en caso de que los testimonios sean veraces, se han vuelto también gratuitamente violentas.
Vamos por partes. Si hay un problema legal no solucionado, si hay un propietario legítimo del lugar que se está viendo afectado por una ocupación contra su voluntad y está perdiendo dinero por la fuerza, entonces los demás son asuntos ciertamente secundarios: la gente de El Averno debería irse a otro sitio, uno al que tengan derecho legítimo. Y ya.
Pero si ese no es el problema; si el contrato es legítimo y se está cumpliendo, y la policía y la municipalidad están interviniendo El Averno sin directivas claras, sin un objetivo legal visible, sin una orden judicial ni presencia de fiscales, entonces eso debe ser denunciado y debe terminar.
Ni el gobierno municipal ni el nacional tienen derecho a violentar la vida ajena sin una justificación visible y real. Tampoco una asociación de artistas tiene derecho a ponerse por encima del orden legal en nombre de su condición de creadores o de su posición contestataria.
Quienes quieran aclarar qué es lo que pasa (con nombres propios, por favor), tienen este blog para hacerlo cuando deseen.
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Hay en la calle Quilca, en el Centro de Lima, un centro cultural conocido sobre todo por artistas plásticos y poetas, llamado El Averno, que funciona desde hace años con lo que parece ser una secuencia eterna de recitales, exposiciones, mesas redondas, performances, etc.
En el campo de las artes plásticas, todo indica que con frecuencia El Averno da pie con bola y organiza cosas que llaman la atención de muchos, incluyendo artistas de trabajo serio y críticos de los más reputados.
En literatura, también hay que decirlo, El Averno levanta unas de cal y otras de arena y, en sus peores momentos, suele servir de escenario para las más estrafalarias demostraciones de esa rara variante de conservadurismo populachero y punkequería llorona que es el underground limeño.
Así que esto está claro: nada de lo que escribo a continuación lo escribo por simpatía.
Desde hace ya algunos años, El Averno es objeto de esporádicas intervenciones policiales. Si la memoria no me falla, cuando comenzaron estaba más o menos claro que el problema era un conflicto entre los directores del Centro Cultural y los dueños del local donde funciona, y que ese conflcto estaba estrictamente relacionado con la propiedad y el alquiler del sitio.
Desde entonces, se han producido dos cosas que hacen la figura menos transparente: por un lado, una serie de artistas y poetas vinculados con El Averno insisten en que las intervenciones policiales no tienen que ver con ese conflicto civil, sino con la intención del gobierno y de la Municipalidad de Lima de silenciar las actividades de un centro cultural contestario y alternativo. Por otro lado, las intervenciones policiales parecen haberse convertido en rutina, sin que se produzca un desalojo, y, en caso de que los testimonios sean veraces, se han vuelto también gratuitamente violentas.
Vamos por partes. Si hay un problema legal no solucionado, si hay un propietario legítimo del lugar que se está viendo afectado por una ocupación contra su voluntad y está perdiendo dinero por la fuerza, entonces los demás son asuntos ciertamente secundarios: la gente de El Averno debería irse a otro sitio, uno al que tengan derecho legítimo. Y ya.
Pero si ese no es el problema; si el contrato es legítimo y se está cumpliendo, y la policía y la municipalidad están interviniendo El Averno sin directivas claras, sin un objetivo legal visible, sin una orden judicial ni presencia de fiscales, entonces eso debe ser denunciado y debe terminar.
Ni el gobierno municipal ni el nacional tienen derecho a violentar la vida ajena sin una justificación visible y real. Tampoco una asociación de artistas tiene derecho a ponerse por encima del orden legal en nombre de su condición de creadores o de su posición contestataria.
Quienes quieran aclarar qué es lo que pasa (con nombres propios, por favor), tienen este blog para hacerlo cuando deseen.
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6.8.10
Vargas Llosa vs. las culturas, 3
¿El fin de los monumentos literarios?
Hay una especie de postulación paradójica, o involuntariamente irónica, al menos, en quienes defienden las ideas que Vargas Llosa ha puesto una vez más sobre la mesa en el artículo que vengo comentando. Resumo los dos puntos contradictorios así:
1. Por una parte, Vargas Llosa señala al postestructuralismo, y a la filosofía postmodernista en general, con sus variantes y su descendencia en la antropología, la critica cultural, la teoría literaria, etc., como los responsables cruciales (junto a la mecánica de la "especialización") de la de la decadencia de lo canónico, la ubicua desconfianza ante los valores estéticos o morales tradicionales y la pérdida de criterios jerárquicos, ordenadores, en esos terrenos, en el mundo contemporáneo.
2. Por otra parte, Vargas Llosa explica que el postestructuralismo y el pensamiento postmodernista en general son poco menos que ejercicios solipsistas, autorreferenciales, desconectados de la realidad, llevados a cabo por una suerte de monjes laicos que viven encerrados en facultades universitarias sin ventana al mundo exterior, santones de clausura que producen textos que nadie puede comprender porque, en el fondo, nada dicen.
La pregunta es evidente: ¿cómo pueden estos "boys in the bubble" de la academia, escritores ininteligibles de paparuchas sin sentido detectable, cómo pueden, digo, haber operado lo que Vargas Llosa parece percibir como el más radical (y enfermizo) transtorno que hayan sufrido la cultura y las tradiciones occidentales en toda su historia?
Pregunto esto porque parece que habría que elegir: o estamos hablando de discursos vacuos, inconexos, incapaces siquiera de describir parte del mundo correctamente, carentes incluso de la intención de hacerlo, ilegítimos como labor intelectual en cuanto parecen plantear construcciones ideológicas indiferenciables de la mala ficción; o estamos ante discursos altamente influyentes, con la capacidad de transformar los fundamentos del juicio estético, de la opción ética, de la conducta moral, del sentido común y del trato cotidiano con mis semejantes, todo ello a partir de la construcción de alegatos en el seno de la academia.
Mi impresión es que Vargas Llosa está reaccionando ante la molestia que le produce, no una academia desconectada del mundo real (porque tal cosa no es fundamentalmente cierta), sino una academia que no se opone radicalmente a las transformaciones del mundo real: una academia que no reclama con la centralidad de antes un rol de autoridad a nombre de la cultura o las culturas occidentales, una academia que no asume un papel básicamente reaccionario ante la multiculturalidad y que, horror de horrores, a veces se permite proponerla e incentivarla.
Cuando Vargas Llosa (en otro artículo) no se refiere a los hijos de la postmodernidad como portadores del virus de la gran degeneración de "la cultura", se refiere a ellos como "light", y en el campo de la literatura define lo "light" como "leve, ligero, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir".
El problema viene cuando enumera los que él considera autores "light". Por ejemplo, Julian Barnes, Haruki Murakami y Paul Auster. Les reconoce algún "talento", pero los considera autores que escriben sólo para divertir, para entretener, que no exigen mayor "concentración intelectual". En ese punto, claro, uno corre el riesgo del recurso chato, como preguntarle a Vargas Llosa cuál de esos autores ha escrito libros más superficiales, fáciles, ligeros e intelectualmente pasivos que Los cuadernos de don Rigoberto, por ejemplo.
Pero no se trata de hacer eso y devaluar la conversación: mejor será preguntarse cómo puede alguien leer Invisible, la novela más reciente de Paul Auster, o su primera colección de ficciones, La trilogía de New York, y suponer que son sólo entretenimiento ligero. ¿Y en qué consiste la levedad de Murakami? ¿Es Julian Barnes un escribidor y no un escritor, un intelectual?
Vargas Llosa atribuye a la proclividad de los escritores a satisfacer las demandas de consumo ligero del mercado el hecho de que la literatura contemporánea sea mayoritariamente dominada por lo "light". Y dice más: que en nuestro tiempo no se escriben novelas osadas, empresas de aquellas que le dieron brillo al género en sus décadas de oro, en el siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte.
Habría que estar ciego para discutir la afirmación básica: no estamos en los tiempos de Proust y Joyce y es verdad que el mercado influye en todo eso. También es cierto que todos los géneros literarios, y sobre todo los narrativos, han tenido ciclos de vida y de muerte, y que la novela no tiene por qué no correr una suerte parecida. Pero sospecho que ser tan categórico como Vargas Llosa lo es en sus afirmaciones equivale a irrespetar el trabajo de autores como Sebald o Piglia o Roth o McCarthy o Pynchon, por una parte, y a juzgar de manera miope el alcance de la obra de otros como, justamente, Barnes u Auster.
Y todo eso me sorprende porque yo creía entender que el mismo Vargas Llosa, cuando menciona el giro pro-Victo Hugo que ha tomado su obra, reemplazando con lo que él llama "literatura popular culta" la herencia flaubertiana y experimental de sus primeras novelas, está reconociendo que ni el experimento formal evidente ni la gravedad a ultranza equivalen a una mayor ambición que la detectable en narraciones mucho menos complejas en apariencia.
En el fondo, mi impresión es que Vargas Llosa encuentra ligeros, y acaso leves y fáciles, libros que no ostentan en su forma exterior las marcas de la vieja novela, aquella que reclamaba para sí una mirada de respeto ante ella como objeto monumental y como dispositivo ordenador del universo. Es verdad: una novela de Sebald no le dice al lector nunca: "esto que lees es un intento de comprensión de la voluntad de auto-aniquilamiento que abriga en sí la humanidad toda"; una novela de Auster no nos advierte: "he aquí una compleja imbricación de Wittgenstein y Borges, hecha para imaginar qué significa ser alguien en este mundo de engaños superficiales".
Auster y Barnes, como Murakami o Ware, como Chabon o Pyncheon, tienen algo que no tenían Flaubert, Zola, Tolstoi o Dostoievski: tienen una cierta capacidad para desprenderse irónicamente de su posición como autores de ficción, y dar un paso atrás de sus ficciones, y dudar doblemente de sus propios instrumentos, y desestabilizar sus textos con la intuición de que esos textos pueden ser errores, malentendidos o simulacros de comprensión mal encaminados.
Entendiendo así sus propias obras (y esa es una forma de comprensión que tiene mucho que ver con la postmodernidad, claro), dudando de su estatus dentro del mundo del conocimiento, mal pueden pretender construir sus novelas como munumentos y como ocupantes de un sitio privilegiado en la jerarquía de las formas de entendimiento de la cultura. Pero eso no es ligereza: eso es una forma contemporánea de sabiduría.
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Hay una especie de postulación paradójica, o involuntariamente irónica, al menos, en quienes defienden las ideas que Vargas Llosa ha puesto una vez más sobre la mesa en el artículo que vengo comentando. Resumo los dos puntos contradictorios así:
1. Por una parte, Vargas Llosa señala al postestructuralismo, y a la filosofía postmodernista en general, con sus variantes y su descendencia en la antropología, la critica cultural, la teoría literaria, etc., como los responsables cruciales (junto a la mecánica de la "especialización") de la de la decadencia de lo canónico, la ubicua desconfianza ante los valores estéticos o morales tradicionales y la pérdida de criterios jerárquicos, ordenadores, en esos terrenos, en el mundo contemporáneo.
2. Por otra parte, Vargas Llosa explica que el postestructuralismo y el pensamiento postmodernista en general son poco menos que ejercicios solipsistas, autorreferenciales, desconectados de la realidad, llevados a cabo por una suerte de monjes laicos que viven encerrados en facultades universitarias sin ventana al mundo exterior, santones de clausura que producen textos que nadie puede comprender porque, en el fondo, nada dicen.
La pregunta es evidente: ¿cómo pueden estos "boys in the bubble" de la academia, escritores ininteligibles de paparuchas sin sentido detectable, cómo pueden, digo, haber operado lo que Vargas Llosa parece percibir como el más radical (y enfermizo) transtorno que hayan sufrido la cultura y las tradiciones occidentales en toda su historia?
Pregunto esto porque parece que habría que elegir: o estamos hablando de discursos vacuos, inconexos, incapaces siquiera de describir parte del mundo correctamente, carentes incluso de la intención de hacerlo, ilegítimos como labor intelectual en cuanto parecen plantear construcciones ideológicas indiferenciables de la mala ficción; o estamos ante discursos altamente influyentes, con la capacidad de transformar los fundamentos del juicio estético, de la opción ética, de la conducta moral, del sentido común y del trato cotidiano con mis semejantes, todo ello a partir de la construcción de alegatos en el seno de la academia.
Mi impresión es que Vargas Llosa está reaccionando ante la molestia que le produce, no una academia desconectada del mundo real (porque tal cosa no es fundamentalmente cierta), sino una academia que no se opone radicalmente a las transformaciones del mundo real: una academia que no reclama con la centralidad de antes un rol de autoridad a nombre de la cultura o las culturas occidentales, una academia que no asume un papel básicamente reaccionario ante la multiculturalidad y que, horror de horrores, a veces se permite proponerla e incentivarla.
Cuando Vargas Llosa (en otro artículo) no se refiere a los hijos de la postmodernidad como portadores del virus de la gran degeneración de "la cultura", se refiere a ellos como "light", y en el campo de la literatura define lo "light" como "leve, ligero, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir".
El problema viene cuando enumera los que él considera autores "light". Por ejemplo, Julian Barnes, Haruki Murakami y Paul Auster. Les reconoce algún "talento", pero los considera autores que escriben sólo para divertir, para entretener, que no exigen mayor "concentración intelectual". En ese punto, claro, uno corre el riesgo del recurso chato, como preguntarle a Vargas Llosa cuál de esos autores ha escrito libros más superficiales, fáciles, ligeros e intelectualmente pasivos que Los cuadernos de don Rigoberto, por ejemplo.
Pero no se trata de hacer eso y devaluar la conversación: mejor será preguntarse cómo puede alguien leer Invisible, la novela más reciente de Paul Auster, o su primera colección de ficciones, La trilogía de New York, y suponer que son sólo entretenimiento ligero. ¿Y en qué consiste la levedad de Murakami? ¿Es Julian Barnes un escribidor y no un escritor, un intelectual?
Vargas Llosa atribuye a la proclividad de los escritores a satisfacer las demandas de consumo ligero del mercado el hecho de que la literatura contemporánea sea mayoritariamente dominada por lo "light". Y dice más: que en nuestro tiempo no se escriben novelas osadas, empresas de aquellas que le dieron brillo al género en sus décadas de oro, en el siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte.
Habría que estar ciego para discutir la afirmación básica: no estamos en los tiempos de Proust y Joyce y es verdad que el mercado influye en todo eso. También es cierto que todos los géneros literarios, y sobre todo los narrativos, han tenido ciclos de vida y de muerte, y que la novela no tiene por qué no correr una suerte parecida. Pero sospecho que ser tan categórico como Vargas Llosa lo es en sus afirmaciones equivale a irrespetar el trabajo de autores como Sebald o Piglia o Roth o McCarthy o Pynchon, por una parte, y a juzgar de manera miope el alcance de la obra de otros como, justamente, Barnes u Auster.
Y todo eso me sorprende porque yo creía entender que el mismo Vargas Llosa, cuando menciona el giro pro-Victo Hugo que ha tomado su obra, reemplazando con lo que él llama "literatura popular culta" la herencia flaubertiana y experimental de sus primeras novelas, está reconociendo que ni el experimento formal evidente ni la gravedad a ultranza equivalen a una mayor ambición que la detectable en narraciones mucho menos complejas en apariencia.
En el fondo, mi impresión es que Vargas Llosa encuentra ligeros, y acaso leves y fáciles, libros que no ostentan en su forma exterior las marcas de la vieja novela, aquella que reclamaba para sí una mirada de respeto ante ella como objeto monumental y como dispositivo ordenador del universo. Es verdad: una novela de Sebald no le dice al lector nunca: "esto que lees es un intento de comprensión de la voluntad de auto-aniquilamiento que abriga en sí la humanidad toda"; una novela de Auster no nos advierte: "he aquí una compleja imbricación de Wittgenstein y Borges, hecha para imaginar qué significa ser alguien en este mundo de engaños superficiales".
Auster y Barnes, como Murakami o Ware, como Chabon o Pyncheon, tienen algo que no tenían Flaubert, Zola, Tolstoi o Dostoievski: tienen una cierta capacidad para desprenderse irónicamente de su posición como autores de ficción, y dar un paso atrás de sus ficciones, y dudar doblemente de sus propios instrumentos, y desestabilizar sus textos con la intuición de que esos textos pueden ser errores, malentendidos o simulacros de comprensión mal encaminados.
Entendiendo así sus propias obras (y esa es una forma de comprensión que tiene mucho que ver con la postmodernidad, claro), dudando de su estatus dentro del mundo del conocimiento, mal pueden pretender construir sus novelas como munumentos y como ocupantes de un sitio privilegiado en la jerarquía de las formas de entendimiento de la cultura. Pero eso no es ligereza: eso es una forma contemporánea de sabiduría.
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1.8.10
Homenaje a Cueto
Un texto de Luis Hernán Castañeda
[En la Feria del Libro de Lima, días atrás, hubo un homenaje a mi amigo el novelista Alonso Cueto. Me hubiera encontrado yo entre el público si no estuviera al otro extremo del continente. Una manera de presenciar el homenaje de manera vicaria es darle una mirada al texto que Luis Hernán Castañeda leyó esa noche y que publico a continuación (gfp)].
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(Escribe: Luis Hernán Castañeda)
La posibilidad de estar aquí, celebrando la trayectoria de un escritor como Alonso Cueto, es para mí muy emocionante; también, es un honor y una responsabilidad enormes. Alonso Cueto es cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista, profesor universitario, profesor de escritura creativa; su pasión central es la ficción, ámbito al cual ha dedicado por lo menos los últimos treinta años de su vida. El resultado de esta devoción a prueba de todo es un vasto y rico universo literario, que ha sido objeto de numerosas distinciones nacionales y galardones internacionales de sólido prestigio. Estos llegaron a confirmar una calidad artística que, en el Perú, desde tiempo atrás conocíamos y apreciábamos. El reconocimiento a la obra de un gran escritor peruano nos llena de orgullo y de alegría.
Alonso Cueto se ha ganado el afecto más sincero y la gratitud más perdurable de muchísimas personas. Entre los presentes, esta noche, reconozco a sus amigos, a sus alumnos, a sus colegas, a sus lectores. Para empezar, Alonso es maestro de una generación de escritores jóvenes, quienes vemos en él un modelo de amor constante por la literatura; además, su obra es admirada por una creciente legión de lectores en el Perú y en todo el mundo, en español y en otras lenguas. Sus historias nos persuaden por su intachable factura, tocan nuestras fibras más íntimas y nos conmueven siempre, quizá porque intuimos en ellas una defensa esencial de la imaginación y del arte de contar y leer historias, antídoto contra los rigores de la soledad y los males de la sociedad en que vivimos.
Alonso Cueto combina, sabiamente, la preocupación por el Perú y la exploración sutil, microscópica, del territorio de la intimidad, exploración que se inició en 1983 con ese maravilloso libro de cuentos que se titula “La batalla del pasado”. Lo íntimo y lo psicológico, lo hogareño y lo doméstico, universalizados por un especial temple lírico, determinan esta obra, pero no la agotan: considero justo afirmar que la imaginación de Alonso Cueto alcanza, como la de pocos narradores peruanos en este momento, una auténtica proyección nacional. Quiero decir que su literatura representa una fuerza benéfica para el conjunto de la sociedad peruana actual, porque afronta y ofrece caminos de solución para dolores colectivos que, pese a que van ya cediendo, todavía nos interpelan, como la exclusión, el autoritarismo, la corrupción política, los fantasmas de la violencia, la violencia del racismo, la incomunicación entre distintos grupos sociales, la fragmentación cultural; frente a todo ello, esta literatura no se contenta con diagnosticar la enfermedad, sino que postula una vía simbólica, un modelo a escala, de reunión y de armonía.
Me parece que la primera palabra clave es “armonía”. En términos literarios, Alonso Cueto ha transitado siempre con gracia entre el cuento más breve y la novela más caudalosa y dialógica, siempre con la misma brillantez, quizá porque el talento del autor para el matiz psicológico, el detalle expresivo, desarrolla una alianza solidaria con su capacidad arquitectónica para el diseño de realidades complejas, que articulan a sujetos provenientes de múltiples espacios sociales, pero sin renunciar a la voz particular de cada quién. A su vez, el deseo que fomenta la interacción entre estos personajes, con frecuencia seres solitarios y desgarrados por pasiones secretas, es lograr su convivencia armónica, figurada de modo recurrente como una reunión familiar, pero exenta de paternalismo y de sumisión.
Tradicionalmente, la literatura peruana nos ofrece interminables ejemplos de familias perversas, malignas y autodestructivas; yo diría que la gran familia simbólica que la literatura de Alonso Cueto ha venido congregando a lo largo de los años, es una familia en la que ser padre, ser madre y ser hijo son modos de practicar la elegancia del afecto inteligente, la comprensión generosa y el respeto por la libertad del otro. No hablo, sin embargo, de una familia ideal, de una utopía casi pastoril, sino de una familia sometida a la miseria de la historia, que ha aprendido a convivir sobriamente con el pasado, con el dolor, con las diferencias sociales, con la realidad del poder y, en especial, con el abismo de maldad que oscurece el corazón de los seres humanos.
Una familia inmensa, compuesta por numerosísimos personajes, es la que Alonso Cueto ha venido formando con los años. Así, otra palabra clave es “coherencia”. Una virtud admirable de esta obra es su fidelidad ética y artística a ciertos asuntos, obsesiones temáticas y formales, que aparecen y reaparecen, se mantienen y persisten, se enriquecen, se silencian, vuelven: por eso, la relectura es vital. Yo también, que soy un lector más bien reciente pues descubrí a Alonso Cueto en el año 2000, gracias a su libro “Los vestidos de una dama”, suelo regresar a ciertos cuentos favoritos como “La venganza de Gerd” y “La otra”, a ciertas novelas imprescindibles para mí y para muchos, como “Deseo de noche” y “La hora azul”. Intuyo que, para apreciar mejor la coherencia de esta obra, es necesario pensarla no en función de textos separados, sino más bien como un arco de climas y sensaciones que se encadenan y se funden.
Pienso en algunos de los primeros cuentos de Alonso, esos retratos de seres desamparados y taciturnos, perdidos en los pequeños mundos infinitos de Estados Unidos, soportando existencias aparentemente grises aunque sostenidas y animadas, en lo hondo, por fulgores sombríos, heridas pacientes, desesperaciones tranquilas bajo las estrellas de la noche americana, en medio de una oscura felicidad: estos climas y estas sensaciones viajan y resurgen, tal vez, muchos años más tarde, en una novela inolvidable como “El susurro de la mujer ballena”, en la imagen de una mujer que toma un baño nocturno y se deja envolver, en silencio, por los vapores de su fantasía. En “La venganza del silencio”, su novela más reciente, Adriana, la protagonista, reflexiona sobre este mismo asunto:
“El silencio es tan amplio y acogedor, que puede ser una fortaleza en la que una persona se encierra, y si logras sentirte tranquila en su interior y desde allí cerrarle el paso a la gente, te conviertes en el centro del universo. Es el crimen perfecto, porque nadie te puede acusar de haberlo hecho. Todo lo que no dijiste alguna vez. Los secretos que te guardaste. Todas las emociones que se quedaron contigo. Secuestrarte y refugiarte en el fondo de tu guarida. Ignorar a la gente. Fundar un silencio personal, a tu favor. Si logras eso, puedes mover el mundo. Pero estarás siempre tan sola como yo. Ya sabes que no pude ser sino una reina”.
La ficción de Alonso Cueto es una investigación del silencio. El lirismo delicado de su prosa es, me parece, la llave de este silencio. Quizá este lirismo, que yo encuentro singular y memorable, es uno de los aspectos menos estudiados de su literatura. Creo ver, en ella, dos formas de poesía: en primer lugar, está el gesto audaz y denso de esbozar un retrato mediante un trazo único, veloz y fulgurante. Por ejemplo, en una novela se dice de un personaje que “Su gesto no era una sonrisa exactamente, sino una congestión disciplinada de su boca que dejaba un sesgo risueño en los labios”. Hay aquí algo de epifanía del detalle, que revela profundidades insondables a través de un lenguaje que destila y dignifica lo visible y lo concreto. Por otra parte, la segunda dimensión poética se halla en lo escueto y lo esencial de las líneas despojadas, nítidas, cargadas de resonancias, que abundan en novelas como “El vuelo de la ceniza”.
En cualquier caso, la poesía es la puerta de ingreso al inconsciente del personaje. Por cierto, la exploración magistral de la psicología femenina, aventura única en la literatura peruana escrita por hombres, es una marca fundamental en los libros de Alonso. Podemos recordar a Verónica y Rebecca en “El susurro de la mujer ballena”, pero también a Celia en “Demonio del mediodía”, a Gabriela en “Grandes miradas”, y a tantas otras mujeres que pueblan estas páginas y disuelven, con su personalidad única, las fronteras convencionales entre los géneros. De este modo, la novia vengadora de “Grandes miradas” es la síntesis de la vida privada y de la escena pública, mientras que la joven abogada que se enamora de su jefe, y las amigas del colegio que se reencuentran al cabo de varios años, nos presentan un mundo complejo donde las mujeres no encarnan visiones masculinas, como en casi toda nuestra tradición narrativa, sino que actúan, sienten y piensan por cuenta propia, y con una intensidad que los hombres ni siquiera rozan.
Con el mismo espíritu crítico, hay en Alonso Cueto un cuestionamiento de fondo a una sociedad de amos y sirvientes, donde las jerarquías verticales frustran el sueño de la armonía posible. En este punto específico, se revela como un lúcido lector de la novelística peruana, que reescribe en su ficción una suerte de idea-madre que germinó en nuestros mayores creadores, empezando por José María Arguedas: me refiero al hecho de que, en la imaginación literaria nacional, la familia ha funcionado como el sitio vil de la injusticia y el racismo; en otras palabras, los “otros” no están allá afuera, sino que navegan entre nosotros y, para decirlo de una vez, nos habitan. Amos y sirvientes compartimos el hogar; al tiempo que nos amamos o creemos amarnos, ejercitamos el desprecio y la crueldad que nos condenan, a todos por igual, a la esclavitud. Más radicalmente aún, el amor se convierte en el paradójico vehículo del odio entre padres e hijos, esposos y esposas, hermanos y hermanas. Yo me atrevería a decir que uno de los legados más duraderos de Alonso Cueto al futuro de la literatura peruana será la visión lúcida y valiente, jamás derrotista, de un brutal sistema de poder que envenena hasta lo más recóndito de nuestros afectos, pero que puede ser combatido y purificado gracias a la conciencia que aporta la literatura. Como escribe Antonio en “La venganza del silencio”, “Quizás las personas más pesimistas están mejor preparadas para la felicidad, mientras que los optimistas se dan de bruces contra el mal cuando les sobreviene”.
Para terminar, me gustaría decir que, para mí, la vida y la obra de Alonso Cueto son una fuente de entusiasmo y de inspiración. La vocación literaria es importante, porque gracias a ella los escritores tenemos algo que ofrecer a los demás; el amor a la imaginación mejora la experiencia humana; la práctica diaria del oficio de escribir, el trabajo permanente, es la única forma de perseguir no el éxito, sino la coherencia; la ciudad de Lima, hogar y centro de operaciones de Alonso, no es solo un buen lugar para vivir y prosperar como escritor, sino un tesoro inagotable de historias. Por último, la lección más valiosa tiene que ser humana; mejor dicho, una lección que armoniza vida y literatura. Recuerdo ahora uno de los cuentos de Alonso que más me gustan: “En este mundo nadie es tan importante. Usted está en la edad en la que se piensa que la gente vale mucho por sus valores intelectuales o por su erudición o por sus libros escritos, y no por su bondad o su generosidad. Pero algún día verá que lo que cuenta es que la gente sea buena. Que tenga buen corazón, es decir, que sea respetuosa, considerada y generosa”.
Alonso es todo ello y es, además, un maestro de la literatura. Gracias a él, por sus libros, y gracias a ustedes por escucharme.
...
[En la Feria del Libro de Lima, días atrás, hubo un homenaje a mi amigo el novelista Alonso Cueto. Me hubiera encontrado yo entre el público si no estuviera al otro extremo del continente. Una manera de presenciar el homenaje de manera vicaria es darle una mirada al texto que Luis Hernán Castañeda leyó esa noche y que publico a continuación (gfp)].
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(Escribe: Luis Hernán Castañeda)
La posibilidad de estar aquí, celebrando la trayectoria de un escritor como Alonso Cueto, es para mí muy emocionante; también, es un honor y una responsabilidad enormes. Alonso Cueto es cuentista, novelista, dramaturgo, ensayista, periodista, profesor universitario, profesor de escritura creativa; su pasión central es la ficción, ámbito al cual ha dedicado por lo menos los últimos treinta años de su vida. El resultado de esta devoción a prueba de todo es un vasto y rico universo literario, que ha sido objeto de numerosas distinciones nacionales y galardones internacionales de sólido prestigio. Estos llegaron a confirmar una calidad artística que, en el Perú, desde tiempo atrás conocíamos y apreciábamos. El reconocimiento a la obra de un gran escritor peruano nos llena de orgullo y de alegría.
Alonso Cueto se ha ganado el afecto más sincero y la gratitud más perdurable de muchísimas personas. Entre los presentes, esta noche, reconozco a sus amigos, a sus alumnos, a sus colegas, a sus lectores. Para empezar, Alonso es maestro de una generación de escritores jóvenes, quienes vemos en él un modelo de amor constante por la literatura; además, su obra es admirada por una creciente legión de lectores en el Perú y en todo el mundo, en español y en otras lenguas. Sus historias nos persuaden por su intachable factura, tocan nuestras fibras más íntimas y nos conmueven siempre, quizá porque intuimos en ellas una defensa esencial de la imaginación y del arte de contar y leer historias, antídoto contra los rigores de la soledad y los males de la sociedad en que vivimos.
Alonso Cueto combina, sabiamente, la preocupación por el Perú y la exploración sutil, microscópica, del territorio de la intimidad, exploración que se inició en 1983 con ese maravilloso libro de cuentos que se titula “La batalla del pasado”. Lo íntimo y lo psicológico, lo hogareño y lo doméstico, universalizados por un especial temple lírico, determinan esta obra, pero no la agotan: considero justo afirmar que la imaginación de Alonso Cueto alcanza, como la de pocos narradores peruanos en este momento, una auténtica proyección nacional. Quiero decir que su literatura representa una fuerza benéfica para el conjunto de la sociedad peruana actual, porque afronta y ofrece caminos de solución para dolores colectivos que, pese a que van ya cediendo, todavía nos interpelan, como la exclusión, el autoritarismo, la corrupción política, los fantasmas de la violencia, la violencia del racismo, la incomunicación entre distintos grupos sociales, la fragmentación cultural; frente a todo ello, esta literatura no se contenta con diagnosticar la enfermedad, sino que postula una vía simbólica, un modelo a escala, de reunión y de armonía.
Me parece que la primera palabra clave es “armonía”. En términos literarios, Alonso Cueto ha transitado siempre con gracia entre el cuento más breve y la novela más caudalosa y dialógica, siempre con la misma brillantez, quizá porque el talento del autor para el matiz psicológico, el detalle expresivo, desarrolla una alianza solidaria con su capacidad arquitectónica para el diseño de realidades complejas, que articulan a sujetos provenientes de múltiples espacios sociales, pero sin renunciar a la voz particular de cada quién. A su vez, el deseo que fomenta la interacción entre estos personajes, con frecuencia seres solitarios y desgarrados por pasiones secretas, es lograr su convivencia armónica, figurada de modo recurrente como una reunión familiar, pero exenta de paternalismo y de sumisión.
Tradicionalmente, la literatura peruana nos ofrece interminables ejemplos de familias perversas, malignas y autodestructivas; yo diría que la gran familia simbólica que la literatura de Alonso Cueto ha venido congregando a lo largo de los años, es una familia en la que ser padre, ser madre y ser hijo son modos de practicar la elegancia del afecto inteligente, la comprensión generosa y el respeto por la libertad del otro. No hablo, sin embargo, de una familia ideal, de una utopía casi pastoril, sino de una familia sometida a la miseria de la historia, que ha aprendido a convivir sobriamente con el pasado, con el dolor, con las diferencias sociales, con la realidad del poder y, en especial, con el abismo de maldad que oscurece el corazón de los seres humanos.
Una familia inmensa, compuesta por numerosísimos personajes, es la que Alonso Cueto ha venido formando con los años. Así, otra palabra clave es “coherencia”. Una virtud admirable de esta obra es su fidelidad ética y artística a ciertos asuntos, obsesiones temáticas y formales, que aparecen y reaparecen, se mantienen y persisten, se enriquecen, se silencian, vuelven: por eso, la relectura es vital. Yo también, que soy un lector más bien reciente pues descubrí a Alonso Cueto en el año 2000, gracias a su libro “Los vestidos de una dama”, suelo regresar a ciertos cuentos favoritos como “La venganza de Gerd” y “La otra”, a ciertas novelas imprescindibles para mí y para muchos, como “Deseo de noche” y “La hora azul”. Intuyo que, para apreciar mejor la coherencia de esta obra, es necesario pensarla no en función de textos separados, sino más bien como un arco de climas y sensaciones que se encadenan y se funden.
Pienso en algunos de los primeros cuentos de Alonso, esos retratos de seres desamparados y taciturnos, perdidos en los pequeños mundos infinitos de Estados Unidos, soportando existencias aparentemente grises aunque sostenidas y animadas, en lo hondo, por fulgores sombríos, heridas pacientes, desesperaciones tranquilas bajo las estrellas de la noche americana, en medio de una oscura felicidad: estos climas y estas sensaciones viajan y resurgen, tal vez, muchos años más tarde, en una novela inolvidable como “El susurro de la mujer ballena”, en la imagen de una mujer que toma un baño nocturno y se deja envolver, en silencio, por los vapores de su fantasía. En “La venganza del silencio”, su novela más reciente, Adriana, la protagonista, reflexiona sobre este mismo asunto:
“El silencio es tan amplio y acogedor, que puede ser una fortaleza en la que una persona se encierra, y si logras sentirte tranquila en su interior y desde allí cerrarle el paso a la gente, te conviertes en el centro del universo. Es el crimen perfecto, porque nadie te puede acusar de haberlo hecho. Todo lo que no dijiste alguna vez. Los secretos que te guardaste. Todas las emociones que se quedaron contigo. Secuestrarte y refugiarte en el fondo de tu guarida. Ignorar a la gente. Fundar un silencio personal, a tu favor. Si logras eso, puedes mover el mundo. Pero estarás siempre tan sola como yo. Ya sabes que no pude ser sino una reina”.
La ficción de Alonso Cueto es una investigación del silencio. El lirismo delicado de su prosa es, me parece, la llave de este silencio. Quizá este lirismo, que yo encuentro singular y memorable, es uno de los aspectos menos estudiados de su literatura. Creo ver, en ella, dos formas de poesía: en primer lugar, está el gesto audaz y denso de esbozar un retrato mediante un trazo único, veloz y fulgurante. Por ejemplo, en una novela se dice de un personaje que “Su gesto no era una sonrisa exactamente, sino una congestión disciplinada de su boca que dejaba un sesgo risueño en los labios”. Hay aquí algo de epifanía del detalle, que revela profundidades insondables a través de un lenguaje que destila y dignifica lo visible y lo concreto. Por otra parte, la segunda dimensión poética se halla en lo escueto y lo esencial de las líneas despojadas, nítidas, cargadas de resonancias, que abundan en novelas como “El vuelo de la ceniza”.
En cualquier caso, la poesía es la puerta de ingreso al inconsciente del personaje. Por cierto, la exploración magistral de la psicología femenina, aventura única en la literatura peruana escrita por hombres, es una marca fundamental en los libros de Alonso. Podemos recordar a Verónica y Rebecca en “El susurro de la mujer ballena”, pero también a Celia en “Demonio del mediodía”, a Gabriela en “Grandes miradas”, y a tantas otras mujeres que pueblan estas páginas y disuelven, con su personalidad única, las fronteras convencionales entre los géneros. De este modo, la novia vengadora de “Grandes miradas” es la síntesis de la vida privada y de la escena pública, mientras que la joven abogada que se enamora de su jefe, y las amigas del colegio que se reencuentran al cabo de varios años, nos presentan un mundo complejo donde las mujeres no encarnan visiones masculinas, como en casi toda nuestra tradición narrativa, sino que actúan, sienten y piensan por cuenta propia, y con una intensidad que los hombres ni siquiera rozan.
Con el mismo espíritu crítico, hay en Alonso Cueto un cuestionamiento de fondo a una sociedad de amos y sirvientes, donde las jerarquías verticales frustran el sueño de la armonía posible. En este punto específico, se revela como un lúcido lector de la novelística peruana, que reescribe en su ficción una suerte de idea-madre que germinó en nuestros mayores creadores, empezando por José María Arguedas: me refiero al hecho de que, en la imaginación literaria nacional, la familia ha funcionado como el sitio vil de la injusticia y el racismo; en otras palabras, los “otros” no están allá afuera, sino que navegan entre nosotros y, para decirlo de una vez, nos habitan. Amos y sirvientes compartimos el hogar; al tiempo que nos amamos o creemos amarnos, ejercitamos el desprecio y la crueldad que nos condenan, a todos por igual, a la esclavitud. Más radicalmente aún, el amor se convierte en el paradójico vehículo del odio entre padres e hijos, esposos y esposas, hermanos y hermanas. Yo me atrevería a decir que uno de los legados más duraderos de Alonso Cueto al futuro de la literatura peruana será la visión lúcida y valiente, jamás derrotista, de un brutal sistema de poder que envenena hasta lo más recóndito de nuestros afectos, pero que puede ser combatido y purificado gracias a la conciencia que aporta la literatura. Como escribe Antonio en “La venganza del silencio”, “Quizás las personas más pesimistas están mejor preparadas para la felicidad, mientras que los optimistas se dan de bruces contra el mal cuando les sobreviene”.
Para terminar, me gustaría decir que, para mí, la vida y la obra de Alonso Cueto son una fuente de entusiasmo y de inspiración. La vocación literaria es importante, porque gracias a ella los escritores tenemos algo que ofrecer a los demás; el amor a la imaginación mejora la experiencia humana; la práctica diaria del oficio de escribir, el trabajo permanente, es la única forma de perseguir no el éxito, sino la coherencia; la ciudad de Lima, hogar y centro de operaciones de Alonso, no es solo un buen lugar para vivir y prosperar como escritor, sino un tesoro inagotable de historias. Por último, la lección más valiosa tiene que ser humana; mejor dicho, una lección que armoniza vida y literatura. Recuerdo ahora uno de los cuentos de Alonso que más me gustan: “En este mundo nadie es tan importante. Usted está en la edad en la que se piensa que la gente vale mucho por sus valores intelectuales o por su erudición o por sus libros escritos, y no por su bondad o su generosidad. Pero algún día verá que lo que cuenta es que la gente sea buena. Que tenga buen corazón, es decir, que sea respetuosa, considerada y generosa”.
Alonso es todo ello y es, además, un maestro de la literatura. Gracias a él, por sus libros, y gracias a ustedes por escucharme.
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