Director sueco falleció a los 89 años, tras una carrera de 62 obras
Hace unos años, cuando Mulholland Drive, la excelente cinta de David Lynch, se convirtió súbitamente en objeto de veneración para una miriada de seguidores en todo el mundo, yo emprendí una modestísima y casi secreta cruzada: a todo quien me hablara de Mulholland Drive, yo le hablaba de Persona, de Ingmar Bergman, una película inigualable, notorio germen de la obra de Lynch.
Para aquellos de ustedes que no la hayan visto, mientras encuentran una copia, les dejo aquí el video de una escena que, en su característica parquedad, habla elocuentemente acerca de la relación entre el cine de Bergman y el cine de Lynch.
Y como pequeño homenaje adicional, una de las escenas más célebres de la filmografía de Bergman: el primer encuentro del hombre y la muerte en El sétimo sello:
Enlaces pertinentes:
Ingmar Bergman en la Wikipedia en español: actualizado hoy.
La muerte de Bergman en Clarín de Argentina.
La muerte de Bergman en Radio Cooperativa de Chile.
La muerte de Bergman en La Nación de Buenos Aires.
La muerte de Bergman en BBC - Mundo (ver el video).
Las películas de Bergman en Strictly Film School.
30.7.07
27.7.07
La novela del ventrílocuo
Narrada y razonada por su propio muñeco
Ésta es sin duda una de las noticias más extrañas que he leído en largo tiempo: el juez chileno Orlando Álvarez, que días atrás fallara en contra de la extradición de Alberto Fujimori al Perú, copió en su veredicto, literalmente, los argumentos presentados por los defensores de Fujimori.
Buena manera de dejar para siempre testimonio de su docilidad ante los criminales: Álvarez no sólo declara ciertos los argumentos hipócritas y hechizos de Fujimori y sus abogados, sino que asume su mismo punto de vista, su misma voz, sus mismas palabras.
Para salvar a Fujimori, entonces, Álvarez ha recurrido a un vericueto literario: ha fundido en uno al personaje y al narrador, pero ha dejado el control en manos del pesonaje. Así, el narrador, que los demás queríamos imparcial, sólo es capaz de ver no lo que el personaje ve, sino lo que el personaje quiere que vea.
Con esto queda claro lo que todos intuimos la noche en que se hizo público el fallo de Álvarez: su veredicto es la historia del ventrílocuo contada por su muñeco.
(Quienes decían hace unos días que las preocupaciones de este blog y sus comentaristas por hablar sobre el tema del plagio más allá de los límites del caso Bryce, deberán, probablemente, pensar dos veces esas idea: el juez Álvarez nos presenta uno de los casos más raros de plagio de los que yo tenga memoria: lo que parece ser un plagio inducido, en favor del plagiado, una capacidad de adopción de la voz ajena que ya envidiaría el mismísimo Pierre Menard ).
Ésta es sin duda una de las noticias más extrañas que he leído en largo tiempo: el juez chileno Orlando Álvarez, que días atrás fallara en contra de la extradición de Alberto Fujimori al Perú, copió en su veredicto, literalmente, los argumentos presentados por los defensores de Fujimori.
Buena manera de dejar para siempre testimonio de su docilidad ante los criminales: Álvarez no sólo declara ciertos los argumentos hipócritas y hechizos de Fujimori y sus abogados, sino que asume su mismo punto de vista, su misma voz, sus mismas palabras.
Para salvar a Fujimori, entonces, Álvarez ha recurrido a un vericueto literario: ha fundido en uno al personaje y al narrador, pero ha dejado el control en manos del pesonaje. Así, el narrador, que los demás queríamos imparcial, sólo es capaz de ver no lo que el personaje ve, sino lo que el personaje quiere que vea.
Con esto queda claro lo que todos intuimos la noche en que se hizo público el fallo de Álvarez: su veredicto es la historia del ventrílocuo contada por su muñeco.
(Quienes decían hace unos días que las preocupaciones de este blog y sus comentaristas por hablar sobre el tema del plagio más allá de los límites del caso Bryce, deberán, probablemente, pensar dos veces esas idea: el juez Álvarez nos presenta uno de los casos más raros de plagio de los que yo tenga memoria: lo que parece ser un plagio inducido, en favor del plagiado, una capacidad de adopción de la voz ajena que ya envidiaría el mismísimo Pierre Menard ).
25.7.07
Nunca pasa de moda
(No me refiero a la indumentaria, sino a Historia de un deicidio)
Según encuentro en el diario La República, acaba de aparecer en España --como sexto volumen de las Obras completas de Mario Vargas Llosa, y primero de sus Ensayos literarios (Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores de Barcelona)-- una nueva edición de Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio.
En vista de que esa obra suya no es el tema de conversación favorito del novelista arequipeño (ya saben la historia), les he querido buscar una vieja entrevista, publicada en enero de 1972 en El Dominical de El Comercio, y referida casi exclusivamente a dicho libro (aunque es divertido, hacia el final, encontrarse con un MVLl que habla sobre Pantaleón y las visitadoras como proyecto aún en marcha).
Yo he encontrado la entrevista, como ven, en un sitio web que omite el nombre del entrevistador (salvo que lo hayan consignado y se me esté pasando sólo a mí). Si alguien tiene el dato a la mano, le ruego que me lo haga llegar.
Según encuentro en el diario La República, acaba de aparecer en España --como sexto volumen de las Obras completas de Mario Vargas Llosa, y primero de sus Ensayos literarios (Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores de Barcelona)-- una nueva edición de Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio.
En vista de que esa obra suya no es el tema de conversación favorito del novelista arequipeño (ya saben la historia), les he querido buscar una vieja entrevista, publicada en enero de 1972 en El Dominical de El Comercio, y referida casi exclusivamente a dicho libro (aunque es divertido, hacia el final, encontrarse con un MVLl que habla sobre Pantaleón y las visitadoras como proyecto aún en marcha).
Yo he encontrado la entrevista, como ven, en un sitio web que omite el nombre del entrevistador (salvo que lo hayan consignado y se me esté pasando sólo a mí). Si alguien tiene el dato a la mano, le ruego que me lo haga llegar.
¡Ups!
La originalidad ante todo
Ese parece no ser el lema de la revista Dedo Medio, magazín recién lanzado en Lima y que da su primer saludo en el escenario con una carátula que no es sino una imitación nada disimulada de la carátula del primer número de la revista George, que fundara en 1995 John F. Kennedy, Jr., y que tuviera sólo seis años de vida (sobreviviendo, sin embargo, a su trágico fundador).
¿Que deben ser sólo ideas mías? Usted decidirán: a la izquierda tienen la primera carátula de George, más conocida que la ruda, con Cindy Crawford vestida como George Washington. Y haciendo clic aquí verán el magnífico vuelo de la imaginación practicado por los editores de Dedo Medio.
(De paso, previo registro, pueden darle una mirada al contenido de la revista, que ha de ofrecer cosas más orignales que su cubierta --que si no es original, tampoco es poco atractiva, por cierto; pero allí el mérito es de Vanessa Saba).
Una cosa más: quienes discutían hace unos días el tema de las fronteras entre copia y referencia, qué dicen de esto: ¿es plagio u homenaje?
Ese parece no ser el lema de la revista Dedo Medio, magazín recién lanzado en Lima y que da su primer saludo en el escenario con una carátula que no es sino una imitación nada disimulada de la carátula del primer número de la revista George, que fundara en 1995 John F. Kennedy, Jr., y que tuviera sólo seis años de vida (sobreviviendo, sin embargo, a su trágico fundador).
¿Que deben ser sólo ideas mías? Usted decidirán: a la izquierda tienen la primera carátula de George, más conocida que la ruda, con Cindy Crawford vestida como George Washington. Y haciendo clic aquí verán el magnífico vuelo de la imaginación practicado por los editores de Dedo Medio.
(De paso, previo registro, pueden darle una mirada al contenido de la revista, que ha de ofrecer cosas más orignales que su cubierta --que si no es original, tampoco es poco atractiva, por cierto; pero allí el mérito es de Vanessa Saba).
Una cosa más: quienes discutían hace unos días el tema de las fronteras entre copia y referencia, qué dicen de esto: ¿es plagio u homenaje?
24.7.07
La magdalena de Proust vs la tostada de Saki
Fernando Ampuero y Oswaldo Reynoso se hacen mutuas recomendaciones
Álvaro Lasso, de la editorial Estruendomudo, reparte gratuitamente en la Feria Internacional del Libro, en Lima, una vez más, una publicación literaria llamada Leer o Morir.
En ella, aparecen dos entrevistas yuxtapuestas, con preguntas similares, a los escritores Oswaldo Reynoso y Fernando Ampuero, quienes, entre otras cosas, se recomiendan el uno al otro ciertas lecturas: Reynoso aconseja a Ampuero En busca del tiempo perdido y Ampuero a Reynoso un cuento de Saki titulado "Sredni Vashtar".
Fiel a mi propósito de fomentar la lectura entre los paracaidistas de este Puente Aéreo, coloco aquí, para que los lean cuando tengan cinco minutos libres, el texto completo en francés de los quince volúmenes de la saga proustiana en la edición 1946-1947 de Gallimard y el divertido relato de Saki en inglés y español.
Y, ya que estamos en eso: ¿cuáles serán los motivos para ambas recomendaciones?
Álvaro Lasso, de la editorial Estruendomudo, reparte gratuitamente en la Feria Internacional del Libro, en Lima, una vez más, una publicación literaria llamada Leer o Morir.
En ella, aparecen dos entrevistas yuxtapuestas, con preguntas similares, a los escritores Oswaldo Reynoso y Fernando Ampuero, quienes, entre otras cosas, se recomiendan el uno al otro ciertas lecturas: Reynoso aconseja a Ampuero En busca del tiempo perdido y Ampuero a Reynoso un cuento de Saki titulado "Sredni Vashtar".
Fiel a mi propósito de fomentar la lectura entre los paracaidistas de este Puente Aéreo, coloco aquí, para que los lean cuando tengan cinco minutos libres, el texto completo en francés de los quince volúmenes de la saga proustiana en la edición 1946-1947 de Gallimard y el divertido relato de Saki en inglés y español.
Y, ya que estamos en eso: ¿cuáles serán los motivos para ambas recomendaciones?
23.7.07
¿Dónde están los monos?
Un dato curioso sobre best sellers y long sellers
En vista de que los comentarios del post anterior han derivado al tema de los "long sellers" y los "best sellers", se me ocurre compartir con los lectores algo que encontré hace un rato, ojeando uno de los muchos números especiales con que la revista Rolling Stone celebra sus cuarenta años.
El caso es interesante porque nos da una oportunidad de ver la dinámica de la relación entre "long sellers" y "best sellers", y recordar una de las formas en que ambos se vinculan.
Se trata del chart de ventas de discos del año 1967 en los Estados Unidos: el puesto número diez del balance anual lo ocupó el Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, de los Beatles, uno de los más innovadores álbumes de música popular de cualquier época, y, de hecho, uno de los cimientos más interesantes para la construcción del eclecticismo musical que caracteriza a nuestros tiempos.
Aquí viene lo interesante: el puesto número dos de esos mismos charts lo ocupaba en ese instante el álbum The Monkees, disco epónimo de un grupo de opacos imitadores de los Beatles. Y el puesto número uno lo alcanzaba la segunda producción de esa mismísima banda, el álbum More of The Monkees.
The Monkees se vestían igual que los Beatles, se peinaban igual, tocaban instrumentos similares, esquematizaban su música, fingían su humor, copiaban su aire de buenos niños malos y posaban igual que ellos para las fotos. Incluso su nombre era, como el de los otros, el nombre de un animal con una vocal cambiada.
Los Beatles habían pasado los cuatro años previos transformando de a pocos el gusto popular: para 1967, sin embargo, una parte significativa de su propio público era incapaz de distinguir entre the real thing y una banda de copistas sin orginalidad. En ese momento, la obra innovadora del grupo británico resultaba ya, al menos a corto plazo, incapaz de competir en el mercado con sus propios epígonos (recuérdese que The Monkees fue uno de los primeros casos en el rock de una banda nacida de un casting, planificada por un productor e impulsada por un programa de tv).
Se suele decir que toda obra de arte importante engendra géneros y escuelas. No sé si eso es verdad siempre. Lo que parece más cierto es que tales obras de arte suelen engendrar, esto casi irremediablemente, versiones chatas, latas, vacías, edulcoradas o emasculadas de sí mismas: los best sellers, que llegan a más partes que los long sellers en menos tiempo, pero no llegan a ninguna parte a la larga.
Decían Jimmy Page y Robert Plant: "There are two paths you can go by, but, in the long run, there is still time to change the road you´re on". Allí están todavía Zeppelin y los Beatles, que eligieron el camino difícil (the long and winding road) cada vez que las cosas se pusieron demasiado fáciles para ellos. ¿Y dónde están The Monkees?
En vista de que los comentarios del post anterior han derivado al tema de los "long sellers" y los "best sellers", se me ocurre compartir con los lectores algo que encontré hace un rato, ojeando uno de los muchos números especiales con que la revista Rolling Stone celebra sus cuarenta años.
El caso es interesante porque nos da una oportunidad de ver la dinámica de la relación entre "long sellers" y "best sellers", y recordar una de las formas en que ambos se vinculan.
Se trata del chart de ventas de discos del año 1967 en los Estados Unidos: el puesto número diez del balance anual lo ocupó el Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, de los Beatles, uno de los más innovadores álbumes de música popular de cualquier época, y, de hecho, uno de los cimientos más interesantes para la construcción del eclecticismo musical que caracteriza a nuestros tiempos.
Aquí viene lo interesante: el puesto número dos de esos mismos charts lo ocupaba en ese instante el álbum The Monkees, disco epónimo de un grupo de opacos imitadores de los Beatles. Y el puesto número uno lo alcanzaba la segunda producción de esa mismísima banda, el álbum More of The Monkees.
The Monkees se vestían igual que los Beatles, se peinaban igual, tocaban instrumentos similares, esquematizaban su música, fingían su humor, copiaban su aire de buenos niños malos y posaban igual que ellos para las fotos. Incluso su nombre era, como el de los otros, el nombre de un animal con una vocal cambiada.
Los Beatles habían pasado los cuatro años previos transformando de a pocos el gusto popular: para 1967, sin embargo, una parte significativa de su propio público era incapaz de distinguir entre the real thing y una banda de copistas sin orginalidad. En ese momento, la obra innovadora del grupo británico resultaba ya, al menos a corto plazo, incapaz de competir en el mercado con sus propios epígonos (recuérdese que The Monkees fue uno de los primeros casos en el rock de una banda nacida de un casting, planificada por un productor e impulsada por un programa de tv).
Se suele decir que toda obra de arte importante engendra géneros y escuelas. No sé si eso es verdad siempre. Lo que parece más cierto es que tales obras de arte suelen engendrar, esto casi irremediablemente, versiones chatas, latas, vacías, edulcoradas o emasculadas de sí mismas: los best sellers, que llegan a más partes que los long sellers en menos tiempo, pero no llegan a ninguna parte a la larga.
Decían Jimmy Page y Robert Plant: "There are two paths you can go by, but, in the long run, there is still time to change the road you´re on". Allí están todavía Zeppelin y los Beatles, que eligieron el camino difícil (the long and winding road) cada vez que las cosas se pusieron demasiado fáciles para ellos. ¿Y dónde están The Monkees?
21.7.07
Como de quien viene
¿Debe la crítica literaria evaluar con el mismo rasero todos los libros?
Más de una vez les he hablado sobre el sitio web Metacritic, que recolecta en una base de datos las reseñas de la prensa de lengua inglesa sobre libros, discos y películas lanzados a sus respectivos mercados y, además, otorga un puntaje del 0 al 100 a cada obra de acuerdo con los juicios que los reseñistas se hayan hecho de ella.
Cada vez que he mencionado a Metacritic, se me ha objetado --quizás no con estas palabras pero sí con esta intención-- que prestarle atención a tal cosa es una trivialidad. La verdad es que yo ni siquiera me pregunto si lo es o no: simplemente tengo la impresión de que Metacritic ofrece una serie de buenos indicios para evaluar la mejor o peor acogida que los libros, las películas y la música merecen de parte de la crítica anglo. En cierta forma, además, lo verdaderamente trivial es no prestar atención a las opiniones de los demás, y Metacritic es ante todo una reunión de opiniones. En ese espíritu, estos son datos que me parecen interesantes: del 0 al 100, Metacritic pondera las reseñas sobre Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, en 63 puntos; las de The Brooklyn Follies, de Paul Auster, en 67; las de Travels in the Scriptorium, del mismo Auster, en apenas 49.
Against the Day, de Thomas Pynchon, se queda en 68 puntos; The Final Solution de Michael Chabon llega sólo a 63, mientras que su The Yiddish Policemen´s Union alcanza, en cambio, los 75.
Tanto Everyman como The Plot Against America, de Philip Roth, logran 80 puntos, exactamente lo mismo que The Lemon Table, de Julian Barnes. Kafka on the Shore, de Haruki Murakami, está muy cerca, con 79 puntos, mientras que su Blind Willow, Sleeping Woman llegó a los 85.
Suite Francaise, el díptico de Irene Nemirovsky, es el libro con el consenso más pleno: 95 puntos sobre 100: salvo por Dan Jacobson, de The London Review of Books, no hubo crítico que no considerara Suite Francaise un clásico instantáneo, e incluso Jacobson mismo observa que, si a Nemirovsky le hubiera alcanzado la vida para terminar su proyecto, el resultado habría sido "una obra maestra". (Modestamente, el grueso tomo de Nemirovsky fue el libro del año en Puente Aéreo el 2006.
En el top-20 de Metacritic aparecen, claro, libros de otros autores brillantes y ampliamente reconocidos desde hace un largo tiempo: The Road, the Cormac McCarthy, llega a los 90 puntos; Runaway, de Alice Munro, a los 88; el único cómic en la cima es uno de Daniel Clowes, que es un maestro: su Ice Haven también logra 88 puntos.
Harry Potter, ¿un clásico?
Y en ese grupo de privilegiados, incluso por arriba de Cynthia Ozick y E.L. Doctorow, y mucho mejor vista que los libros recientes de García Márquez, Auster, Murakami, Roth, Pynchon, Chabon, Tóibín o McEwan, se encuentra la novela Harry Potter and the Deathly Hallows, de J.K. Rowling, con 88 puntos considerando las primeras 8 reseñas aparecidas ya en la prensa, e incluyendo entre ellas la de la temida Michiko Kakutani, del New York Times, y la de John Mullan en The Guardian.
¿Que a qué viene esta catarata de cifras? Uno puede tomar dos posturas, creo, en principio, sobre la recepción crítica que coloca la saga de Harry Potter, o al menos su volumen final, entre la mejor literatura de nuestro tiempo: se puede pensar que críticos como Kakutani son complacientes con una pieza literaria que se fija metas menos ambiciosas que las que se colocan a sí mismos Roth, Murakami y compañía. También se puede tener fe en la crítica y creer que, acaso, tal vez, la saga de Harry Potter es bastante más que el más efectivo ejercicio comercial y editorial en la era de las súper cifras: quizás sea gran literatura.
En su reseña del libro, Kakutani hace una larga lista de influencias, todas ellas tomadas de entre la aristocracia de las letras universales, y parece quedarse con Dickens como el autor bajo cuyo signo Rowling escribe, y cuya herencia renueva (pero también menciona la facilidad y limpieza con que el libro de Rowling alude a Homero, Milton, Shakespeare o Kafka).
A mí, la verdad, todo eso me huele a la peor complacencia postmo: es indudable que los méritos de la saga de Rowling son muchos, pero ninguno de ellos es ser literatura de primer nivel y ninguno de ellos la hace comparable con los referentes que Kakutani pone sobre la mesa. Kakutani, en el fondo, está cayendo en una falta atroz: está juzgando a Harry Potter como un artefacto que cumple a la perfección con una serie de expectativas reducidas y limitadas.
Si el día de mañana Paul Auster tuviera la desafortunada idea de escribir la sétima parte de la saga del niño-mago, y el resultado tuviera el mismo nivel que las novelas de Rowling, Kakutani y los demás críticos dirían que Auster ha entrado en la fase terminal de alguna enfermedad que le ha sorbido el cerebro y cancelado la agudeza y la maestría.
Es curiosa esa actitud, porque, a fuerza de querer lucir abierta, desenfadada, inclusiva, muy muy postmo, no hace sino subrayar el hecho de que estos críticos perciben claramente la distancia entre dos distintas esferas literarias: por un lado, una literatura comercial, que potencia el atractivo inmediato de las narraciones populares y desescama otras tradiciones para generar libros de consumo inmediato; por otro lado, una literatura riesgosa, de descubrimiento y experimentación, de búsqueda estética e intelectual, dispuesta a muchas cosas, incluso al fracaso.
¿Es justo que la crítica relativice tanto sus juicios? ¿Es justo que se acabe por aceptar consensualmente que los libros de Harry Potter son --de alguna manera caprichosa, casi incomprensible-- superiores a The Plot Against America o Kafka on the Shore? ¿Soy demasiado coservador si apunto que decir eso es un poquito como decir que el campeón de la Segunda División es mejor que el subcampeón del Mundial? ¿Existen o no existen segundas divisiones en la literatura?
Más de una vez les he hablado sobre el sitio web Metacritic, que recolecta en una base de datos las reseñas de la prensa de lengua inglesa sobre libros, discos y películas lanzados a sus respectivos mercados y, además, otorga un puntaje del 0 al 100 a cada obra de acuerdo con los juicios que los reseñistas se hayan hecho de ella.
Cada vez que he mencionado a Metacritic, se me ha objetado --quizás no con estas palabras pero sí con esta intención-- que prestarle atención a tal cosa es una trivialidad. La verdad es que yo ni siquiera me pregunto si lo es o no: simplemente tengo la impresión de que Metacritic ofrece una serie de buenos indicios para evaluar la mejor o peor acogida que los libros, las películas y la música merecen de parte de la crítica anglo. En cierta forma, además, lo verdaderamente trivial es no prestar atención a las opiniones de los demás, y Metacritic es ante todo una reunión de opiniones. En ese espíritu, estos son datos que me parecen interesantes: del 0 al 100, Metacritic pondera las reseñas sobre Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, en 63 puntos; las de The Brooklyn Follies, de Paul Auster, en 67; las de Travels in the Scriptorium, del mismo Auster, en apenas 49.
Against the Day, de Thomas Pynchon, se queda en 68 puntos; The Final Solution de Michael Chabon llega sólo a 63, mientras que su The Yiddish Policemen´s Union alcanza, en cambio, los 75.
Tanto Everyman como The Plot Against America, de Philip Roth, logran 80 puntos, exactamente lo mismo que The Lemon Table, de Julian Barnes. Kafka on the Shore, de Haruki Murakami, está muy cerca, con 79 puntos, mientras que su Blind Willow, Sleeping Woman llegó a los 85.
Suite Francaise, el díptico de Irene Nemirovsky, es el libro con el consenso más pleno: 95 puntos sobre 100: salvo por Dan Jacobson, de The London Review of Books, no hubo crítico que no considerara Suite Francaise un clásico instantáneo, e incluso Jacobson mismo observa que, si a Nemirovsky le hubiera alcanzado la vida para terminar su proyecto, el resultado habría sido "una obra maestra". (Modestamente, el grueso tomo de Nemirovsky fue el libro del año en Puente Aéreo el 2006.
En el top-20 de Metacritic aparecen, claro, libros de otros autores brillantes y ampliamente reconocidos desde hace un largo tiempo: The Road, the Cormac McCarthy, llega a los 90 puntos; Runaway, de Alice Munro, a los 88; el único cómic en la cima es uno de Daniel Clowes, que es un maestro: su Ice Haven también logra 88 puntos.
Harry Potter, ¿un clásico?
Y en ese grupo de privilegiados, incluso por arriba de Cynthia Ozick y E.L. Doctorow, y mucho mejor vista que los libros recientes de García Márquez, Auster, Murakami, Roth, Pynchon, Chabon, Tóibín o McEwan, se encuentra la novela Harry Potter and the Deathly Hallows, de J.K. Rowling, con 88 puntos considerando las primeras 8 reseñas aparecidas ya en la prensa, e incluyendo entre ellas la de la temida Michiko Kakutani, del New York Times, y la de John Mullan en The Guardian.
¿Que a qué viene esta catarata de cifras? Uno puede tomar dos posturas, creo, en principio, sobre la recepción crítica que coloca la saga de Harry Potter, o al menos su volumen final, entre la mejor literatura de nuestro tiempo: se puede pensar que críticos como Kakutani son complacientes con una pieza literaria que se fija metas menos ambiciosas que las que se colocan a sí mismos Roth, Murakami y compañía. También se puede tener fe en la crítica y creer que, acaso, tal vez, la saga de Harry Potter es bastante más que el más efectivo ejercicio comercial y editorial en la era de las súper cifras: quizás sea gran literatura.
En su reseña del libro, Kakutani hace una larga lista de influencias, todas ellas tomadas de entre la aristocracia de las letras universales, y parece quedarse con Dickens como el autor bajo cuyo signo Rowling escribe, y cuya herencia renueva (pero también menciona la facilidad y limpieza con que el libro de Rowling alude a Homero, Milton, Shakespeare o Kafka).
A mí, la verdad, todo eso me huele a la peor complacencia postmo: es indudable que los méritos de la saga de Rowling son muchos, pero ninguno de ellos es ser literatura de primer nivel y ninguno de ellos la hace comparable con los referentes que Kakutani pone sobre la mesa. Kakutani, en el fondo, está cayendo en una falta atroz: está juzgando a Harry Potter como un artefacto que cumple a la perfección con una serie de expectativas reducidas y limitadas.
Si el día de mañana Paul Auster tuviera la desafortunada idea de escribir la sétima parte de la saga del niño-mago, y el resultado tuviera el mismo nivel que las novelas de Rowling, Kakutani y los demás críticos dirían que Auster ha entrado en la fase terminal de alguna enfermedad que le ha sorbido el cerebro y cancelado la agudeza y la maestría.
Es curiosa esa actitud, porque, a fuerza de querer lucir abierta, desenfadada, inclusiva, muy muy postmo, no hace sino subrayar el hecho de que estos críticos perciben claramente la distancia entre dos distintas esferas literarias: por un lado, una literatura comercial, que potencia el atractivo inmediato de las narraciones populares y desescama otras tradiciones para generar libros de consumo inmediato; por otro lado, una literatura riesgosa, de descubrimiento y experimentación, de búsqueda estética e intelectual, dispuesta a muchas cosas, incluso al fracaso.
¿Es justo que la crítica relativice tanto sus juicios? ¿Es justo que se acabe por aceptar consensualmente que los libros de Harry Potter son --de alguna manera caprichosa, casi incomprensible-- superiores a The Plot Against America o Kafka on the Shore? ¿Soy demasiado coservador si apunto que decir eso es un poquito como decir que el campeón de la Segunda División es mejor que el subcampeón del Mundial? ¿Existen o no existen segundas divisiones en la literatura?
20.7.07
Bolaño y sus criaturas
El canon y cómo se alimenta de sus enemigos
En Moleskine Literario, el blog de Iván Thays, encuentro esta anotación:
Yo no creo, en realidad, que se pueda agrupar a los escritores en canónicos y anticanónicos: el canon es por naturaleza un neutralizador de sus enemigos. Todo anticanónico que tiene éxito en socavar el canon de manera trascendente pasa por necesidad a integrarlo: el canon es como esos quintaesenciales monstruos de tira cómica que se alimentan de todo cuanto se les arroja, pero también es como esos villanos paranormales de los X Files que aprenden a asumir la forma de sus enemigos.
Y además, el canon no es precisamente una institución; es más una suposición: una zona imaginaria constituida por la suma (o la disputa) de sus descripciones: quien atenta contra el canon es con toda probabilidad alguien que lo imagina de manera distinta, y eso quiere decir, casi siempre, alguien que se imagina a sí mismo o a sus íconos formando parte de un canon alterno, que algún día debería reemplazar al existente.
Iván menciona el fenómeno del endiosamiento de Bolaño por parte de los escritores jóvenes que lo ven como un radical anticanónico: lo curioso de esa idolatría es que ella misma no es sino el primer paso de la canonización del novelista chileno.
Lo lamentable del hecho (porque algo de lamentable tiene la inocencia del endiosamiento) es que revela cuán poco distinguen algunos el árbol genealógico de Bolaño, cómo lo ven surgido del aire y qué poco vinculado con sus ancestros, incluso los más evidentes: Sterne, Cervantes, Proust, Kafka, Walser, Perec, Di Benedetto, Bianco, además de, sin duda, Pitol, Vargas Llosa, Cortázar, etc.
Imagen: ilustración de Francisco Villa para Pie de Página.
En Moleskine Literario, el blog de Iván Thays, encuentro esta anotación:
"El éxito de Bolaño para muchos lectores jóvenes descansa en su radicalidad, en su postura anti-canónica, en sus ensayos y opiniones molotov contra el establishment literario. Pero ¿era en realidad Bolaño un contestatario? ¿O más bien un aspirante a ser canónico, un escritor que busca el prestigio y la respetabilidad de sus contemporáneos?"Iván escribe esto para de inmediato recomendar el texto que motiva su reflexión --un post de Jean Francois Fogel en su blog de El Boomeran(g), en el que el periodista francés se pregunta hasta dónde era Bolaño un genuino dinamitero del canon, un verdadero radical dispuesto a incendiar su posible prestigio literario, y no, como la mayoría de los escritores, un autor con "afán de respetabilidad".
Yo no creo, en realidad, que se pueda agrupar a los escritores en canónicos y anticanónicos: el canon es por naturaleza un neutralizador de sus enemigos. Todo anticanónico que tiene éxito en socavar el canon de manera trascendente pasa por necesidad a integrarlo: el canon es como esos quintaesenciales monstruos de tira cómica que se alimentan de todo cuanto se les arroja, pero también es como esos villanos paranormales de los X Files que aprenden a asumir la forma de sus enemigos.
Y además, el canon no es precisamente una institución; es más una suposición: una zona imaginaria constituida por la suma (o la disputa) de sus descripciones: quien atenta contra el canon es con toda probabilidad alguien que lo imagina de manera distinta, y eso quiere decir, casi siempre, alguien que se imagina a sí mismo o a sus íconos formando parte de un canon alterno, que algún día debería reemplazar al existente.
Iván menciona el fenómeno del endiosamiento de Bolaño por parte de los escritores jóvenes que lo ven como un radical anticanónico: lo curioso de esa idolatría es que ella misma no es sino el primer paso de la canonización del novelista chileno.
Lo lamentable del hecho (porque algo de lamentable tiene la inocencia del endiosamiento) es que revela cuán poco distinguen algunos el árbol genealógico de Bolaño, cómo lo ven surgido del aire y qué poco vinculado con sus ancestros, incluso los más evidentes: Sterne, Cervantes, Proust, Kafka, Walser, Perec, Di Benedetto, Bianco, además de, sin duda, Pitol, Vargas Llosa, Cortázar, etc.
Imagen: ilustración de Francisco Villa para Pie de Página.
Roman à clef: la carta tapada
Jaime Bayly y el costumbrismo contemporáneo
Entre los argumentos que uno escucha con frecuencia acerca del éxito de las novelas de Jaime Bayly, uno muy común es el que señala que el único interés de sus libros está en su mal oculta carga chismográfica: son libros exitosos para el mercado peruano porque la lectoría local los devora en busca de desenmascarar a las personas reales que la narración a malescondido tras unos nombres ficticios y unas biografías apenas alteradas.
Quienes dicen eso, en el fondo, pienso, abrigan la expectativa de que, pasada la generación de quienes pueden reconocer las referencias de Bayly, sus libros desaparezcan y se vuelvan cosa del pasado, curiosidades que les gustaban a los abuelos. Lo mismo habrán esperado los enemigos del Kerouac de On the Road; lo mismo los del Hemingway de The Sun Also Rises, lo mismo los del Fitzgerald de Tender is the Night.
Sin embargo, mal que nos pese a quienes no disfrutamos la literatura de Bayly, el asunto no puede ser tan sencillo, y no hay que esperar la extinción total de nuestra generación para comprobarlo: los libros de Bayly se venden, aun más que en el Perú, en Chile, en España, en la comunidad hispana de Estados Unidos, etc., donde la identidad de tal o cual actriz, tal o cual futbolista, tal o cual periodista de opinión peruanos, resulta generalmente secundaria, cuando no, simplemente, del todo indetectable.
Bayly, claro está, tiene méritos literarios (no es un César Hildebrandt que se agarre a cabezazos cotidianamente con el lenguaje, que confunda barroco con barraca y con berraco, y piense que humor negro y estreñimiento son lo mismo, y que agudeza y hepatitits son iguales). Bayly tiene oído para percibir la oralidad y picardía para llevarla al papel, y además es inmisericorde para la caricatura de tipos sociales, y eso hay que señalarlo incluso cuando uno crea, como yo, que la falta de misericordia, cuando se combina con la inacabable fila de prejuicios burgueses que Bayly cobija y alimenta, es a la larga una buena receta para engendrar mala literatura.
Pero, regresando al tema: no sería injusto decir, entonces, quizá, que los libros de Bayly funcionan también fuera del Perú porque Bayly ha pasado a ocupar, con los años, desde su primera novela, un lugar que la inmensa mayoría de los escritores con talento rehúye, rechaza e incluso teme en América Latina: el lugar del costumbrista, que es a lo que la tradición hispánica ha reducido la función del autor satírico con el correr de las décadas.
El nuevo costumbrista hispano es un satírico que ha olvidado sus lecciones de dibujo al natural y todo lo que toca lo vuelve caricatura; un retratista inevitablemente grotesco, un observador que convierte en esquema deforme lo observado (un Ribeyro astigmático y miope, tan tenue de vista que sólo alcanza a percibir las figuras más gruesas).
Se podría suponer, entonces, pese al talento de Bayly en la reconstrucción de tonos y acentos, y pese a su hábito por el roman à clef, que las razones de su éxito son mucho más paradójicas: quizá tenga que ver con lo impreciso y general de su universo, con el hecho de que en todas partes la gente quiere ver (o, más bien, desea imaginar) cuán fatuos, planos, monocordes, aburridos y tediosos son los pitucos, cuán unidimensionales son sus vidas, cuán lamentable es la llanura de sus relaciones.
Dedicado a mirar desde el costumbrismo a la pituquería limeña, Bayly ha dado en el clavo de un involuntario costumbrismo de la pituquería latinoamericana: su éxito no se diferencia mucho del éxito de las secciones de chismes que los lectores peruanos pueden leer y extrañamente disfrutar en las revistas mexicanas, los mexicanos en las españolas, los chilenos en las argentinas, etc: los personajes acaban siendo tipos irrelevantes como individuos y, a fuerza de ser gaseosos, parecen flotar por todo el continente.
Entre los argumentos que uno escucha con frecuencia acerca del éxito de las novelas de Jaime Bayly, uno muy común es el que señala que el único interés de sus libros está en su mal oculta carga chismográfica: son libros exitosos para el mercado peruano porque la lectoría local los devora en busca de desenmascarar a las personas reales que la narración a malescondido tras unos nombres ficticios y unas biografías apenas alteradas.
Quienes dicen eso, en el fondo, pienso, abrigan la expectativa de que, pasada la generación de quienes pueden reconocer las referencias de Bayly, sus libros desaparezcan y se vuelvan cosa del pasado, curiosidades que les gustaban a los abuelos. Lo mismo habrán esperado los enemigos del Kerouac de On the Road; lo mismo los del Hemingway de The Sun Also Rises, lo mismo los del Fitzgerald de Tender is the Night.
Sin embargo, mal que nos pese a quienes no disfrutamos la literatura de Bayly, el asunto no puede ser tan sencillo, y no hay que esperar la extinción total de nuestra generación para comprobarlo: los libros de Bayly se venden, aun más que en el Perú, en Chile, en España, en la comunidad hispana de Estados Unidos, etc., donde la identidad de tal o cual actriz, tal o cual futbolista, tal o cual periodista de opinión peruanos, resulta generalmente secundaria, cuando no, simplemente, del todo indetectable.
Bayly, claro está, tiene méritos literarios (no es un César Hildebrandt que se agarre a cabezazos cotidianamente con el lenguaje, que confunda barroco con barraca y con berraco, y piense que humor negro y estreñimiento son lo mismo, y que agudeza y hepatitits son iguales). Bayly tiene oído para percibir la oralidad y picardía para llevarla al papel, y además es inmisericorde para la caricatura de tipos sociales, y eso hay que señalarlo incluso cuando uno crea, como yo, que la falta de misericordia, cuando se combina con la inacabable fila de prejuicios burgueses que Bayly cobija y alimenta, es a la larga una buena receta para engendrar mala literatura.
Pero, regresando al tema: no sería injusto decir, entonces, quizá, que los libros de Bayly funcionan también fuera del Perú porque Bayly ha pasado a ocupar, con los años, desde su primera novela, un lugar que la inmensa mayoría de los escritores con talento rehúye, rechaza e incluso teme en América Latina: el lugar del costumbrista, que es a lo que la tradición hispánica ha reducido la función del autor satírico con el correr de las décadas.
El nuevo costumbrista hispano es un satírico que ha olvidado sus lecciones de dibujo al natural y todo lo que toca lo vuelve caricatura; un retratista inevitablemente grotesco, un observador que convierte en esquema deforme lo observado (un Ribeyro astigmático y miope, tan tenue de vista que sólo alcanza a percibir las figuras más gruesas).
Se podría suponer, entonces, pese al talento de Bayly en la reconstrucción de tonos y acentos, y pese a su hábito por el roman à clef, que las razones de su éxito son mucho más paradójicas: quizá tenga que ver con lo impreciso y general de su universo, con el hecho de que en todas partes la gente quiere ver (o, más bien, desea imaginar) cuán fatuos, planos, monocordes, aburridos y tediosos son los pitucos, cuán unidimensionales son sus vidas, cuán lamentable es la llanura de sus relaciones.
Dedicado a mirar desde el costumbrismo a la pituquería limeña, Bayly ha dado en el clavo de un involuntario costumbrismo de la pituquería latinoamericana: su éxito no se diferencia mucho del éxito de las secciones de chismes que los lectores peruanos pueden leer y extrañamente disfrutar en las revistas mexicanas, los mexicanos en las españolas, los chilenos en las argentinas, etc: los personajes acaban siendo tipos irrelevantes como individuos y, a fuerza de ser gaseosos, parecen flotar por todo el continente.
19.7.07
In memoriam R. F.
Se cumplió el plazo final de una lenta pérdida: murió Fontanarrosa
Cada vez que a uno le dicen que los argentinos son presumidos y que el ego se les desborda, uno debe pensar: "pero Inodoro Pereyra también es argentino". Y Roberto Fontanarrosa, su inventor, igualmente. O lo fue.
El día de hoy, al cabo de una triste enfermedad degenerativa, ha muerto el Negro Fontanarrosa, creador de Boogie el Aceitoso y del más renombrado de los héroes anónimos que haya atravesado la pampa sureña: el gaucho Inodoro Pereyra, el gaucho muerto de hambre, muerto de frío, el gaucho habituado a la agonía que alguna vez nos dio a todos un espejo para reírnos de las miserias de América Latina, y que sin duda, huérfano ahora, para colmo, nos lo seguirá ofreciendo.
Fontanarrosa fue también un cuentista y un novelista interesante, que no por desbordar humor perdió nunca la sensibilidad para el drama y la emoción, y a quien cabe asociar con otros narradores argentinos de sensibilidad popular y cariño por los barrios marginales de la literatura, como Osvaldo Soriano y el primer Mempo Giardinelli.
Quienes sólo lo hayan conocido por sus cómics, ganarán mucho dándole una mirada a cuatro de sus cuentos más recordados: "19 de diciembre de 1971", "El mundo ha vivido equivocado", "Palabras iniciales" y "El ocho era Moacyr".
Notarán que varios de esos textos tienen que ver con el fútbol. Fontanarrosa alguna vez dijo (y pueden ver el vídeo de esa entrevista aquí): "Yo llego a escribir de fútbol porque me gusta el fútbol, no porque me guste la literatura. Me gusta la literatura, sí, pero me gusta más el fútbol". Hay algo profundamente inteligente en esa frase: en ella hay una razón moral que entiende el arte como celebración de la vida. Todo en Fontanarrosa tenía que ver con eso; y eso lo hacía tan genuino.
Imágenes: Homenaje de Quino a Inodoro Pereyra. Cómic de Fontanarrosa. Hacer clic para verlas amplaidas.
Cada vez que a uno le dicen que los argentinos son presumidos y que el ego se les desborda, uno debe pensar: "pero Inodoro Pereyra también es argentino". Y Roberto Fontanarrosa, su inventor, igualmente. O lo fue.
El día de hoy, al cabo de una triste enfermedad degenerativa, ha muerto el Negro Fontanarrosa, creador de Boogie el Aceitoso y del más renombrado de los héroes anónimos que haya atravesado la pampa sureña: el gaucho Inodoro Pereyra, el gaucho muerto de hambre, muerto de frío, el gaucho habituado a la agonía que alguna vez nos dio a todos un espejo para reírnos de las miserias de América Latina, y que sin duda, huérfano ahora, para colmo, nos lo seguirá ofreciendo.
Fontanarrosa fue también un cuentista y un novelista interesante, que no por desbordar humor perdió nunca la sensibilidad para el drama y la emoción, y a quien cabe asociar con otros narradores argentinos de sensibilidad popular y cariño por los barrios marginales de la literatura, como Osvaldo Soriano y el primer Mempo Giardinelli.
Quienes sólo lo hayan conocido por sus cómics, ganarán mucho dándole una mirada a cuatro de sus cuentos más recordados: "19 de diciembre de 1971", "El mundo ha vivido equivocado", "Palabras iniciales" y "El ocho era Moacyr".
Notarán que varios de esos textos tienen que ver con el fútbol. Fontanarrosa alguna vez dijo (y pueden ver el vídeo de esa entrevista aquí): "Yo llego a escribir de fútbol porque me gusta el fútbol, no porque me guste la literatura. Me gusta la literatura, sí, pero me gusta más el fútbol". Hay algo profundamente inteligente en esa frase: en ella hay una razón moral que entiende el arte como celebración de la vida. Todo en Fontanarrosa tenía que ver con eso; y eso lo hacía tan genuino.
Imágenes: Homenaje de Quino a Inodoro Pereyra. Cómic de Fontanarrosa. Hacer clic para verlas amplaidas.
Dos precisiones
Sobre cómo acusar a alguien, incluso si es Alfredo Bryce
Ya que Fernando Vivas ha lanzado la bombita apestosa de la acusación de plagio número 28 contra Alfredo Bryce --verla en el último párrafo de este artículo suyo--, y, apurado por dios sabe qué prisa, lo ha hecho antes de confirmar la precisión del dato (que él llama "dato preciso"), aprovecho para darles la referencia de mejor manera.
Vivas --que académico no es y eso se nota-- dice bien pero cita mal: Julio Ortega jamás ha escrito un libro titulado Julio Ramón Ribeyro: la naturaleza del código.
El libro al que ha querido aludir Vivas se llama Crítica de la identidad y contiene una sección sobre Ribeyro, en la que se reúnen dos artículos, el segundo de los cuales, titulado "La naturaleza del código", fue profusamente plagiado por Alfredo Bryce en 1994.
(Por cierto, Bryce sí cita a Ortega, pero lo hace solamente en el último párrafo, cuando está claro que la mayor parte de su ensayo de cinco páginas es copia literal).
Me pregunto si existe alguna necesidad de hacer lo que hizo Vivas: dar la noticia con profusión de condicionales y potenciales, cometiendo imprecisiones y de oídas, en vez de abrir dos libros y comparar sus contenidos. ¿O es que la lectura y la comprobación de datos son incompatibles con la premura del periodismo? Sé que no. Y probablemente incluso Alfredo Bryce, nuevo punching ball de la prensa peruana, merece que los periodistas confirmen lo que dicen sobre él antes de decirlo, sobre todo cuando hacerlo es evidentemente muy fácil.
Por otra parte, siempre a la vanguardia del humor involuntario, cierto poetastro de obsesiones monológicas y desbarradas corales ha acusado hoy día a Bryce de ser un "plagiador encallecido". Dado que en nuestra lengua el que copia se llama "plagiario" y llamamos "plagiador" al que secuestra personas, el poetastro hará bien en corregir su centésima metida de pata antes de que le caiga encima un juicio por difamación que lo deje entregado al graffiti en una celda por varios años.
Ya que Fernando Vivas ha lanzado la bombita apestosa de la acusación de plagio número 28 contra Alfredo Bryce --verla en el último párrafo de este artículo suyo--, y, apurado por dios sabe qué prisa, lo ha hecho antes de confirmar la precisión del dato (que él llama "dato preciso"), aprovecho para darles la referencia de mejor manera.
Vivas --que académico no es y eso se nota-- dice bien pero cita mal: Julio Ortega jamás ha escrito un libro titulado Julio Ramón Ribeyro: la naturaleza del código.
El libro al que ha querido aludir Vivas se llama Crítica de la identidad y contiene una sección sobre Ribeyro, en la que se reúnen dos artículos, el segundo de los cuales, titulado "La naturaleza del código", fue profusamente plagiado por Alfredo Bryce en 1994.
(Por cierto, Bryce sí cita a Ortega, pero lo hace solamente en el último párrafo, cuando está claro que la mayor parte de su ensayo de cinco páginas es copia literal).
Me pregunto si existe alguna necesidad de hacer lo que hizo Vivas: dar la noticia con profusión de condicionales y potenciales, cometiendo imprecisiones y de oídas, en vez de abrir dos libros y comparar sus contenidos. ¿O es que la lectura y la comprobación de datos son incompatibles con la premura del periodismo? Sé que no. Y probablemente incluso Alfredo Bryce, nuevo punching ball de la prensa peruana, merece que los periodistas confirmen lo que dicen sobre él antes de decirlo, sobre todo cuando hacerlo es evidentemente muy fácil.
Por otra parte, siempre a la vanguardia del humor involuntario, cierto poetastro de obsesiones monológicas y desbarradas corales ha acusado hoy día a Bryce de ser un "plagiador encallecido". Dado que en nuestra lengua el que copia se llama "plagiario" y llamamos "plagiador" al que secuestra personas, el poetastro hará bien en corregir su centésima metida de pata antes de que le caiga encima un juicio por difamación que lo deje entregado al graffiti en una celda por varios años.
18.7.07
Las fronteras del plagio
Una carta de Enrique Prochazka a propósito del post anterior
Copio (no plagio) un comentario enviado por Enrique Prochazka a este blog a raíz de mi alusión a T.S. Eliot en relación con el tema de los plagios, y luego de su carta apunto mi respuesta:
Y mi respuesta a la carta
Qué tal, Enrique. Yo no creo que estemos muy lejos el uno del otro en nuestras opiniones sobre esto: paradójicamente en el terreno de los plagios y los homenajes, las citas y las alusiones, las referencias hechas para ser descubiertas y las diseñadas para permanecer ocultas, la distancia es enorme y sin embargo, aun así, imprecisa.
Propongo un caso ficticio como si fuera un caso real: cuando el sospechoso narrador de "Pierre Menard, autor del Quijote", describe el método de Menard como "la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas", está describiendo complejamente lo que un periodista de Perú 21 caracterizaría, sin mayor delicadeza teórica, como un plagio descarado. ¿Lo es?
Menard, después de todo, genera consciente y deliberadamente un texto idéntico al de Cervantes, incluso a pesar de que en su hechura evite la copia directa y material, es decir, evite mirar el texto fuente.
Probablemente estarás de acuerdo en que, en el cuento de Borges, más interesante que Menard es el crítico que asume la narración del relato, el que engendra las arbitrarias interpretaciones y, al construir un sentido distinto para un texto idéntico al original, pretende que ambos textos son esencialmente diferentes. No puedo evitar la sensación de que la deshonestidad no está en Menard --que en el peor de los casos no es sino un escritor epigonal-- sino en el crítico que lo quiere hacer forzosamente innovador. Otra manera de decirlo es esta: Menard no evita reconocer la relación entre su texto y el de Cervantes, pero el comentarista quiere borrar a toda costa el vínculo: quiere que el Quijote de Menard sea enteramente nuevo.
Aquí llego a mi punto: creo que la zona de frontera entre el plagio y lo otro (sea homenaje, recreación, reelaboración o vuelta de tuerca) tiene un rasgo enteramente relativo, subjetivo y dependiente de la calidad del segundo texto y de su capacidad semántica.
Es decir, si el texto-homenaje, el texto producto de lo que los mismos Pound y Eliot (o quizá fue Joyce) llamaban, si no recuerdo mal, el "método mítico", resignifica al anterior, lo ensancha, gana un sentido que no estaba en el primero, etc., el posible plagio se transforma en homenaje.
El Ulises, por ejemplo, en su relación con la Odisea, se salva de ser plagio no porque el texto original no haya sido reproducido superficialmente, sino porque en el Ulises hay un universo de significaciones que trasciende al de la Odisea y, sin embargo, también hay el reconocimiento implícito de que muchas de esas significaciones no podrán ser descubiertas jamás si no se vuelve al texto original: mientras que el plagio trata de abolir a su fuente y reemplazarla, el homenaje y la cita promueven su lectura.
Me pregunto si el caso de Eliot no será, simplemente, que "The Waste Land", en su absoluta maestría, se ha vuelto tan independiente de su fuente (es tan prescindible el poema de Cawein para un lector de Eliot) que da la impresión de que el autor hubiera querido intencionalmente aniquilar al poema precedente: algo así como un asesinato involuntario.
(Por supuesto, quienes quieran comentar mi texto o el de Enrique regresando al tema de Bryce, deberán tener en consideración que una cosa es el terreno de la literatura, donde la estética es esencial y, por tanto, la innovación estética es credencial de originalidad, y otra cosa es la apropiación de textos, datos e ideas ajenas en un campo como el periodismo, por ejemplo, donde precisamente la información es lo crucial).
Imagen tomada de aquí.
Copio (no plagio) un comentario enviado por Enrique Prochazka a este blog a raíz de mi alusión a T.S. Eliot en relación con el tema de los plagios, y luego de su carta apunto mi respuesta:
"Hola Gustavo. También estoy un poco aburrido de los hallazgos de plagios de Bryce; cualquier periódico podría abrir ahora una sub-sección en su sección espectáculos con ese tema, junto a los embarazos de las vedettes o las escapadas de los DT; su abundancia y común chatura le quita el interés literario que tuvo al inicio, y ahora es sólo un dato de la biografía de ABE. "Tantas Veces Pedro" me seguirá haciendo reír.
"Sin embargo, el tema del plagio y sus fronteras con el guiño y el juego del enigma con el lector sí me resultan atendibles. Y todavía hay otra raíz: la alusión a una figura universal, a un arquetipo, a un objeto eterno. Mencionas el ejemplo de Waste Land y The Waste Land. Entre nosotros, Fernando Fuenzalida publicó hace algunos años Tierra baldía. En el prólogo, escribí lo siguiente: 'La tierra baldía es un elemento fijo de la mitología celta, una etapa obligada del viaje de un alma hacia países de bonanza como la Isla de Vidrio, Avalon, Tir na n-Og... El yermo es una concesión al prurito celta por las compensaciones simétricas, observado ya por Procopio y otros historiadores clásicos y consagrados en los Ímráma irlandeses. Se llega a las Islas Afortunadas o a I Brassil -tierra de juventud- tras esa travesía por el reino de la vetustez' (El Logos Estepario. Prólogo a LTB, Lima: Australis, 1995, p. xxvii).
"Por estos antecedentes antiquísimos -la primera versión en forma de libro probablemente fue la occitana, Li Contes del Graal, de Chrètien de Troyes, que emplea el término 'terre gaste' para referirse a lo que Eliot cantaría- no creo que pueda hablarse de plagio entre uno y otro poeta, y terceros o cuartos. De manera patente, están mirando a una fuente común y haciéndole "literatura". En el mismo orden de cosas, diríase entonces que yo plagié al Prometeo de Esquilo en mi cuento "Cáucaso". Creo que no; es una reelaboración y también, como quiere ABE, un homenaje a la idea de otro. Pero la clave es entonces que el juego exige que ese otro sea reconocido por quien atestigua el homenaje. En Cáucaso, pues, yo puse un epígrafe de Esquilo con ese fin.
"Una experiencia diferente, pero que se rige (supongo) por las mismas pocas reglas, es la del 'plagio' que 'cometí' con mi "Test de Turing", y que está abundantemente descrito por mí mismo en la sección NOTAS de "Cuarenta Sílabas, Catorce Palabras". Dije allí que había tomado de una novela ajena ideas y personajes que luego se habían desarrollado muchísimo en mi propio relato. También estaban las viejas figuras de Pigmalión y los autómatas de la Ilustración, estaba "La Escritura del Dios", de Borges, y mucho Leibniz y Gödel. Todo eso se vertió en el relato y en NOTAS, de manera sumamente explícita. ¿Plagios? Creo que no lo son cuando se revelan, y cuando se le da ese ostensible carácter de homenaje o de juego.
"Me interesaría conocer tus comentarios al respecto; sé que lo discutieron unos meses atrás, cuando esto empezó, pero ya se alejó la marea de insultos y lo que debe quedar ahora son algunas cosas más educadas e interesantes varadas en la playa.
"Saludos, Enrique Prochazka"
Y mi respuesta a la carta
Qué tal, Enrique. Yo no creo que estemos muy lejos el uno del otro en nuestras opiniones sobre esto: paradójicamente en el terreno de los plagios y los homenajes, las citas y las alusiones, las referencias hechas para ser descubiertas y las diseñadas para permanecer ocultas, la distancia es enorme y sin embargo, aun así, imprecisa.
Propongo un caso ficticio como si fuera un caso real: cuando el sospechoso narrador de "Pierre Menard, autor del Quijote", describe el método de Menard como "la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas", está describiendo complejamente lo que un periodista de Perú 21 caracterizaría, sin mayor delicadeza teórica, como un plagio descarado. ¿Lo es?
Menard, después de todo, genera consciente y deliberadamente un texto idéntico al de Cervantes, incluso a pesar de que en su hechura evite la copia directa y material, es decir, evite mirar el texto fuente.
Probablemente estarás de acuerdo en que, en el cuento de Borges, más interesante que Menard es el crítico que asume la narración del relato, el que engendra las arbitrarias interpretaciones y, al construir un sentido distinto para un texto idéntico al original, pretende que ambos textos son esencialmente diferentes. No puedo evitar la sensación de que la deshonestidad no está en Menard --que en el peor de los casos no es sino un escritor epigonal-- sino en el crítico que lo quiere hacer forzosamente innovador. Otra manera de decirlo es esta: Menard no evita reconocer la relación entre su texto y el de Cervantes, pero el comentarista quiere borrar a toda costa el vínculo: quiere que el Quijote de Menard sea enteramente nuevo.
Aquí llego a mi punto: creo que la zona de frontera entre el plagio y lo otro (sea homenaje, recreación, reelaboración o vuelta de tuerca) tiene un rasgo enteramente relativo, subjetivo y dependiente de la calidad del segundo texto y de su capacidad semántica.
Es decir, si el texto-homenaje, el texto producto de lo que los mismos Pound y Eliot (o quizá fue Joyce) llamaban, si no recuerdo mal, el "método mítico", resignifica al anterior, lo ensancha, gana un sentido que no estaba en el primero, etc., el posible plagio se transforma en homenaje.
El Ulises, por ejemplo, en su relación con la Odisea, se salva de ser plagio no porque el texto original no haya sido reproducido superficialmente, sino porque en el Ulises hay un universo de significaciones que trasciende al de la Odisea y, sin embargo, también hay el reconocimiento implícito de que muchas de esas significaciones no podrán ser descubiertas jamás si no se vuelve al texto original: mientras que el plagio trata de abolir a su fuente y reemplazarla, el homenaje y la cita promueven su lectura.
Me pregunto si el caso de Eliot no será, simplemente, que "The Waste Land", en su absoluta maestría, se ha vuelto tan independiente de su fuente (es tan prescindible el poema de Cawein para un lector de Eliot) que da la impresión de que el autor hubiera querido intencionalmente aniquilar al poema precedente: algo así como un asesinato involuntario.
(Por supuesto, quienes quieran comentar mi texto o el de Enrique regresando al tema de Bryce, deberán tener en consideración que una cosa es el terreno de la literatura, donde la estética es esencial y, por tanto, la innovación estética es credencial de originalidad, y otra cosa es la apropiación de textos, datos e ideas ajenas en un campo como el periodismo, por ejemplo, donde precisamente la información es lo crucial).
Imagen tomada de aquí.
Mal de muchos...
... consuelo de este, su seguro servidor
Hoy aparece en el diario Perú 21 un informe acerca del hallazgo de evidencias de otros dieciséis artículos de prensa plagiados por el escritor Alfredo Bryce Echenique.
El informe, titulado ¡Tantas veces... Bryce! (me pregunto si Perú 21 le estará pagando al escritor por cada titular que el diario le plagia), recoge el resultado de una investigación hecha por una espontánea detective chilena de nombre María Soledad de la Cerda.
La lista de plagiados, obviamente, se ha ampliado de manera notable, y ya no son Guillermo Niño de Guzmán y Herbet Morote los únicos amigos de Bryce afectados: se les suma, entre otros, Cristóbal Pera, editor de Random House-Mondadori, que al parecer alguna vez fuera alumno de Bryce y que, según cuenta el mismo escritor limeño, fue quien le dio la idea de escribir el libro de ensayos Entre la soledad y el amor.
A mí, la verdad, el tema ya me tiene agobiado y aburrido, sobre todo porque, como han hecho notar recientemente Iván Thays y Abelardo Oquendo, el escándalo, crucial en el campo de la prensa y la autoridad moral de Bryce como opinador, es tangencial y secundario en el momento de juzgarlo como autor de ficción, terreno en el que, como es obvio, radica su importancia mayor.
En fin. Se me ocurrió hacer una lista de personajes célebres acusados de plagio en el pasado, y acabé encontrándome con websites enteros dedicados al tema, y con más de una sorpresa dentro de ellos:
Martin Luther King, que plagió hasta su tesis universitaria; H.G. Wells, que tijereteó panfletos y libros de divulgación histórica; Jack London, que canibalizó montones de obras ajenas y las usó un paso más allá de lo aceptable en obras que hoy son clásicos, incluida La llamada de la selva.
Un caso interesante (aunque más que discutible) es el de T.S. Eliot (en la foto), que según algunos tomó algo más que sólo inspiración de un poema de Madison Cawein y lo usó como materia prima para una obra clave de la poesía del siglo veinte: "The Waste Land" (el poema de Cawein, titulado, qué curioso, "Waste Land", apareció en 1913 en Poetry, la misma revista en la que Eliot publicó "The Love Song of J. Alfred Prufrock" por recomendación de Ezra Pound).
Yo no lo llamaría plagio, ni mucho menos, pero ustedes pueden juzgar por sí mismos: aquí "The Waste Land", y aquí "Waste Land". Como se sabe, también se ha dicho una que otra cosa al respecto sobre Shakespeare y Coleridge y varios otros más: la lista es larga, así que mejor les dejo el enlace a la página Famous Plagiarists y ya ustedes pueden ir descubriendo los nombres de los presuntos implicados.
Hoy aparece en el diario Perú 21 un informe acerca del hallazgo de evidencias de otros dieciséis artículos de prensa plagiados por el escritor Alfredo Bryce Echenique.
El informe, titulado ¡Tantas veces... Bryce! (me pregunto si Perú 21 le estará pagando al escritor por cada titular que el diario le plagia), recoge el resultado de una investigación hecha por una espontánea detective chilena de nombre María Soledad de la Cerda.
La lista de plagiados, obviamente, se ha ampliado de manera notable, y ya no son Guillermo Niño de Guzmán y Herbet Morote los únicos amigos de Bryce afectados: se les suma, entre otros, Cristóbal Pera, editor de Random House-Mondadori, que al parecer alguna vez fuera alumno de Bryce y que, según cuenta el mismo escritor limeño, fue quien le dio la idea de escribir el libro de ensayos Entre la soledad y el amor.
A mí, la verdad, el tema ya me tiene agobiado y aburrido, sobre todo porque, como han hecho notar recientemente Iván Thays y Abelardo Oquendo, el escándalo, crucial en el campo de la prensa y la autoridad moral de Bryce como opinador, es tangencial y secundario en el momento de juzgarlo como autor de ficción, terreno en el que, como es obvio, radica su importancia mayor.
En fin. Se me ocurrió hacer una lista de personajes célebres acusados de plagio en el pasado, y acabé encontrándome con websites enteros dedicados al tema, y con más de una sorpresa dentro de ellos:
Martin Luther King, que plagió hasta su tesis universitaria; H.G. Wells, que tijereteó panfletos y libros de divulgación histórica; Jack London, que canibalizó montones de obras ajenas y las usó un paso más allá de lo aceptable en obras que hoy son clásicos, incluida La llamada de la selva.
Un caso interesante (aunque más que discutible) es el de T.S. Eliot (en la foto), que según algunos tomó algo más que sólo inspiración de un poema de Madison Cawein y lo usó como materia prima para una obra clave de la poesía del siglo veinte: "The Waste Land" (el poema de Cawein, titulado, qué curioso, "Waste Land", apareció en 1913 en Poetry, la misma revista en la que Eliot publicó "The Love Song of J. Alfred Prufrock" por recomendación de Ezra Pound).
Yo no lo llamaría plagio, ni mucho menos, pero ustedes pueden juzgar por sí mismos: aquí "The Waste Land", y aquí "Waste Land". Como se sabe, también se ha dicho una que otra cosa al respecto sobre Shakespeare y Coleridge y varios otros más: la lista es larga, así que mejor les dejo el enlace a la página Famous Plagiarists y ya ustedes pueden ir descubriendo los nombres de los presuntos implicados.
16.7.07
El padre cucaracha
Bruno Schulz: el genio y la otra metamorfosis
Como sabemos desde Borges, cada escritor engendra a sus precursores, y así Kafka, DeQuincey, Kipling, Chesterton o incluso Cervantes pueden ser profundamente y prospectivamente borgianos.
Siguiendo la misma senda, es posible decir que Franz Kafka y Robert Walser fueron "schulzianos", si uno entiende que algo hay en la literatura de Bruno Schulz que se apropia de la de esos dos, y la de otros que vienen de esa misma familia, y la modifica y la hace propia.
Schulz (1892-1942), judío de Drohovicz, en el Imperio Austrohúngaro, que hablaba yidish y alemán pero prefería escribir en polaco, fue arquitecto y pintor de profesión, y casi un ermitaño por vocación, y, en su interminable timidez, escribía unas cartas tan fantásticas e imaginativas que una amiga novelista tuvo poco menos que obligarlo a transformarlas en relatos y reunirlas en un libro, en 1936, y para 1938 el hombre se había vuelto una celebridad nacional y un respetadísimo nombre en la intelligentsia polaca.
Una traducción suya de El proceso, de Kafka, en 1938, y un segundo volumen de relatos en 1939, fueron suficiente para convertir esa fama en perpetua. Para cuando los nazis lo mataron a balazos, en las calles de su pueblo, en 1942, y dejaron su cadáver tendido junto a los de otros ciento cuarenta judíos locales una tarde y una noche antes de arrimarlos a tumbas sin nombre, Schulz (a quien colegas escritores de toda Europa habían tramitado pasajes y salvoconductos, pero que se había negado a abandonar su tierra natal) era ya uno de los centros indudables del canon polaco.
Por ese tiempo, andaba escribiendo una novela, que según dicen se iba a llamar El Mesías, y que se extravió, al parecer para siempre, durante los años de la guerra. Se perdieron también buena parte de sus dibujos, de un expresionismo humorista y a la vez oscurísimo, como solía serlo el expresionismo germánico (las imagenes que ilustran este post son suyas). La reedición de los libros de Schulz, ilustrados con dibujos y grabados suyos, en los años cincuenta, no fue tanto una resurrección como una confirmación de su importancia en las letras y la plástica centroeuropeas.
De Kafka, Schulz no sólo había leído El proceso. Revisando su primer libro, que yo he leído en inglés como The Street of Crocodiles, se encuentra uno con innumerables pruebas de que Schulz había devorado, fagocitado y reelaborado cuanta cosa de Kafka hubiera llegado a la imprenta. La huella más evidente, sin embargo, es la de los relatos del trauma filial, y sobre todo La metamorfosis.
Uno de los cuentos más delirantes de The Street of Crocodiles es el llamado "Cockroaches": "Cucarachas". El planteamiento es kafkiano sin duda: en una casa que parece demasiado pequeña para la familia que habita en ella, conviven un padre omnipresente, una madre poco menos que invisible, una hermana emprendedora y un hijo tan disminuido ante la fuerza del padre, que resulta casi inexistente, poco más que una mirada y una voz narrativa.
Comienza entonces en la casa una invasión de cucarachas, aunque el lector sospecha siempre que no se trata de una invasión real, sino de una suerte de paranoia compartida por todos los miembros de la familia. Y cuando algo en el ambiente lo alerta a uno acerca de la inminencia de una metamorfosis, Schulz hace la variación sobre el tema kafkiano: no es el hijo, sino el padre el que se transforma en cucaracha: y la conversión es estremecedora: primero adopta los movimientos del bicho, el temblor cilíndrico del tórax, la animación asquerosa de las patitas, luego sus desplazamientos, más adelante se le borran los rasgos de la cara y finalmente adquiere los del animal y se pierde entre el ejército de invasores. La hermana se levanta cada mañana a matar cucarachas y acaba por despreocuparse de la posibilidad de que uno de los cadáveres crujientes y deshechos sea el de su padre.
El narrador lo cuenta todo desde una especie de reblandecimiento de sus emociones. Uno tiene la sensación de que Schulz ha querido vengar a Kafka sometiendo al padre a esa envilecida mutación.
[El primer libro de Schulz, llamado en español Las tiendas de color canela (en inglés Cinnamon Shops, aunque la traducción más conocida a este idioma lleva el título The Street of Crocodiles), existe en edición de Montesinos, así como el segundo libro, Sanatorio bajo la clepsidra. También hay, gracias a dios, un tomo con su Obra completa, en Siruela].
Imágenes: la fotografía es un retrato de Schulz; la primera y la última imágenes son autorretratos, quien también es autor del dibujo restante.
Como sabemos desde Borges, cada escritor engendra a sus precursores, y así Kafka, DeQuincey, Kipling, Chesterton o incluso Cervantes pueden ser profundamente y prospectivamente borgianos.
Siguiendo la misma senda, es posible decir que Franz Kafka y Robert Walser fueron "schulzianos", si uno entiende que algo hay en la literatura de Bruno Schulz que se apropia de la de esos dos, y la de otros que vienen de esa misma familia, y la modifica y la hace propia.
Schulz (1892-1942), judío de Drohovicz, en el Imperio Austrohúngaro, que hablaba yidish y alemán pero prefería escribir en polaco, fue arquitecto y pintor de profesión, y casi un ermitaño por vocación, y, en su interminable timidez, escribía unas cartas tan fantásticas e imaginativas que una amiga novelista tuvo poco menos que obligarlo a transformarlas en relatos y reunirlas en un libro, en 1936, y para 1938 el hombre se había vuelto una celebridad nacional y un respetadísimo nombre en la intelligentsia polaca.
Una traducción suya de El proceso, de Kafka, en 1938, y un segundo volumen de relatos en 1939, fueron suficiente para convertir esa fama en perpetua. Para cuando los nazis lo mataron a balazos, en las calles de su pueblo, en 1942, y dejaron su cadáver tendido junto a los de otros ciento cuarenta judíos locales una tarde y una noche antes de arrimarlos a tumbas sin nombre, Schulz (a quien colegas escritores de toda Europa habían tramitado pasajes y salvoconductos, pero que se había negado a abandonar su tierra natal) era ya uno de los centros indudables del canon polaco.
Por ese tiempo, andaba escribiendo una novela, que según dicen se iba a llamar El Mesías, y que se extravió, al parecer para siempre, durante los años de la guerra. Se perdieron también buena parte de sus dibujos, de un expresionismo humorista y a la vez oscurísimo, como solía serlo el expresionismo germánico (las imagenes que ilustran este post son suyas). La reedición de los libros de Schulz, ilustrados con dibujos y grabados suyos, en los años cincuenta, no fue tanto una resurrección como una confirmación de su importancia en las letras y la plástica centroeuropeas.
De Kafka, Schulz no sólo había leído El proceso. Revisando su primer libro, que yo he leído en inglés como The Street of Crocodiles, se encuentra uno con innumerables pruebas de que Schulz había devorado, fagocitado y reelaborado cuanta cosa de Kafka hubiera llegado a la imprenta. La huella más evidente, sin embargo, es la de los relatos del trauma filial, y sobre todo La metamorfosis.
Uno de los cuentos más delirantes de The Street of Crocodiles es el llamado "Cockroaches": "Cucarachas". El planteamiento es kafkiano sin duda: en una casa que parece demasiado pequeña para la familia que habita en ella, conviven un padre omnipresente, una madre poco menos que invisible, una hermana emprendedora y un hijo tan disminuido ante la fuerza del padre, que resulta casi inexistente, poco más que una mirada y una voz narrativa.
Comienza entonces en la casa una invasión de cucarachas, aunque el lector sospecha siempre que no se trata de una invasión real, sino de una suerte de paranoia compartida por todos los miembros de la familia. Y cuando algo en el ambiente lo alerta a uno acerca de la inminencia de una metamorfosis, Schulz hace la variación sobre el tema kafkiano: no es el hijo, sino el padre el que se transforma en cucaracha: y la conversión es estremecedora: primero adopta los movimientos del bicho, el temblor cilíndrico del tórax, la animación asquerosa de las patitas, luego sus desplazamientos, más adelante se le borran los rasgos de la cara y finalmente adquiere los del animal y se pierde entre el ejército de invasores. La hermana se levanta cada mañana a matar cucarachas y acaba por despreocuparse de la posibilidad de que uno de los cadáveres crujientes y deshechos sea el de su padre.
El narrador lo cuenta todo desde una especie de reblandecimiento de sus emociones. Uno tiene la sensación de que Schulz ha querido vengar a Kafka sometiendo al padre a esa envilecida mutación.
[El primer libro de Schulz, llamado en español Las tiendas de color canela (en inglés Cinnamon Shops, aunque la traducción más conocida a este idioma lleva el título The Street of Crocodiles), existe en edición de Montesinos, así como el segundo libro, Sanatorio bajo la clepsidra. También hay, gracias a dios, un tomo con su Obra completa, en Siruela].
Imágenes: la fotografía es un retrato de Schulz; la primera y la última imágenes son autorretratos, quien también es autor del dibujo restante.
15.7.07
La censura ciega
No sólo cerrando exhibiciones se atropella la libertad
Para ser completamente sincero, debo decir que las múltiples reacciones ante la censura contra Piero Quijano me parecen saludables pero también que las dimensiones del aparente malestar han sido sorprendentes para mí: se han quejado incluso diarios y comunicadores que por lo común se despreocupan olímpicamente de la difusión de la cultura.
Me pregunto, no en términos éticos sino en términos prácticos, de efecto inmediato, quién hace más daño a la cultura peruana: ¿el general que censura a Quijano o el director de un diario que decide que en su periódico no son necesarias una sección de libros, ni una sección de crítica, ni una sección permanente de artes, ni una sección de reseñas?
El jefe del INC que tijeretea ilegítimamente una exhibición y el editor de un periódico que decide que sólo hablará sobre escritores cuando éstos se arranchen de las mechas como peleadores de cantina o se vean envueltos en la comisión de un delito, ¿no abren ambos una misma trocha hacia la desinformación y la inopia de las artes y la cultura?
Estando, como creo estar, en las antípodas del inexplicable Hugo Neira, yo no pienso que haya muy pocas cosas a las que quepa llamar censura. Pienso lo contrario, que hay miles de formas sutiles de censurar, autocensurar, controlar el acceso ajeno al conocimiento, decidir qué debe ser cognoscible y qué no para los demás y reducir las vías por las cuales la gente podría pasar del desconocimiento a la información (reducción que es, finalmente, el alma de la censura).
Obviamente, no estoy diciendo que haya una misma expectativa censora o un mismo tipo de responsabilidad en casos tan distintos como los de un militar prepotente que silencia a los demás con atropellos y un comunicador ignorante (o demasiado atento al negocio) que decide que en su medio la cultura no merece un espacio fijo y de buen nivel intelectual.
Mi pregunta es si, a la larga, ambas cosas no acaban acaso por contribuir exactamente a lo mismo: la desaparición de los espacios en los que el libre pensamiento puede difundirse y expandirse. ¿Cuán distintos son, como hechos en la historia de nuestra difusión cultural y de nuestro debate intelectual, el cierre forzado de una exposición y el cierre voluntario de una sección cultural o de un suplemento de artes y letras?
Por otro lado, la debilidad promedio de las secciones culturales en la prensa peruana hace que quienes tienen control sobre ellas se encuentren en una posición de gran responsabilidad. Nuestro periodismo cultural es tan escaso, que cada vez que un reseñador comenta un libro puede ser fácilmente la única oportunidad en que la prensa peruana se ocupe de ese libro.
Por ello, quienes trabajan en eso no pueden pasar por alto la aparición de textos fundamentales: gran parte de su labor es estar alertas y hacer notar las publicaciones de mayor trascendencia.
Haciendo eco de un comentario enviado al blog, me pregunto: ¿cuántas reseñas ha habido en la prensa peruana del libro Borges, el monumental diario temático de Adolfo Bioy Casares sobre su célebre amigo y coautor? ¿Cuáles son los reseñadores que se han atrevido a comentar 2666, la novela de Roberto Bolaño que es, a las claras, pieza crucial en la literatura del naciente siglo veintiuno?
¿Quiénes, aparte de Peter Elmore e Iván Thays, se atreven a decir algo interesante y no rutinario sobre las traducciones de Murakami, Auster, Roth, Barnes, Calasso, etc, etc, que se encuentran con relativa facilidad en librerías limeñas?
El mundo editorial latinoamericano ha rescatado recientemente a escritores casi extraviados como Antonio Di Benedetto, J. Rodolfo Wilcok, Mario Levrero, Pablo Palacio, Felisberto Hernández: recuerdo que Javier Ágreda dedicó una corta reseña a los Cuentos completos del primero de ellos: ¿qué cosa ha publicado nuestra prensa sobre los demás?
¿No sería interesante que los directores y editores de diarios decidieran mantener secciones culturales fuertes, amplias y con algunos recursos? (No se necesita mucho: una caja muy chica puede comprar libros todas las semanas). ¿No sería eso una manera efectiva de combatir lo que, de facto, es la más grande y devastadora forma de censura que viene agrediendo nuestras posibilidades de difusión cultural y discusión intelectual?
Ojeo los diarios de la última semana: en las primeras planas, reclaman contra la censura, enemiga del debate de ideas. En sus páginas interiores, han abolido el debate de ideas y canibaliazdo sus secciones culturales hasta la virtual o total desaparición. ¿Qué sentido tiene eso?
Lamento que esta sea mi impresión, pero lo es: creo que la mayor parte de las veces la prensa entiende frases como "libertad de pensamiento", "libertad de creación", "libertad de debate", como binomios de términos inconexos, y sólo les interesa el primero de cada par: les interesa la libertad, pero no el pensamiento, ni la creación, ni el debate. Pues aquí va una noticia que nunca llegará a los diarios: la libertad sin esas otras cosas no es absolutamente nada.
Para ser completamente sincero, debo decir que las múltiples reacciones ante la censura contra Piero Quijano me parecen saludables pero también que las dimensiones del aparente malestar han sido sorprendentes para mí: se han quejado incluso diarios y comunicadores que por lo común se despreocupan olímpicamente de la difusión de la cultura.
Me pregunto, no en términos éticos sino en términos prácticos, de efecto inmediato, quién hace más daño a la cultura peruana: ¿el general que censura a Quijano o el director de un diario que decide que en su periódico no son necesarias una sección de libros, ni una sección de crítica, ni una sección permanente de artes, ni una sección de reseñas?
El jefe del INC que tijeretea ilegítimamente una exhibición y el editor de un periódico que decide que sólo hablará sobre escritores cuando éstos se arranchen de las mechas como peleadores de cantina o se vean envueltos en la comisión de un delito, ¿no abren ambos una misma trocha hacia la desinformación y la inopia de las artes y la cultura?
Estando, como creo estar, en las antípodas del inexplicable Hugo Neira, yo no pienso que haya muy pocas cosas a las que quepa llamar censura. Pienso lo contrario, que hay miles de formas sutiles de censurar, autocensurar, controlar el acceso ajeno al conocimiento, decidir qué debe ser cognoscible y qué no para los demás y reducir las vías por las cuales la gente podría pasar del desconocimiento a la información (reducción que es, finalmente, el alma de la censura).
Obviamente, no estoy diciendo que haya una misma expectativa censora o un mismo tipo de responsabilidad en casos tan distintos como los de un militar prepotente que silencia a los demás con atropellos y un comunicador ignorante (o demasiado atento al negocio) que decide que en su medio la cultura no merece un espacio fijo y de buen nivel intelectual.
Mi pregunta es si, a la larga, ambas cosas no acaban acaso por contribuir exactamente a lo mismo: la desaparición de los espacios en los que el libre pensamiento puede difundirse y expandirse. ¿Cuán distintos son, como hechos en la historia de nuestra difusión cultural y de nuestro debate intelectual, el cierre forzado de una exposición y el cierre voluntario de una sección cultural o de un suplemento de artes y letras?
Por otro lado, la debilidad promedio de las secciones culturales en la prensa peruana hace que quienes tienen control sobre ellas se encuentren en una posición de gran responsabilidad. Nuestro periodismo cultural es tan escaso, que cada vez que un reseñador comenta un libro puede ser fácilmente la única oportunidad en que la prensa peruana se ocupe de ese libro.
Por ello, quienes trabajan en eso no pueden pasar por alto la aparición de textos fundamentales: gran parte de su labor es estar alertas y hacer notar las publicaciones de mayor trascendencia.
Haciendo eco de un comentario enviado al blog, me pregunto: ¿cuántas reseñas ha habido en la prensa peruana del libro Borges, el monumental diario temático de Adolfo Bioy Casares sobre su célebre amigo y coautor? ¿Cuáles son los reseñadores que se han atrevido a comentar 2666, la novela de Roberto Bolaño que es, a las claras, pieza crucial en la literatura del naciente siglo veintiuno?
¿Quiénes, aparte de Peter Elmore e Iván Thays, se atreven a decir algo interesante y no rutinario sobre las traducciones de Murakami, Auster, Roth, Barnes, Calasso, etc, etc, que se encuentran con relativa facilidad en librerías limeñas?
El mundo editorial latinoamericano ha rescatado recientemente a escritores casi extraviados como Antonio Di Benedetto, J. Rodolfo Wilcok, Mario Levrero, Pablo Palacio, Felisberto Hernández: recuerdo que Javier Ágreda dedicó una corta reseña a los Cuentos completos del primero de ellos: ¿qué cosa ha publicado nuestra prensa sobre los demás?
¿No sería interesante que los directores y editores de diarios decidieran mantener secciones culturales fuertes, amplias y con algunos recursos? (No se necesita mucho: una caja muy chica puede comprar libros todas las semanas). ¿No sería eso una manera efectiva de combatir lo que, de facto, es la más grande y devastadora forma de censura que viene agrediendo nuestras posibilidades de difusión cultural y discusión intelectual?
Ojeo los diarios de la última semana: en las primeras planas, reclaman contra la censura, enemiga del debate de ideas. En sus páginas interiores, han abolido el debate de ideas y canibaliazdo sus secciones culturales hasta la virtual o total desaparición. ¿Qué sentido tiene eso?
Lamento que esta sea mi impresión, pero lo es: creo que la mayor parte de las veces la prensa entiende frases como "libertad de pensamiento", "libertad de creación", "libertad de debate", como binomios de términos inconexos, y sólo les interesa el primero de cada par: les interesa la libertad, pero no el pensamiento, ni la creación, ni el debate. Pues aquí va una noticia que nunca llegará a los diarios: la libertad sin esas otras cosas no es absolutamente nada.
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