Respondió pero no dijo nada
Rodolfo Ybarra empieza su laberíntica y larguísima respuesta rememorando que alguna vez, cuatro años atrás, organizó en el Instituto Británico un fórum titulado “La aniquilación de las contraculturas”, y menciona a los expositores: Arturo Delgado, Dante Castro, Herbert Rodríguez y él mismo.
No dice qué ideas se intercambiaron en el fórum, de modo que resulta imposible responder a ello, y, en vista de que nada se explica, la sola mención acaba por ser un saludo a la bandera. Pero, en fin: imagino que es un recurso para validarse como conocedor del tema. No voy a comentar el hecho de que la contracultura crezca a expensas de la Corona Británica: supongo que es el modus operandi de lo subversivo. (Pero, entonces, ¿por qué le irrita a Ybarra que otros acepten becas o trabajen en universidades extranjeras?).
Más adelante, hay que decirlo, Ybarra nos da la pauta de por qué el contenido del fórum no le resulta digno de mención: dice que los debates sobre contracultura, fuera del grupo de quienes se reclaman parte de ella, son “estériles”. Bien: Ybarra acepta lo que dije sobre la mal llamada contracultura peruana: ha optado por encerrarse en sí misma y con ello abandona toda posibilidad de transformación real.
Luego, el ensayista sostiene que “no existe una definición exacta de contracultura”, y que las teorías contradictorias abundan. Acusa a los teóricos de especular sobre la contracultura por interés: porque quieren absorberla y vaciarla de sentido. Al mismo tiempo, sin embargo, Ybarra confiesa ser uno de esos teóricos, uno más bien derrotado por el tema que ha tratado de entender inútilmente: “he intentado en varios ensayos darle forma a este concepto”, escribe. Y a pesar de la dificultad, sigue tratando: su ensayo da varias pistas tentativas de lo que entiende por contracultura. Sus ejemplos son interesantes: dice que el Taki Onqoy era contracultural, y eso, pese al anacronismo, valdría la pena revisarlo. Luego añade a la lista a los masones que “conspiraban para resistir la invasión española” en el siglo XVII. No tengo ni la más lejana idea de a qué se refiere.
Más adelante dice que hay contracultura anarco-radical y anarco-izquierdista panfletaria, cuasi ilegal; también dicen que hay contracultura de ultraderecha, y menciona (como lo hice yo) a los skinheads y a los neofascistas. Asimismo habla, como yo, de los hippies, y anota que sus “pontífices teóricos” fueron Allen Ginsberg, Aldous Huxley, Timothy Leary y alguien a quien identifica como Tom Watts y que probablemente, aunque puedo equivocarme, sea Tom Waits. (El problema es que, aunque se pueda aceptar a Ginsberg y a Leary e incluso a Huxley como tótems adorados por los hippies, Tom Waits empezó a publicar su música cuando el movimiento hippie estaba terminando, así que el misterio de lo quiso decir Ybarra continúa).
Otro pequeño anacronismo: dice que los hippies se vendieron al sistema para convertirse en yuppies: se trata de dos generaciones distintas, y la relación de identidad que quiere establecer Ybarra entre los miembros de una y otra no funciona ni siquiera metafóricamente. No menos absurda es la genealogía que establece entre punks y emos (a los que parece despreciar por alienados y “andróginos”, en un giro sorprendentemente conservador para un contracultural).
Por último, sostiene que la contracultura permanece en pequeñas “segmentaciones sociales”, en grupos que tratan de mantenerse al margen de la “cosificación” y la “estupidización” propias de la sociedad contemporánea. Lamentablemente, no menciona los ejemplos que parece anunciar, mucho menos en el caso del Perú de hoy. Salvo por uno: el Movimiento de Artistas Populares de Sendero Luminoso.
Curiosamente, es al hablar de ese grupo de fachada seudocultural de Sendero Luminoso cuando Ybarra más se aproxima a dar una definición de lo contracultural: “ideología, actitud combativa con respecto a los mainstreams culturosos, no repetición de los cánones burgueses, participación activa y ‘afectativa’ en relación con los grupos culturales de los ochentas”.
Por supuesto, no voy a hacer hincapié en la empatía con que Ybarra se refiere al Movimiento de Artistas Populares de Sendero Luminoso. Tampoco voy a incidir en las dudas que a cualquier lector le puede causar el hecho de que un movimiento criminal que buscaba la destrucción efectiva de una cultura (en los Andes, Sendero Luminoso intentó extirpar enteramente la organización comunal de los pueblos indígenas) sea considerado por Ybarra “combativo” en vez de homicida.
Más bien, me quiero detener en el primer rasgo que Ybarra enumera: “ideología”. Y no lo hago para señalar lo evidente: que la ideología de Sendero Luminoso no era ni de resistencia ni de radicalización al lado del pueblo, ni mucho menos liberadora, sino pura y simplemente aniquilante y destructiva con miras al posterior diseño de una sociedad totalitaria y, por tanto, enteramente vertical. Tampoco lo hago para señalar que la ideología de Sendero Luminoso era básicamente el maoísmo y que el maoísmo ha sido pensamiento hegemónico en sociedades policiales.
Lo hago, simplemente, para observar que Ybarra concuerda conmigo (a pesar de que yo nunca pondría a Sendero Luminoso como un grupo contracultural) en la idea de que uno de los rasgos que hacen contracultural a un colectivo es el hecho de regirse por una ideología. De hecho, los dos posts míos a los que Ybarra quiere responder con este ensayo tenían como centro la idea de que lo que en el Perú llamamos contracultural no lo es en verdad porque, precisamente, carece de cualquier ideología reconocible.
Al abstenerse Ybarra de explicar esa ideología (que no puede explicar porque no existe) y simultáneamente indicar que la ideología es un rasgo indispensable de lo contracultural, Ybarra no hace otra cosa que darme la razón: donde no hay ideología no hay contracultura; Ybarra y sus amigos “contraculturales” son un fraude.
Ybarra escribe: “considero que no es necesario estar pregonando que se tiene una teoría contracultural, eso hay que dejarlo a los poseros”. Lo que sucede es simple, pero Ybarra no lo comprende: no se trata de “pregonar” una ideología. Se trata de pensarla, entenderla, convertirla en praxis y, también, de ser capaz de explicarla, aunque sea mínimamente. Mientras Ybarra no tenga la capacidad de hacerlo, su pantalla “contracultural” no deja de ser un gesto escandaloso sin sentido alguno.
Afortunada o desafortunadamente, Ybarra anuncia una segunda parte de su ensayo, en la que sin duda, por fin, entrará en el tema. Crucemos los dedos.