22.9.08

El monstruo argentino

Una rápida genealogía de la mirada perversa

En "La fiesta del mosntruo" (cuento publicado en 1967, pero escrito muchos años antes), Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dejaron un testimonio --exagerado y brutal, despiadado-- si no de la realidad del peronismo, por lo menos sí de la forma en que era percibido desde las élites aristocratizantes de la intelectualidad argentina: como un abismo, o como una bestia multicéfala que todo lo iba a consumir y para la cual las reglas de la civilidad eran una ruina pisoteable.

En "La fiesta del monstruo" el peronismo es asesino y es la cifra de un desborde popular que hay que evitar a toda costa: el monstruo no es necesariamente Perón; el monstruo de Borges y Bioy es el pueblo.


En "Cabecita negra" (1961), de Germán Rozenmacher, ese desborde popular, esa invasión incontenida que va empujando a los viejos burgueses capitalinos, arrinconándolos en un espacio a punto de quebrarse y dejar de pertenecerles, encarna en el cuerpo de la mujer de la vereda y el violento policía, que son físicamente detestables, repugnantes, para el señor Lanari (el protagonista): Rozenmacher, a diferencia de Borges y Bioy, asume el punto de vista burgués sólo para descubrir su prejuicio, y casi cruelmente otorga estatus de realidad a las pesadillas del temeroso Lanari.

Diez años antes, en
Bestiario, Julio Corátazar había publicado "Casa tomada", el hoy célebre relato que anuncia sutilmente, fantasmáticamente, a los invasores corpóreos de Rozenmacher. En el cuento de Cortázar es la oligarquía decadente la que huye de sus temores, retrocediendo ante el avance de una amenaza que sólo en el nivel textual es inmaterial, pero que a través de la metáfora se hace concreta: es el mismo desborde de los otros relatos, la misma fuerza omnívora que se traga el espacio y se apropia de todo, es el pueblo que rompe los diques del orden social, que fuerza la movilidad, que se adueña de los lugares antes vedados.

En "El fiord" (1967) y "El niño proletario" (1973), ambos de Osvaldo Lamborghini, resurgen la imagen del monstruo y la estética de lo monstruoso para reflejar, en contrapunto a Borges y Bioy, otra cabeza de la hidra social argentina: la violencia repulsiva es el rasgo que define, no la imagen del pueblo atacante, sino la brutalidad del trato con que la burguesía argentina oprime y desprecia, precisamente, al pueblo que apenas es capaz de responder.

Hay matices, claro: "El fiord" fue escrito por un joven Lamborghini, aún peronista-populista, como su padre, mientras que, seis años más tarde, cuando escribe "El niño proletario", el autor es un disidente del peronismo (disidente no por rebeldía, sino por afán ortodoxo: es más peronista que los nuevos peronistas), y en su texto la monstruosidad se reparte en ambos lados, entre el neo-peronismo traidor y la burguesía represora.

Esta genealogía, por supuesto, comienza mucho tiempo antes: en la animalidad que Esteban Echevarría encuentra en los federales de
El matadero; en el desprecio de Sarmiento, crecido y multiplicado después de Facundo, en la actuación política del autor cuando fue ministro de Mitre y luego presidente, etc.

La imagen del salvajismo ciego y criminal, usada para identificar a quien está en el otro lado del espectro político y social, ha permanecido siempre en las letras argentinas, es la escisión fundamental del debate entre civilización y barbarie, pero, mutatus mutandis, el monstruo ha sido también los miembros de la familia Gutre que crucifican a Baltasar Espinoza en "El evangelio según Marcos", de Borges, y ha sido el comando militar de la dictadura en "Los dinosaurios" de Charly García. El monstruo ha sido siempre el otro, pero desde ambos lados del espejo.

21.9.08

Hoy por ti mañana por mí

Un email que me reenvía Gabriel Ruiz Ortega

Gabriel Ruiz Ortega me ha reenviado un email que asegura haber recibido tiempo atrás de alguien que firma con el nombre de Raúl Mendoza Cánepa.

Mendoza Cánepa es miembro de la Comisión Andina de Juristas, columnista de Correo y colaborador de Domingo de La República, autor de varios libros, entre ellos una novela titulada “La tentación infinita”.

Publico debajo el mensaje aludido. El texto habla por sí mismo. El autor del mensaje ofrece contribuir, desde sus artículos en La República y Correo, a la promoción de los futuros libros de Ruiz Ortega, si es que Ruiz Ortega se compromete a contactarlo con una persona de la que se esperaría una reseña favorable para “La tentación infinita”.

El nombre de esa tercera persona —que jamás se enteró siquiera de la existencia de esta correspondencia, porque, obviamente, Gabriel rechazó el deshonesto ofrecimiento— lo mantengo oculto para no implicar en el problema a alguien que nada tuvo que ver en él.

El email recibido por Gabriel Ruiz Ortega dice lo siguiente:

De: Raul Mendoza <rmendoza@cajpe.org.pe>
Fecha: 21 de octubre de 2007 8:37
Asunto: consulta
Para:
gabrielruizortega@gmail.com


Estimado Gabriel,

Gusto en saludarte. Harold Alva me mencionó que había hablado contigo. El también es amigo mio y mi editor (Zignos). Me acaba de editar mi libro "La tentacion infinita". Me dice Harold que tienes cercania a *****. ¿Es cierto eso?, estoy tratando de ubicarlo a *****, no tengo su email. Yo le envié hace varias semanas mi libro a su casa con el fin de que lo hojeara e hiciera algun comentario en *****. Pero no lo ha hecho, pues no tengo el enlace para llegar a él y quisiera conocerlo. Su palabra tiene mucha autoridad. Para mí es importante, además estoy culminando una novela (esta sí es una novela pura y no una suerte de ensayo novelado como "La tentacion infinita") y quisiera me aconseje en tecnica e historia.

Te comento que estoy preparando un paquete de difusion, la Revista Domingo de la Republica donde escribo (la ultima vez le hice una entrevista a Leonardo Aguirre y habló bien de "Disidentes") me va a comentar mi libro en un par de semanas. Asimismo, estoy candidateando en la lista en la que postula Ismael Pinto para dirigir la Cámara Peruana del Libro (las elecciones son el 7 de noviembre y voy de Protesorero), e Ismael me ha asegurado una entrevista en Expreso (dirige seccion Cultura).


Sin embargo, ***** pesa mucho en las letras y puede ayudarme a difundir mi libro más que nadie. Yo no puedo hacerme autobombo desde la Revista Domingo y menos aun desde mi columna quincenal en Correo (Mirada Critica) y no conozco a Erausquin, por eso estoy buscando llegar a ***** para que me comente en *****. Te quedaria inmensamente agradecido si le transmites mi mensaje. Necesito llegar a él, si fuera posible reunirnos juntos con él, incluso con Harold presente. Incluso la idea de entrevistarlo para la revista Domingo, que me dijo Harold, me parece buena, con una semblanza y consejos para los jovenes escritores. Puede ser, lo puedo proponer a Mario Munive. Pero quisiera acercarme a él antes o tener su autorizacion de él para que me pases su direccion de correo electronico. Quiero promover mi libro y mas adelante tener la base para promover los siguientes.


Estimado Gabriel, te estaré agradecido si me ayudas a contactar con *****. Cuenta conmigo desde las posiciones en las que me encuentro. Y obviamente tienes mi pluma en la revista Domingo para las futuras obras que vayas a publicar.
Con mucho gusto lo haré.

Un saludo cordial


Raul
Raul Mendoza Canepa

En resumen: si tú logras que fulano escriba bien sobre mí, yo escribiré bien sobre ti en mis columnas y artículos de Correo y La República, cada vez que quieras... ¿Qué impresión les da ese mensaje que, según afirma Ruiz Ortega, le fue enviado por Raúl Mendoza Cánepa? A mí me deja la imagen de alguien para quien el trabajo de prensa es un trampolín personal: la crítica se concibe como un circuito de favores y la tribuna pública se quiere usar para el contrabando de influencias. Y encima cree que todos son de su condición.

Si a algún lector habitual de blogs le suena conocido el nombre de Raúl Mendoza, eso se debe a que probablemente lo haya visto aquí o aquí.

20.9.08

Vanitas

Los resbalones de un ego trip

Ah, el viejo tema de opinar antes de leer. Mi estimado César Gutiérrez --autor de la novela Bombardero (por si alguien por allí no lo sabe)-- ha traído el asunto a colación en días recientes, en comentarios suyos en este blog y en otros. Yo me he encontrado de casualidad con una entrevista concedida por César hace poco a Utero.tv, de la que extraigo estas declaraciones suyas:
"Lo que ocurre es que yo conozco tan poco de la literatura peruana... Todos los que van a las ferias... ¿Y quiénes son los que van a las ferias? Yo ni siquiera me fijo en los nombres. Son un montón. ¿A la Feria de Guadalajara cuánta gente ha ido? Habrán ido cuarenta. ¿Y de esos tipos tú crees que algunos de ellos van a pasar? ¿Sus libros van a quedar? No. No van a quedar. Y yo creo que este libro [Bombardero] me parece que sí va a quedar. Yo creo que sí va a quedar. Por lo menos lo he hecho para que quede. Y no lo digo yo, o sea, lo dice gente que sí sabe. Lo dice Ortega, lo dice Oquendo, lo dice Lauer, lo dice Ampuero. Son tipos que han estudiado".
Vamos por partes: mi querido César, primero, señala que él casi no lee lbros de autores peruanos. Pero de inmediato dictamina que las obras de todos los escritores nacionales que asistieron a la Feria del Libro de Guadalajara están destinadas al olvido absoluto. ¿Cómo lo sabe si confiesa no haber leído a la enorme mayoría de ellos? Cosas de la brujería characata, sin duda. Yo no me atrevería a llamarlo falta de seriedad, sino apenas descuido, o apresuramiento.

Por cierto, ¿quiénes son los escritores que fueron a la Feria de Guadalajara, y cuyas obras, según César, caerán en el pozo ciego del olvido mientras Bombardero permanece a lo largo de los tiempos, triunfando sobre la llanura que representan todos los demás? Algunos de ellos son los siguientes:

Mario Vargas Llosa, José Miguel Oviedo, Ricardo González Vigil, Carmen María Pinilla, Edgardo Rivera Martínez, Raquel Chang-Rodríguez, Alfredo Bryce Echenique, Julio Ortega, César Ferreira, Carlos Herrera, Pablo Guevara, Rodolfo Hinostroza, Mariela Dreyfus, Carlos López Degregori, Mario Montalbetti, Fernando Ampuero, Peter Elmore, Iván Thays, Miguel Gutiérrez, Santiago Roncagliolo, Jorge Eduardo Benavides, Isaac Goldemberg, Víctor Vich, Antonio Cisneros, Eduardo Chirinos, Odi Gonzales, Rossella di Paolo, Alonso Cueto, Luis Nieto Degregori, Fernando Iwasaki, Carmen Ollé, Oswaldo Reynoso, Abelardo Sánchez León, Rocío Silva Santisteban, Giovanna Pollarolo, Patricia Alba, Rafael León, Víctor Coral, Eugenio Chang-Rodríguez, Hernán Garrido Lecca, Zinka Saric, Ricardo Silva-Santistevan y Jaime Bayly.

Para ser alguien que es tan meticuloso al pedir seriedad y cuidado a quienes juzgan su obra, me da la impresión de que César podría contar hasta diez antes de emitir juicios de este tipo acerca de... prácticamente toda la literatura peruana contemporánea...

19.9.08

Contracultura, 3

Respondió pero no dijo nada

Rodolfo Ybarra empieza su laberíntica y larguísima respuesta rememorando que alguna vez, cuatro años atrás, organizó en el Instituto Británico un fórum titulado “La aniquilación de las contraculturas”, y menciona a los expositores: Arturo Delgado, Dante Castro, Herbert Rodríguez y él mismo.

No dice qué ideas se intercambiaron en el fórum, de modo que resulta imposible responder a ello, y, en vista de que nada se explica, la sola mención acaba por ser un saludo a la bandera. Pero, en fin: imagino que es un recurso para validarse como conocedor del tema. No voy a comentar el hecho de que la contracultura crezca a expensas de la Corona Británica: supongo que es el modus operandi de lo subversivo. (Pero, entonces, ¿por qué le irrita a Ybarra que otros acepten becas o trabajen en universidades extranjeras?).

Más adelante, hay que decirlo, Ybarra nos da la pauta de por qué el contenido del fórum no le resulta digno de mención: dice que los debates sobre contracultura, fuera del grupo de quienes se reclaman parte de ella, son “estériles”. Bien: Ybarra acepta lo que dije sobre la mal llamada contracultura peruana: ha optado por encerrarse en sí misma y con ello abandona toda posibilidad de transformación real.

Luego, el ensayista sostiene que “no existe una definición exacta de contracultura”, y que las teorías contradictorias abundan. Acusa a los teóricos de especular sobre la contracultura por interés: porque quieren absorberla y vaciarla de sentido. Al mismo tiempo, sin embargo, Ybarra confiesa ser uno de esos teóricos, uno más bien derrotado por el tema que ha tratado de entender inútilmente: “he intentado en varios ensayos darle forma a este concepto”, escribe. Y a pesar de la dificultad, sigue tratando: su ensayo da varias pistas tentativas de lo que entiende por contracultura. Sus ejemplos son interesantes: dice que el Taki Onqoy era contracultural, y eso, pese al anacronismo, valdría la pena revisarlo. Luego añade a la lista a los masones que “conspiraban para resistir la invasión española” en el siglo XVII. No tengo ni la más lejana idea de a qué se refiere.

Más adelante dice que hay contracultura anarco-radical y anarco-izquierdista panfletaria, cuasi ilegal; también dicen que hay contracultura de ultraderecha, y menciona (como lo hice yo) a los skinheads y a los neofascistas. Asimismo habla, como yo, de los hippies, y anota que sus “pontífices teóricos” fueron Allen Ginsberg, Aldous Huxley, Timothy Leary y alguien a quien identifica como Tom Watts y que probablemente, aunque puedo equivocarme, sea Tom Waits. (El problema es que, aunque se pueda aceptar a Ginsberg y a Leary e incluso a Huxley como tótems adorados por los hippies, Tom Waits empezó a publicar su música cuando el movimiento hippie estaba terminando, así que el misterio de lo quiso decir Ybarra continúa).

Otro pequeño anacronismo: dice que los hippies se vendieron al sistema para convertirse en yuppies: se trata de dos generaciones distintas, y la relación de identidad que quiere establecer Ybarra entre los miembros de una y otra no funciona ni siquiera metafóricamente. No menos absurda es la genealogía que establece entre punks y emos (a los que parece despreciar por alienados y “andróginos”, en un giro sorprendentemente conservador para un contracultural).

Por último, sostiene que la contracultura permanece en pequeñas “segmentaciones sociales”, en grupos que tratan de mantenerse al margen de la “cosificación” y la “estupidización” propias de la sociedad contemporánea. Lamentablemente, no menciona los ejemplos que parece anunciar, mucho menos en el caso del Perú de hoy. Salvo por uno: el Movimiento de Artistas Populares de Sendero Luminoso.

Curiosamente, es al hablar de ese grupo de fachada seudocultural de Sendero Luminoso cuando Ybarra más se aproxima a dar una definición de lo contracultural: “ideología, actitud combativa con respecto a los mainstreams culturosos, no repetición de los cánones burgueses, participación activa y ‘afectativa’ en relación con los grupos culturales de los ochentas”.

Por supuesto, no voy a hacer hincapié en la empatía con que Ybarra se refiere al Movimiento de Artistas Populares de Sendero Luminoso. Tampoco voy a incidir en las dudas que a cualquier lector le puede causar el hecho de que un movimiento criminal que buscaba la destrucción efectiva de una cultura (en los Andes, Sendero Luminoso intentó extirpar enteramente la organización comunal de los pueblos indígenas) sea considerado por Ybarra “combativo” en vez de homicida.

Más bien, me quiero detener en el primer rasgo que Ybarra enumera: “ideología”. Y no lo hago para señalar lo evidente: que la ideología de Sendero Luminoso no era ni de resistencia ni de radicalización al lado del pueblo, ni mucho menos liberadora, sino pura y simplemente aniquilante y destructiva con miras al posterior diseño de una sociedad totalitaria y, por tanto, enteramente vertical. Tampoco lo hago para señalar que la ideología de Sendero Luminoso era básicamente el maoísmo y que el maoísmo ha sido pensamiento hegemónico en sociedades policiales.

Lo hago, simplemente, para observar que Ybarra concuerda conmigo (a pesar de que yo nunca pondría a Sendero Luminoso como un grupo contracultural) en la idea de que uno de los rasgos que hacen contracultural a un colectivo es el hecho de regirse por una ideología. De hecho, los dos posts míos a los que Ybarra quiere responder con este ensayo tenían como centro la idea de que lo que en el Perú llamamos contracultural no lo es en verdad porque, precisamente, carece de cualquier ideología reconocible.

Al abstenerse Ybarra de explicar esa ideología (que no puede explicar porque no existe) y simultáneamente indicar que la ideología es un rasgo indispensable de lo contracultural, Ybarra no hace otra cosa que darme la razón: donde no hay ideología no hay contracultura; Ybarra y sus amigos “contraculturales” son un fraude.

Ybarra escribe: “considero que no es necesario estar pregonando que se tiene una teoría contracultural, eso hay que dejarlo a los poseros”. Lo que sucede es simple, pero Ybarra no lo comprende: no se trata de “pregonar” una ideología. Se trata de pensarla, entenderla, convertirla en praxis y, también, de ser capaz de explicarla, aunque sea mínimamente. Mientras Ybarra no tenga la capacidad de hacerlo, su pantalla “contracultural” no deja de ser un gesto escandaloso sin sentido alguno.

Afortunada o desafortunadamente, Ybarra anuncia una segunda parte de su ensayo, en la que sin duda, por fin, entrará en el tema. Crucemos los dedos.

18.9.08

Contracultura, 2

Una respuesta a la falta de respuestas

Algunos habrán notado que, entre mis posts recientes, uno de los que ha merecido menos respuestas y comentarios es aquel en el que me referí al concepto de lo "contracultural".

Ay mísero de mí, ay infelice, pensaba que a ese texto mío le lloverían las rectificaciones y las correciones, los enmiendos y las réplicas, y que los autoproclamados adalides de la contracultura harían un prolífico alto en sus movedizos jironeos por el centro de Lima para contestarme y aclarar mis infinitos errores y tergiversaciones.


No he leído una sola respuesta de su parte, ni en este blog ni en ningún otro, ni en medios impresos, electrónicos, ni en comunicaciones orales, digitales o psíquico-telepáticas. Nada: cero. Lo que sí he visto es un cataclisma de injurias con careta y alusiones de sutileza culterana (un anónimo auspiciado por Rodolfo Ybarra me llama, progresista él, "el judío asqueroso").

Yo, sin embargo, insisto: creo que los que se hacen pasar por contraculturales en el Perú son en su inmensa mayoría farsantes pataleteros sin atributo alguno, empastelados en una melcocha de auto-halagos y carentes de cualquier tipo de discurso articulado: ciegos con escopeta que disparan a lo primero que se mueva sin saber siquiera por qué lo hacen, movidos por el desánimo mal escondido de unas obras (las suyas) que no han merecido nunca la atención de nadie fuera de su mismo círculo.

Hablan del "establishment" que quieren dinamitar, pero no saben definir al "establishment". Rabian contra el "pensamiento hegemónico" que corrompe todo lo que toca pero no podrían discutir por cinco segundos cuál es ese "pensamiento hegemónico" y cómo es que afecta a las artes y la cultura en el Perú. Reniegan --endurecidos por el rigor de su poca inteligencia-- del monstruo siniestro al que llaman "mafia literaria", pero jamás han construido un alegato que permita suponer que tal cosa existe ni cómo funciona. Se reclaman portadores de un discurso contestatario pero no tienen idea de qué es aquello a lo que están costestando. Se quedan mudos cuando alguien les pide que organicen sus conceptos y los pongan por escrito.

Guerrilleros de cantina y de acerrín mal barrido, se proclaman "brazos armados de la literatura" pero su nivel de rebeldía no va más allá de la morisqueta cheguevaresca y el exabrupto iletrado. Cuando se les invita a decir algo, corren hacia la puerta más cercana y se les traba la lengua en el camino: fuera del terreno del insulto, nada tienen que decir, ningún aporte hay que esperar de ellos.

Como expliqué en el post aludido, nada es "contracultura" si no es una cultura, nada puede aspirar a cambiar el mundo sin una ideología más o menos definida, sin unas apetencias objetivables, sin un deseo al menos en parte racionalizado, sin formar una comunidad que comparta las aristas principales de un mismo discurso. Hasta que no vea eso, o al menos algo de eso, seguiré pensando que en el Perú las contraculturas no existen, o, al menos, que no existen entre aquellos que quieren adueñarse de la etiqueta.

17.9.08

Bomba va, bomba viene

Sobre la novela más publicitada del Perú

A raíz de una declaración irónica (y que entendí como tal en todo momento) de César Gutiérrez a
El Dominical en referencia a mí, que luego fue recogida --vaya sorpresa-- por el lúcido blogger Víctor Coral como si fuera una acusación y no una broma evidente, César se ha visto obligado a enviar una carta a Coral explicándole el alcance verdadero de sus frases.

Pero César también ha aprovechado la carta para decir lo siguiente:

"Ahora, es preciso señalar que empecé a dudar de la autoridad de Faverón cuando emitió juicios de valor respecto a
Bombardero cuando meses antes había admitido no haberlo leído, pese a haber publicado esos dos capítulos en su revista universitaria. Me pareció alarmante que dijera lo que dijo (repito: que no acostumbraba comentar libros que no ha leído) y desdeñara el caracter supuestamente vanguardista de mi libro. Allá él si comenta lo que no lee".

Quiero decir --aunque me parece que quienes recuerden el post al que alude César lo tendrán muy claro-- que yo nunca he ofrecido ningún juicio de valor sobre
Bombardero. Ninguno en absoluto. Es más, la parte de mi texto que se refiere a la novela comenzaba anunciando eso enfáticamente. Dije:

"No he leído de
Bombardero sino los largos fragmentos que publiqué como adelanto en Puente Aéreo meses atrás [se trataba de unas ciento veinte páginas], de modo que no puedo opinar sobre su valor estético como totalidad."

Así pues, yo dejé muy claro que estaba escribiendo estrictamente a partir de la lectura de los capítulos aludidos. Mi comentario, basado en las páginas que leí, no contuvo nada que fuera siquiera lejanamente semejante a un juicio de valor: nunca dije que la novela fuera buena o mala, fallida o lograda, ni afirmé cosa alguna que pudiera parecer una recomendación o una disuación dirigida a sus potenciales lectores.

Lo que escribí fue que, a partir de mi lectura cuidadosa de esas ciento y pico páginas, podía decir que
Bombardero no era una novela vanguardista, sino una novela de estética postmoderna, y que considero (las razones las expliqué) que ambas designaciones son irreconciliables.

También puedo afirmar sin dudas, tras leer las primeras cinco páginas de
Moby Dick, que no se trata de una comedia de enredos, y, tras revisar el primer acto de Macbeth, me siento plenamente autorizado para afirmar que la obra de Shakespeare no es una novela rosa.

(Quizá no venga al caso, pero puedo contar que hace meses una amiga común, mía y de César, me pidió que escribiera un artículo sobre la novela, para una colección que Óscar Tramontana está o estaba planeando: le respondí que no podía hacerlo por el momento, porque no tenía un ejemplar del libro, de modo que no había podido leerlo completo. Como debería ser obvio a estas alturas, jamás he escrito un artículo sobre una novela sin leerla atentamente, por lo general más de una vez).

La única explicación que le encuentro al disgusto de César Gutiérrez es que él piensa que "vanguardista" es una especie de halago y que yo, al rehusarme a decir que
Bombardero es una novela de vanguardia, estoy escatimándole mérito. Pues, aquí las noticias: "vanguardista" es la caracterización de un cierto tipo de arte, no un juicio de valor. Una obra de vanguardia puede ser extraordinaria o puede ser un mamarracho, e incluso puede ser novedosa y original o ser reiterativa y previsible, igual que una obra que caiga dentro de los límites de cualquier otra estética. Tampoco Gravity's Rainbow de Pynchon es una novela vanguardista; también la llamaría postmoderna. Esos no son juicios de valor; son simples prolegómenos para situar una obra en su contexto.

Ahora, claro, si César Gutiérrez piensa que me equivoqué al decir que su novela no es vanguardista, pues para eso están los debates: espero que alguien, él mismo o cualquier otra persona, me diga qué cosa ve en el resto de la novela que sirva para modificar mi percepción sobre ese punto en particular. Entiendo que personas a las que estimo mucho intelectualmente, como Mario Montalbetti, Mirko Lauer y Fernando Ampuero, han elogiado repetidamente la novela de César. No estoy seguro de si todos ellos la consideran vanguardista. Yo no. Pero me gustaría escuchar opiniones contrarias.

¿Genocidio?

Precisiones y casos que se van olvidando

Una palabra que se escucha con frecuencia en el Perú, cuando se trata de acusaciones políticas y descalificaciones morales a figuras de esa esfera, particularmente a gobernantes y ex-gobernantes, es la palabra "genocida".

En la mayoría de los casos, si no en todos o casi todos, el término es equívoco y sirve únicamente para radicalizar la discusión a tal punto que concede al rival la oportunidad de responder de manera igualmente radical, desactivándose con ello la efectividad de la caracterización.


La Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio, de las Naciones Unidas, aprobó en 1948, después del Holocausto y a partir de él, la primera definición legal del genocidio:

"Cualquiera de los siguientes actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos en tanto tales: asesinar a miembros del grupo; causar serio daño corporal o mental a miembros de ese grupo; infligir a un grupo deliberadamente condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física total o parcial; imponer medidas destinadas a evitar los nacimientos dentro del grupo; transferir por la fuerza a niños de ese grupo a otro grupo".

Las dos frases claves de esa definición son "con la intención de destruir" y "grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos
en tanto tales". ¿Qué quieren decir? Que hay asesinatos masivos en los que las víctimas son miembros de un determinado grupo pero que no han sido aniquilados debido a su pertenencia a ese grupo".

Es obvio que la definición, en 1948, se hizo considerando la diferencia que existe entre un asesinato masivo como, por ejemplo, el de millones de africanos en el Congo a manos de los belgas --que fue un crimen contra la humanidad cometido con el objetivo del enriquecimiento de la Corona de Bélgica--, o la muerte indiscriminada de los indígenas latinoamericanos en las minas de oro y plata de los virreynatos españoles en la Colonia --que tuvo un objetivo similar--, y, por otro lado, el asesinato de los judíos a manos de los nazis, que tuvo el designio expreso de exterminar a un grupo definido en función de su pertenencia étnica y religiosa.

La campaña de la Conquista del Desierto, llevada a cabo en el siglo diecinueve por el Ejército Argentino, por ejemplo, es posiblemente el primer caso de genocidio ocurrido en América Latina, si atendemos a la definición de 1948: el objetivo era, clara y expresamente, la eliminación de las poblaciones indígenas que eran vistas como un lastre contra el avance del progreso en el proceso "civilizatorio", que Alberdi había llamado, sin buscar la ironía pero paradójicamente, proceso "de problación de la pampa": aniquilar a los indios para repoblar con migrantes blancos.

Las muertes masivas de la guerra sucia y la acción terrorista en el Perú, en cambio, no estuvieron sustentadas en una definición étnica, nacional, religiosa o racial de las víctimas, y no tuvo como objetivo la destrucción total o parcial de un grupo así constituido. Incluso si el horror de los asesinatos tomó como víctimas en una inmensa mayoría de los casos a pobladores quechuas de los Andes peruanos, tanto de parte del Estado como de parte de Sendero Luminoso, nunca existió la noción de que había que eliminar a ese grupo étnico parcial o totalmente por el hecho simple de serlo.

Esos asesinatos masivos, nauseabundos como fueron, no eran, ni de un lado ni del otro, la encarnación de un plan genocida. En contra de lo que muchos parecen pensar, un genocidio no es algo así como un asesinato masivo elevado a la enésima potencia. Son, simplemente, casos distintos. Eso entendió, por ejemplo, la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que no alude a los delitos contra la humanidad de la guerra interna como un genocidio (salvo en el caso específico de la matanza de Asháninkas a manos de Sendero Luminoso). Y ese entendimiento no privó a la CVR de denunciar ferozmente los crímenes ocurridos desde cualquiera de las orillas de la guerra.

Hay, sin embargo, casos conflictivos, dignos de discusión. Por ejemplo: ¿es válido dejar fuera del espectro del genocidio a los grupos definidos, no en función de elementos religiosos, étnicos, raciales o nacionales, sino a partir de una identificación política? Si la respuesta es que la concepción legal de las Naciones Unidos en 1948 debió incluir ese caso (por ejemplo, la aniquilación masiva de opositores al régimen soviético en los gulags), entonces, revisando la historia reciente del Perú, tendrían que debatirse casos como el del bombardeo de El Frontón ordenado por Alan García en junio de 1986, donde el motín de acusados y convictos por terrorismo fue utilizado como excusa para su aniquilamiento.

Otro caso que valdría la pena revisar y que, curiosamente, ha idio desapareciendo de la atención pública nacional es el del plan de esterilizaciones masivas y forzosas operado por el gobierno criminal de Alberto Fujimori durante su gobierno, en las que el grupo victimizado estaba claramente definido en función de su lugar en la escala socioeconómica. Ya la declaración de la convención de las Naciones Unidas en 1948 mencionaba entre los casos de genocidio "imponer medidas destinadas a evitar los nacimientos dentro del grupo". Es importante recordar, además, que en las esterilizaciones estuvieron comprometidos también el gobierno de Estados Unidos y más de una ONG, como Manuela Ramos, CARE, Prisma y Alternativa, según comentó hace un tiempo Silvio Rendón. ¿Será por eso que el caso ha caído en el olvido?

Si nuestro concepto de genocidio incluyera la idea de que el grupo agredido no es sólo definible en términos étnicos, raciales, nacionales y religiosos, sino también de pertenencia política o escala socioeconómica, los casos de la masacre de los penales de García y Giampietri y de las esterilizaciones de Fujimori, estarían claramente enmarcados dentro del campo del genocidio, o del plan de intención genocida.

Pero más importante que eso es que, aún si no lo fueran, son crímenes contra la humanidad, y sus autores deberían ser juzgados por haberlos cometido. Ojalá apristas y fujimoristas dejaran de cuidarles las espaldas a sus líderes en terrenos tan delicados, y ojalá dejaran de cuidarse las espaldas unos a otros.

(Un tema relacionado: échenle una mirada a esta editorial de Aldo Mariátegui: parece que en el Perú todavía hay quienes creen que el derecho a reproducirse y tener la familia que uno quiera tener está reservado a los ricos, y que los pobres sólo pueden recibir ayuda del Estado si aceptan tener menos hijos de los que quieren. Yo también estoy en favor de la difusión de métodos anticonceptivos y la educación sexual, pero colocarlas como condición para que un ciudadano sea tratado como tal, es un abuso sin nombre).

16.9.08

Bolanou

Roberto Bolaño en el mercado anglo

New Directions, la casa editorial norteamericana, anuncia para un cortísimo, corto y mediano plazo la publicación en inglés de diez libros de Roberto Bolaño.
2666 y los poemas de The Romantic Dogs aparecerán simultáneamente en noviembre de este año. Nazi Literature in the Americas y The Skating Rink (La pista de hielo) verán la luz el 2009. Posteriormente aparecerán Monsieur Pain, Antwerp (Amberes), The Insufferable Gaucho, los ensayos de Parenthetically (Entre paréntesis), Assasin Whores y (aún sin título en inglés) los escritos misceláneos El secreto del mal.

(Chris Andrews me confirma vía email que él es el encargado de dos de esas traducciones: la de
La pista de hielo y la de Monsieur Pain).

No cabe duda de que la obra de Bolaño ha ingresado plenamente al mercado norteamericano, y que seguirá expandiéndose dentro de él. Aparte de las muchas y muy positivas críticas que sus libros traducidos al inglés hasta la fecha han merecido en la prensa americana, se han dado casos inusitados, como que
The New York Review of Books publicara el año pasado una reseña de Francisco Goldman sobre cuatro libros del chileno aun a pesar de que uno de ellos (2666) todavía no existía en versión de lengua inglesa.

Es más, la expectativa por Bolaño es tal en los Estados Unidos, que ya en el año 2005 Larry Rother publicó un largo artículo sobre él y
2666 en The New York Times: tres años antes de que el libro llegue a sus lectores en traducción (como que aún no llega, hasta noviembre).

Pero, más allá de la súbita y bienvenida celebridad norteamericana de Bolaño --como le decía hace un par de días a un periodista colombiano que me entrevistó acerca de
Bolaño salvaje--, es importante la posibilidad de que la repercusión de la obra de Bolaño abra las puertas de la lectoría angloparlante a otros autores del mundo hispano, largamente marginados del mercado en traducción debido a que resultan inmanejables e incluso incomprensibles para editores y lectores que esperan de un escritor latinoamericano (o, por extensión, español) que se encuadre a poca distancia de los universos de lo real maravilloso y/o del realismo mágico --tan desmejorados y decaídos en las décadas recientes--.

Por supuesto, no faltarán quienes digan que le estoy dando demasiada importancia a la consagración de los escritores hispanos en Estados Unidos, como si su aceptación regional en el mundo de la lengua castellana no fuera importante de por sí. No es eso. Se trata de dos fenómenos distintos: no creo que la consagración de un escritor deba provenir de los grandes mercados editoriales o de las lectorías millonarias; lo que celebro es la transnacionalidad de la literatura en general, que los lectores de diversos lugares del planeta tengan acceso, a través de la ficción, a realidades y escenarios ajenos; en este caso, a nuestras realidades y nuestros escenarios.

¿O es que no sería una perspectiva feliz que se tradujera voluminosamente, y no sólo a través de editoriales universitarias, a autores como Sergio Pitol, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Alan Pauls, Mario Levrero, Juan Manuel de Prada y un largo etcétera?

Albedrío

Una parábola del mundo real

Debido a un proyecto personal del que ya les hablaré más adelante, estoy leyendo mucho acerca de Auschwitz en estos días. Podría enumerar las atrocidades que desconocía y de las cuáles apenas ahora he tenido noticia, pero me resulta más interesante referirme a un caso en particular, no por atroz, sino todo lo contrario: es una historia que llama la atención por la razón opuesta. Aunque finalmente alumbre los hechos concocidos con una luz incluso más terrible.

La leí en
The Kingdom of Auschwitz, un libro notable del norteamericano Otto Friedrich (que pueden ver completo aquí), y él a su vez la recogió de las minutas de un juicio que tuvo lugar en Frankfurt en el año 1964. En particular, se basa en las declaraciones de la doctora austriaca Ella Lingens, encarcelada en Auschwitz en 1943 tras ser descubierta por la Gestapo colaborando en el escape clandestino de judíos a través de la frontera del Reich.

En el juicio, en 1964, Lingens declaró que dentro del infierno de Auschwitz había una "isla de paz". Y que esa isla era el campo de trabajo de Babice. Auschwitz y Birkenau (o Auschwitz II) estaban, en efecto, rodeados por cinco campos de trabajo: Plawy, Harmeze, Budy y Rasjko al oeste, y, al este, Babice. En cada uno de ellos se reproducía la maquinaria horrorosa del campo de concentración: maltratos y vejaciones arbitrarias que solían terminar en la muerte.

En todo ellos, excepto en Babice. La doctora Lingens describió el lugar: un campo bien conservado, de barracas limpias y un comedor ascéptico donde la comida era buena. Al mando del campo había un oficial de las SS, de apellido Flacke, que se tomaba incluso el trabajo de destinar parte de su presupuesto a obtener alimentos suplementarios que compraba fuera del campo: "huevos", recordó la doctora Lingens: "conseguía huevos desde afuera".

En una ocasión, Lingens conversó con Flacke. La doctora le dijo al oficial alemán que no tenían sentido todos los esfuerzos que hacían ambos por cuidar del buen trato a los prisioneros, dado que, al final de la guerra, antes de que Auschwitz cayera en manos de los aliados, los nazis se asegurarían de asesinar hasta al último de los internos. Flacke le respondió "Espero que no sea así, espero que entre nosotros haya suficientes hombres dispuestos a evitar que eso ocurra".

En Frankfurt, en 1964, el juez que escuchaba a Lingens quedó paralizado. Ottor Friedrich describe así la escena: "El juez, que había escuchado interminables alegatos (de parte de los oficiales nazis) acerca de que ellos sólo cumplían órdenes inevitables de las altas autoridades, se sorprendió del testimonio de Lingens.
Quiere decir, preguntó, que cada quien en Auschwitz podía decidir por sí mismo ser bueno o ser malvado? Lingens le respondió: Eso es exactamente lo que quiero decir.

Después de haber leído, en estas dos semanas, media docena de libros sobre el tema, entiendo una cosa de la que antes no estaba seguro: incluso después de dictada desde Berlín la orden de la
solución final, los campos de concentración tenían el objetivo del exterminio de las "razas inferiores" pero no habían recibido ninguna instructiva que les ordenara el sádico maltrato del que los nazis hicieron objeto a los prisioneros gitanos, polacos, rusos, judíos, etc.

De hecho, salvo por los asesinatos masivos en las cámaras de gas, todas las demás muertes en los campos de exterminio eran caprichosas y no reguladas: dependían del puro salvajismo de quienes ostentaban el poder. Auschwitz, como apunta Friedrich, no era el espacio de una superconcentración de leyes y reglamentos estrictos, una suerte de hiperdictadura en la que todo estuviera regido desde un poder central.

Era, más bien, todo lo contrario: un lugar sin ley, sin regulaciones, sin normas, librado al albedrío de quienes tenían las armas en las manos, una especie de anarquía selvática y paradójicamente despótica. No un sistema férreo en el que hasta el último suspiro estuviera regulado por una norma, sino la abolición de todas las normas. En un mundo así, la procesión constante y diaria de los prisioneros seleccionados para las cámaras de gas y el transporte de sus cuerpos a los cinco gigantescos crematorios marcaban el único compás rutinario: eran la sola normalidad porque respondían a la única normativa, y eran la única actividad sistemática y ordenada por una ley.

Todo lo demás fue la exudación de la barbarie personal, de la humana voluntad de sus actores.

15.9.08

La hoguera estatal

Sobre la quema de libros y el Perú de hoy

La historia de la quema de libros es tan antigua, acaso, como la existencia misma de los libros. Quizá empezó doscientos años antes de Cristo, con el incendio de todo texto de filosofía existente en la China del emperador Qin Shi Huang --el hecho lo rescata Borges en un ensayo muy conocido--. Y no es de ninguna manera un fenómeno extinto: el siglo veinte e incluso el actual han visto su frenética reproducción.

En 1937, en Brasil, el dictador Getulio Vargas ordenó el incendio de todos los ejemplares de tres libros de Jorge Amado. En 1939, en Barcelona, las tropas de Franco quemaron completa la biblioteca del intelectual catalanista Pompeu Fabra al grito de "abajo la inteligencia". En Indonesia, en los sesentas, Suharto hizo quemar la biblioteca del escritor Pramoedya Ananta Toer, inmediatamente después de encarcelarlo.

En 1986 el gobierno de Augusto Pinochet mandó quemar, en Valparaíso, quince mil copias del libro
La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile, de Gabriel García Márquez. En 1988, en varios países del mundo, grupos de musulmanes radicales echaron a la hoguera miles de copias de Los versos satánicos, de Salman Rushdie, y librerías de Inglaterra y California que ofertaban la novela fueron blanco de atentados con explosivos.

En 1992, los nacionalistas serbios hicieron arder en llamas la biblioteca del Instituto Oriental de Sarajevo, eliminando su colección entera de varios cientos de miles de ejemplares. Incluso este año, un alcalde fanático en una pequeña ciudad de Israel ordenó la quema de cientos de copias del
Nuevo testamento que estaban siendo distribuidas gratuitamente en las calles.

Y en plena campaña electoral, en Estados Unidos, ha salido a la luz el dato de que la republicana Sarah Palin, años atrás, sugirió a la bibliotecaria del pueblo de Alaska del cual ella era alcaldesa, deshacerse de ciertos libros inconvenientes. (Hay, de hecho, muchos libros vetados en bibliotecas municipales norteamericanas hoy mismo, incluyendo clásicos de su literatura nacional, como
Of Mice and Men, de Steinbeck).

Un post de Andrea Naranjo en el Gran Combo Club nos recuerda que, en el Perú, durante el gobierno de Odría, los funcionarios aduaneros tenían una lista de libros que no debían ingresar al país. Más tarde, como se sabe, mil quinientos ejemplares de
La ciudad y los perros se hicieron humo en los patios del Colegio Militar Leoncio Prado, en el año de su publicación (es decir, probablemente, bajo la presidencia de Lindley o la de Pérez Godoy).

La misma Andrea Naranjo desentierra también el dato de que, durante el primer gobierno de Fernando Belaunde, el entonces ministro de Gobierno, Javier Alva Orlandini, dio la instrucción (cumplida) de quemar ciertos libros de tendencia izquierdista, en 1967. Paradójicamente, Alva Orlandini fue luego presidente del Tribunal Constitucional.

En el Perú de hoy, hasta donde sé, no se queman libros. (El último incidente que recuerdo fue un truco publicitario del poeta sanmarquino Rubén Quiroz, a principios de esta década). Dependiendo de nuestro grado de ingenuidad, eso puede hacernos creer que tenemos un gobierno civilizadamente respetuoso de la cultura. En verdad, eso no está tan claro. El Perú tiene unas leyes para la importación de libros, y de insumos para la imprenta, que resultan más radicales que cualquier hoguera. En todo caso, la única gran diferencia es que no se toma como objetivo de la persecución explícita a un libro o un conjunto de libros en particular: se censura el acceso a todos los libros en general.

"Abajo la inteligencia", el lema de los incendiarios franquistas, bien podría ser el canto de un gobierno como el aprista, que no hace nada por promover la lectura y cuyos planes educativos se reducen a la finta de ciertos proyectos de distribución de computadoras cuyo fracaso es advertido por muchos y a una ley del libro que no marca un abaratamiento sustancial del producto. ¿Dónde están los proyectos estatales de incentivo para la lectura, dónde la transformación de la enseñanza escolar y universitaria, dónde el plan efectivo de abaratamiento del libro?

En su primer gobierno, Alan García tuvo un solo gesto --grandilocuente-- en relación con la difusión de formas culturales: la organización del célebre Sicla, que trajo a Lima a decenas de músicos de protesta y de la nueva trova latinoamericana. Todos sabemos que no fue una difusión genuina y cristalina, sino el intento de cooptar a la juventud universitaria a través del regalo de un festival que hiciera ver al régimen como progresista y aliado del arte.

De alguien como García, que en esos años no dudó en usar la cultura como carnada para atrapar incautos, no cabe esperar demasiado en materia de políticas culturales. Pero eso no quiere decir que se deba dejar de protestar y exigir cierto grado de interés y promoción. No hablo del famoso y tartamudo pedido de "apoyar a la cultura", formulado con insistencia, paradójicamente, por las mismas personas que luego aplauden cualquier mamarracho por el solo hecho de ser un producto nacional, o que acaban proclamando que "cultura es todo", como si no fuera incoherente exigir apoyo a la cultura para luego convertir el conjunto en poco menos que infinito.

Hablo de algo bastante más digno del rol de un gobierno: sentar las bases legales para que la producción de inteligencia y creatividad en el país tenga un espacio propio y menos obstáculos que sortear.

No hablo, entoces, de la limosna de construir asilos y regalar pensiones para artistas agónicos, o levantar la manida Casa del Poeta, como si el Estado tuviera que responsabilizarse del destino de ciertos ciudadanos más que del destino de otros.

Me refiero, más bien, a propiciar un mercado en el que el libro deje de ser artículo de lujo para convertirse en una mercancía al alcance de quien esté interesado en ella, donde los maestros escolares y universitarios puedan acceder a un sueldo solvente y a los materiales que necesiten, donde un país que pronto tendrá treinta millones de habitantes deje de tener un tercio de sus librerías concentrado en el distrito más pudiente de la capital.

Exigir que se construya un terreno con esas coordenadas no debería ser, como hasta ahora, interés casi privativo de editores y libreros: debería haber un movimiento vasto y coordinado de escritores, artistas, cineastas, intelectuales, críticos, profesores universitarios, institutos de investigación, organizaciones no gubernamentales, periodistas, universidades y medios de comunicación que pusiera sobre el tapete la discusión acerca del desarrollo de la inteligencia en el país. Sin tintes partidarios ni escisiones gregarias, planteando un conjunto mínimo de condiciones imprescindibles para el desarrollo de la actividad cultural: una suerte de plan mínimo que cualquier gobierno debería aceptar como punto de partida para sus políticas culturales.

Después de todo, quiénes más indicados que los intelectuales de un país para plantear esa expectativa y reclamarla a voz en cuello.