Leyendo a Iván Thays, como todos, encuentro el siguiente pasaje, que él cita, de una reseña de Laura Cardona publicada en ADN Cultura de La Nación, sobre un libro de ensayos de Ignacio Padilla:
"Si el realismo maravilloso se regía por el vitalismo, aquella ideología de colonizados que deducía de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza, Padilla invierte la fórmula y cambia el signo de la relación: de nuestro pésimo trato con la naturaleza proviene nuestro subdesarrollo y nuestra fatalidad".
Me interesa, en verdad, sólo la primera parte de la cita, la alusión a lo real-maravilloso y su supuesta reivindicación de una "relación privilegiada" de los latinoamericanos "con la naturaleza". Y debo aclarar que no comprendo a qué se refiere la autora con que esto último lo "deducía" el realismo maravilloso a partir de la comprobación de "nuestro subdesarrollo económico". Le he dado vueltas a la frase y no entiendo cuál puede ser la operación deductiva que vincula una cosa con la otra en el marco de lo real maravilloso.
Como tengo la sospecha de que la autora está llamando realismo maravilloso tanto al realismo mágico modelo García Márquez como a lo real-maravilloso modelo Carpentier, me he dado el trabajo de pensar (un poco) en posibles textos que respalden la idea, y no los encuentro.
Tanto en la estela de Carpentier como en la de García Márquez, lo que es crucial recurrentemente no es la pobreza económica, sino lo anacrónico, lo problemático e incluso lo violento de los procesos de la modernidad y la modernización en la región latinoamericana.
(En sus obras, la ficción que más cercanamente identifica esos desencuentros con la pauperización económica es El coronel no tiene quien le escriba, pero, como sabemos, esa novela está enteramente escrita fuera de los linderos del realismo mágico y de lo real-maravilloso).
Ahora, otro rasgo común en las obras del colombiano y el cubano y la enorme mayoría de sus discípulos es que a la modernidad y al impulso modernizador oponen otra forma de interrelación de lo humano, que en la mayoría de los casos suele ser el mito: el mito como lado oscuro y paradójicamente atemporal de la historia, en Carpentier, el mito como explicación premoderna de la realidad, en García Márquez; y el mito como esqueleto narrativo para ordenar el relato de lo incomprensible, esto en ambos autores y en ambas descendencias.
Pero ninguno de esos elementos es la naturaleza, ni siquiera un sucedáneo de la naturaleza. Y cuando la naturaleza aparece, que sí lo hace con frecuencia, claro, los personajes parecen bastante lejos de establecer con ella una "relación privilegiada".
En gran medida, de hecho, la naturaleza en Carpentier y en García Márquez es una enemiga cruel y arrasadora. Es el viento de la desgracia de Eréndira, la vegetación selvática que devora los barcos españoles, el mar que deforma los cuerpos de los gigantes ahogados, la montaña que escupe serpientes sobre los esclavos evadidos, la jungla que cerca el campamento de los adelantados, el tiempo que hace crecer rabos de cerdo en el cóccix de los bisnietos, la lluvia que arroja cangrejos en los pueblos olvidados.
No digamos ya qué pasa con la naturaleza siempre cadavérica y enajenada de Rulfo o de Arenas o Rosario Castellanos y algunos otros autores, parte de cuyas obras se suele incluir, con abuso notorio, en alguna forma de realismo maravilloso o mágico.
Carpentier es un barroco culterano: poco en él es natural y lo natural es retruécano y figura; como él, el García Márquez del realismo mágico es un obsesionado por la historia, la historia de los hombres y las mujeres, la historia en todo aquello en que no es historia natural: la torcida y abusada historia de las culturas y las sociedades.
No es casual que detrás del nombre que ellos mismos u otras personas, según el caso, dieron a las poéticas de García Márquez y Carpentier, sobreviva en común la alusión a la realidad, a lo real o al realismo: realismo maravilloso, realismo mágico, lo real-maravilloso, lo mítico-realista, etc.: si uno toma al pie de la letras las definiciones más complejas de realismo narrativo que fueron avanzadas en el tiempo en que la crítica asumió esa tarea como central, definiciones como las de Auerbach o Lukács, en dos polos muy distintos, es casi imposible alegar que Carpentier y García Márquez no son realistas.
(Y aquí acaso pare la oreja y declare victoria mi amigo Peter Elmore, a propósito de un debate nuestro que apareció meses atrás en Hueso Húmero, pero dejo eso para otro momento y me niego a tirar la toalla: sólo diré que el realismo mágico y lo real maravilloso, más escasos en la literatura peruana de lo que uno pudiera suponer, ofrecen un caso peculiar de variación sobre el realismo).
El vector realista de estos autores no tiene que ver con el régimen representacional, pues en eso está claro que se mueven fuera de los bordes del realismo; pero sí tiene que ver con la intención más básica de la novela realista, que es la de recomponer ficcionalmente y formular en el relato las formas de vinculación entre el sujeto y la estructura social en la que actúa.
Si algo diferencia, aunque a veces sea borrosamente, al realismo decimonónico y contemporáneo del naturalismo es precisamente que esa vinculación entre individuo, clase y sociedad no está regida por las leyes de la naturaleza sino por las leyes de la cultura, la política, la economía, es decir, por las leyes de la sociedad.
Y lo mítico, lo mágico, lo maravilloso, en los diversos descendientes del realismo que los acogen, no están para estrechar el lazo entre el ser humano y la naturaleza, como podría ser acaso su función en las culturas premodernas, sino para buscarle una explicación, aunque sea simbólica o metafórica, a la relación entre el ser humano y una realidad que ha sido construida por su propia cultura, o impuesta por otra, o nacida de la hibridación, colonial o no, entre más de una.
Por eso en García Márquez las mujeres que vuelan no sorprenden tanto como la congelación artificial del agua o los aeroplanos (porque la tecnología es menos previsible que la magia en una sociedad que no acaba de ingresar en la modernidad), pero también por eso lo único que es realmente misterioso y esquivo, extraño e incomprensible, sin ayuda del mito o de la historia, es lo natural, cosas como el simple amor, la soledad, la locura, la muerte, la decadencia de los cuerpos, la tormenta, el horizonte y el olvido.
Hablando de libros perseguidos y censurados, mencioné en un post reciente el Diario de Anne Frank. De inmediato un comentarista intervino para decir no había por qué defender a un libro fraudulento cuando se había demostrado ya que no era en verdad un diario escrito por una adolescente judía en tiempos del Holocausto, sino un texto espurio.
Irónicamente, en un post sobre la censura, alguien intentó promover la censura mayor: la que niega la existencia del texto como lo entendemos.
No es casual: la existencia de Anne Frank misma ha sido negada más de una vez, en lo que, entiendo, constituye no sólo un intento de atrofiar nuestra comprensión literal de la realidad, desapareciendo en ese gesto, por segunda vez, a una de las víctimas del genocidio, sino además un intento de corromper nuestra intuición simbólica del Holocausto.
Muchos han negado la existencia de Anne Frank. No es casual que prácticamente todos quienes lo han hecho sean también negadores del Holocausto, la mayoría de ellos, y nazis confesos, los otros.
Las evidencias no han sido obstáculo para ese delirio: el Diario ha sido sometido tres veces a larguísimos y detallados estudios grafológicos que han encontrado indudable que fue escrito en la época exacta en que se dice y por la mano de la misma Anne, cuya existencia está probada añoz luz más allá de cualquier duda razonable.
Se ha estudiado el papel, se ha estudiado la caligrafía del texto original, comparándosela con cartas escritas por Anne y recibidas por diversas personas durante los años de la guerra, y con textos suyos que quedaron en manos de maestros y compañeros de escuela en Amsterdam.
Se ha encontrado al oficial nazi que capturó a la familia Frank y éste no sólo declaró recordar perfectamente a la niña, sino que además, recordó haber visto los papeles caer de una maleta que él mismo vació sobre el suelo en el momento de la detención, exactamente como había sido declarado por el padre de Anne décadas antes.
No quiero que este post sea sólo un recuento de este caso particular. Creo que esta instancia de negacionismo no es enteramente distinta del ejercicio general de la censura: la censura es la negación de la voz de alguien y, con ello, el desconocimiento práctico de su existencia. Buenos o malos, postivios o negativos, los libros escritos en el pasado existen y censurarlos es cerrar los ojos ante ellos.
Tampoco quiero terminar este post sin tocar un tema adicional. Irónicamente, los libros que niegan la existencia de Anne Frank o declaran el origen espurio de su Diario han sido prohibidos por las cortes holandesas. Eso, que pareció tener sentido dentro del marco de la lucha personal de su padre (que fue el iniciador de esos juicios), no tiene sentido dentro de un marco histórico mayor.
Y allí está, claro, el aspecto más espinoso del tema: los libros difamatorios, que denigran dolosamente a un individuo o a un colectivo. ¿Cómo negarle a ese individuo o a ese colectivo el derecho a intentar que un texto así sea vetado? Imagino que sólo mediante el convencimiento: haciéndoles ver que a la larga, entre la mayor parte de la gente razonable, esa clase de texto resulta inocua, inverosímil, deleznable.
Pero cuando se propone eso, se debe dar algo a cambio: los que estamos en contra de toda prohibición editorial, debemos a la vez luchar activamente contra cualquier idea marginadora contenida en esos textos.
Defender, por ejemplo, la libertad de estudiar, leer e incluso disfrutar (sí) los libros de Enrique López Albújar, nos deja en las manos la responsabilidad de hacer notar el racismo contenido en esas páginas, como lo hizo Mariátegui, quien, sin embargo, también subrayó que un cuento como Los tres jircas, del mismo López Albújar, fue en su tiempo el más reverente y sensible homenaje a la idea de comunión con lo mítico, o lo mítico-natural, del universo andino.
Quienes no saben de literatura (y nadie está obligado a saber de literatura) pueden darse el lujo de referirse a novelas y cuentos como objetos que uno pone y saca del canon a voluntad. Como si el canon fuera un cofre de libros cuya llave está en manos de un gobernante o de un ministro de educación, y no una de las más complejas manifestaciones de las presiones del campo de lucha de la hegemonía.
Pero los demás debemos recordar que a las obras literarias no se las canoniza por decreto ni se las debe anular en una votación congresal: se consagran o se desplazan al olvido en el debate, en la discusión, en la lectura, no en la prohibición. Los gobiernos ya prohibieron a Flaubert, Joyce, Mann, Orwell, Kafka, Carrol y un largo etéctera. Si esos nombres le son conocidos a quien los ve aquí, ya saben cuál fue el resultado de la censura.
Cómo decir una mentira y después querer pasarla por verdad
La incapacidad de alguien para la comprensión de lectura no es cosa de risa, para nada. Pero si ese alguien quiere hacer pasar su incapacidad por sagacidad o agudeza, o, peor aún, si quiere dolosamente atribuirle a otro infamias por puro afán de agresión, la cosa cambia. Si quieren divertirse a costa de las deficiencias ajenas, les recomienco leer la (¡uff, casi interminable!) cadena de despropósitos que Silvio Rendón engarza en su último post.
Como si no le fuera suficiente inventar razonamientos racistas y adscribírmelos gratuitamente a mí, ahora descarta también que leer y citar a Orwell en una discusión sobre Orwell sea importante (salvo cuando le convenga de alguna manera alucinada), y evita hablar del hecho de haber dictaminado lo que Orwell decía en su novela sin siquiera darle una miradita antes.
En fin. Sólo quiero agregar que sí, que la frase que usé en referencia a la población andina a partir de un texto de Orwell la suscribo también para el caso de judíos y negros en aquellos lugares donde sea históricamente pertinente: la violencia fue un camino tomado por una parte de los judíos en Alejandría o en Varsovia, por una parte de los esclavos negros en Haití y también por una parte de la población andina en los años ochentas.
Y mi texto no acusa a esas poblaciones, sino que, todo lo contrario, trata de hacer visible que la violencia como reacción a la opresión es una respuesta esperable de la que nadie debe sorprenderse. Está dicho transparentemente en mi post y sólo alguien muy obtuso o muy inclinado a atacarme gratuitamente puede entender exactamente lo contrario.
Y luego, por último, para clausurar el tema por mi lado: no existe manera posible de decir que el texto es racista, incluso si se sigue el "razonamiento" de Rendón, porque no hay forma de que la proposición "los pueblos oprimidos reaccionan de manera violenta a la opresión" sea reductible a una referencia racial.
Por supuesto, se podría alegar, ¿por qué referirse a ese pueblo en términos étnicos? Bueno, la respuesta es obvia: cualquiera que tenga ojos en la cara y dos dedos de frente sabe que el Perú es un país racista en el que la población indígena ha sido sometida secularmente, y ocultarlo no es desmarcarse del racismo, sino hacerle el juego. Si eso es lo que quiere Rendón, allá él. Sinceramente dudo que sea su intención. Su intención no tiene nada que ver con una defensa del pueblo andino o una crítica del racismo, sino exclusivamente con su afán de lanzar manotazos por donde le salgan.
Y sólo para no dejar de cumplir mi promesa de dedicar la mayoría de estos posts a la recomendación de textos literarios, les aconsejo que lean o relean La tía Julia y el escribidor, que es, entre otras cosas, la historia de un grafómano delirante capaz de confundir ficción con realidad, razón con prejuicio, verdad con mentira y mal gusto con agudeza hasta que acaba enredado en la telaraña de sus propios inventos.
PD: Espero que quien quiera acusarme de racismo les dé antes una mirada a mi libro Rebeldes: sublevaciones indígenas y naciones emergentes en Hispanoamérica en el siglo XVIII, a mi prólogo a la antología Toda la sangre, a mi tesis doctoral sobre los discursos marginales reprimidos por el nacionalismo criollo del siglo XIX y, si no quieren darse ese trabajo, a decenas de textos publicados en este mismo blog, de los que les ofrezco aquí una pequeña muestra:
Uno de los problemas elementales que se echan a caminar cuando un gobierno cree que tiene derecho a prohibir la difusión de ciertas obras de arte o literarias, es el relajamiento de las fronteras de qué cosa es censurable: si puedo obstaculizar e incluso castigar legalmente la difusión de una novela porque la considero racista, entonces también puedo hacerlo con una que considere xenofóbica o pornográfica o misógina o sexista o anti-patrióticas, etc.
No tengo que aclarar que muchas novelas cruciales de la historia han sufrido censuras: Animal Farm y 1984 de Orwell, Brave New World de Huxley, el Cándido de Voltaire (en pleno siglo XX en Estados Unidos, por obscenidad), El señor presidente de Asturias, El amante de Lady Chatterley de Lawrence y la Lolita de Nabokov, Madame Bovary de Flaubert, Los versos satánicos de Rushdie, Trópico de Cáncer de Miller, La cabaña del tío Tom de Beecher Stowe.
Las razones pueden variar hasta el vértigo: Alice in Wonderland fue prohibida en China por representar animales con la complejidad de seres humanos; Sin novedad en el frente lo fue en Alemania porque se consideró que podría minar la moral de las tropas; el Diario de Ana Frank fue vetado en Líbano por sionista; Un día en la vida de Manlio Argueta fue prohibida en El Salvador por la crudeza de su representación de violaciones contra los derechos humanos (lo que convirtió a la novela en un boom en Estados Unidos).
Hace unas nueve décadas, el Ulysses de Joyce fue prohibido por obsecenidad en Estados Unidos. Quienes piensan que ese tipo de censura es cosa del pasado deberían saber que la adaptación al cómic de Ulysses, la monumental novela gráfica online Ulysses Seen de Rob Berry y Josh Levitas fue censurada hace poco por la Apple (no por un medida gubernamental, hay que reconocerlo; pero qué gobierno es más poderoso que Apple en el mundo de las comunicaciones), al menos por un tiempo, hasta que las protestas le hicieron modificar la decisión.
Como no hay debate acalorado que no entre tarde o temprano en la fase "hitler", las discusiones sobre la censura de textos considerados racistas en Bolivia ya pasó por el momento en que alguien esgrime el argumento: "¿acaso está mal que los alemanes censuren Mi lucha? Mi respuesta en estos días ha sido: sí está mal; Mi lucha es un libro que alemanes y austriacos y polacos y varios otros deberían no sólo leer sino sobre todo estudiar, de la mano de profesores capaces que den a entender a sus alumnos, con claridad, la profunda deformidad del antisemitismo y de todos los racismos por igual.
(Pero no se debe dejar pasar ese punto de la conversación sin aclarar que ni siquiera en Alemania hay una ley que impida la publicación de Mi lucha. Como expliqué en este mismo blog hace varios meses, en el marco de mis posts sobre la entrada del fascismo a las aulas de la Universidad Católica, lo que pasa en Alemania es un caso sui generis en el que un gobierno regional, el bávaro, ha adquirido los derechos de reproducción del libro de Hitler y con ello ha detenido su reimpresión hasta ahora).
Como dije en un post ayer, pienso dedicar buena parte de los próximos posts de Puente Aéreo a recomendar libros. Pues aquí va la primera recomendación general: lean esos libros prohibidos que mencioné antes.
Lean las cosas que en el pasado o en otros lugares incuso hoy han sido o son consideradas peligrosas, por obscenas, por vulgares, por radicales, por violentas, por racistas, por xenófobas o simplemente por diferentes o por excesivamente liberales. Léanlas con cuidado (es decir, con concentración pero también sabiendo cuando se internan en áreas debatibles o incluso abiertamente ofensivas). Léanlas además pensando en por qué han sido prohibidas y si la prohibición trajo algún beneficio moral verdadero o constatable.
Y luego discútanlas, conversen sobre ellas, coméntelas, que no hay mejor antídoto contra lo peligroso que mirarlo de frente y a los ojos, ya sea para descubrir que no lo era o para comprobar que sí y que merece ser repudiado, con conocimiento de causa.
Cuando Mariátegui advertía sobre el racismo y el clasismo de ciertos libros, lo hacía tras estudiarlos y juzgarlos, juzgar sus pros y sus contras, y lo hacía para pronosticar por dónde habrían de marchar los caminos de una literatura libre de esas taras. Uno de sus lectores fue Arguedas, y ya sabemos que eso dio resultados estupendos.
Libros que uno recomienda, que le recomiendan y por qué todo esto
Una de las cosas más gratificantes en la vida de quienes se dedican a la literatura es la posibilidad de recomendar libros. Además, es uno de los pocos momentos en que difícilmente un escritor o un crítico puede ser acusado de vanidoso: uno no recomienda los libros propios y uno no será quien derive placer de la posible lectura: ese gusto le tocará, en el mejor de los casos, si la respuesta es redonda, a quien siga el consejo.
Creo haber contado esto antes: cuando era niño, muy pequeño, mi mamá intercalaba entre mis canciones infantiles poemas de García Lorca y del romancero morisco, y luego, audazmente y acaso sin consierar las consecuencias, sonetos de Lope, Góngora y Quevedo y fragmentos de Calderón de la Barca. Era una recomendación oblicua, que he segudio para siempre.
Apenas había conocido a Luis Jaime Cisneros (tenía yo poco más de 17 años), cuando me recomendó leer el Extraterritorial de George Steiner. Tiempo después me sorprendió pidiéndome que lo reemplazara en una clase y diciéndome que la matería sería uno de los ensayos de ese libro (sobre el poeta Osip Mandelstam; lo habíamos conversado varias veces). Desde ese momento Luis Jaime me preparó conscientemente para una vida como profesor universitario. Y aquí estoy, veinticinco años más tarde, haciendo precisamente eso.
(Luis Jaime también fue el primero en ponerme en las manos un libro de Felisberto Hernández, uno de Horacio Quiroga, uno de Adolfo Bioy Casares).
No todas las recomendaciones lo marcan a uno tanto, pero una bien hecha deja señales de todas maneras. Cada uno de mis autores favoritos llegó por recomendación de alguien. En mis primeros semestres en la Católica, cuando había leído tan poco que cualquier autor aconsejado me sonaba misterioso y necesario, mi amigo Tito del Piélago me recomendó leer a Cisneros y a Luis Hernández; Daniel Salas a Eliot y a Pound; David Colmenares a William Beckford y a Thomas Bernhard; José Luis Gastañaga a Rimbaud y a Baudelaire.
Mario Montalbetti me llevó a Wittgenstein y a Frege y a un ensayo de Hilary Putnam que ahora forma parte de mis clases sobre Borges. (Obviamente, también a Chomsky). Años después, Peter Elmore me puso sobre la mesa a Fogwill y a Lamborghini; mi esposa, Carolyn Wolfenzon, me dio a Ibargüengoitia y a Jaime Saenz; Dominick LaCapra me aproximó para siempre a Primo Levi y, curiosamente, cerrando un círculo, me hizo leer al George Steiner novelista. Pedro Pérez del Solar me dio a Joe Sacco, a David B, a Art Spiegelman y me persuadió de releer a Saer (mientras Peter Elmore intentaba disuadirme de lo mismo). Y así sigue la lista; imposible recordarla entera.
Durante mis años de reseñista en la prensa, entendí que mi trabajo era afortunado porque me permitía devolver el favor de tantos amigos: cada columna era una recomendación. Ok, algunas eran más bien una advertencia y un grito de alarma; pero la mayor parte eran recomendaciones: leer un libro y disfrutarlo es una operación inconclusa y amputada si uno no pasa a aconsejarles a otros su lectura.
Algunas amistades las he cultivado recomendando libros y siguiendo las eventuales contraofertas. Otras se han iniciado porque recomendé los libros de un autor que luego se hizo amigo mío, como Enrique Prochazka o Edmundo Paz Soldán (que me pagó revelándome los finales de las novelas que yo empezaba a leer: a un amigo no se le perdona todo, sólo casi todo).
Este blog también tiene esa intención, aunque la realidad y los accidentes lo lleven con frecuencia en otras direcciones. Desde aquí he recomendado a casi todos los autores que listé más arriba, y a otros, para no detener el espiral que me llevó a conocoerlos: los uruguayos Mario Levrero y Armonía Somers; los chilenos Juan Emar, Baldomero Lillo y Héctor Pinochet; el ecuatoriano Pablo Palacio y el paraguayo Gabriel Casaccia; los holandeses Willem Frederik Hermans y Harry Mulisch; el polaco Tadeusz Borowski; los argentinos Copi, Dabove, Valenzuela, Castillo y, sobre todo, el maestro Rodolfo J. Wilcock.
La razón detrás del impulso a recomendar es menos egocéntrica que el resto de las cosas que se suelen hacer en el mundo de la literatura, pero no está enteramente libre de interés personal: cuando uno recomienda una ficción, le está aconsejando a otro que se introduzca en un mundo en el que uno ya habita, le está pidiendo que lo acompañe y está esperanzado con la ilusión de que el otro ingrese allí y vea y reconozca las cosas que uno ha visto y acaso le descubra otras más.
Por un tiempo, espero volver a dedicar el blog a eso.
Justo cuando pensaba que no volvería a hablar de Evo Morales y sus proyectos de censura (que ya comenzó a convertir en leyes), me encuentro, un poco tarde y a través del Facebook, con un post de Silvio Rendón en el blog del Gran Combo Club donde se comenta, más que la ley misma, mis observaciones acerca de ella.
Según Silvio Rendón, Morales y sus ministros y el Congreso de Bolivia no han hecho otra cosa que modificar el currículo escolar boliviano para que libros como Raza de bronce de Alcides Arguedas y La niña de sus ojos de Díaz Villamil dejen de ser lecturas obligatorias. Según él mismo, mi acusación de censura es, por lo tanto, una especie de escándalo gratuito.
Eso sería cierto si no fuera mentira. Lo he explicado tres veces, pero no para todos los entendimientos a la tercera va la vencida. Aunque en este caso es tan fácil como sumar 1 + 1. Aquí voy de nuevo:
1. Las autoridades gubernamentales bolivianas no sólo consideran quitar la obligatoriedad de lectura de las novelas mencionadas (cosa que no me preocuparía porque no creo que el Estado deba decidir la obligatoriedad de ninguna lectura). Han dicho también la razón específica para tomar esa decisión: consideran que ambos libros son eminentemente racistas.
1. La reciente ley aprobada por el Congreso de Bolivia pena con el retiro de la licencia de funcionamiento a todos los medios de prensa y comunicación masiva que transmitan o reproduzcan textos de índole racista.
1 +1 = 2. Del partido de gobierno en Bolivia y de sus autoridades ejecutivas y parlamentarias proceden tanto el juicio según el cual las novelas mencionadas son racistas como la ley según la cual los medios que reproduzcan textos racistas serán penados con la cancelación de su licencia de funcionamiento.
En esas condiciones, en la práctica, ¿se está censurando o no se está censurando a esas novelas y, potencialmente, a todas aquellas novelas que puedan ser juzgadas como racistas? ¿Estoy haciendo un escándalo arbitrario, sin motivo alguno?
¿Qué pasará si mañana un diario boliviano decide incluir en su edición , por fascículos, por ejemplo, la novela de Arguedas o la novela de Díaz Villamil? ¿Qué pasará si deciden incluir otros textos que de pronto el señor Evo Morales y su gobierno consideren racistas?
Obviamente, Silvio Rendón, fiel a su estilo y aun más fiel a su falta de estilo, aprovecha el post para inventar algunos otros cargos contra mí. Por ejemplo, me acusa de tener una tolerancia selectiva con ciertas formas de racismo.
Va todavía más allá: parece sugerir que yo tengo algo así como una fobia anti-andina. Para sostener esa triste tontería, cita el siguiente párrafo de un post mío de hace medio año:
“En la más atroz de las dictaduras ficcionales jamás imaginada, los andinos tienen más posibilidades de poder que en el Perú de la realidad. Y después hay quien se pregunta por qué ciertos mensajes violentistas y autoritarios han encontrado alguna vez eco en los Andes”.
Mi texto hacía referencia a un dato curioso, que podrá entender mejor quien lo lea por completo: en la novela 1984 de George Orwell, la potencia llamada Oceania incluye a las Américas, Australia y las islas británicas. Oceanía es la gran dictadura militar en cuyo seno vive el protagonista. En uno de los capítulos de la novela se deja ver que los indígenas andinos pueden llegar a ocupar los escaños más elevados de la administración gubernamental y del partido gobernante (el único partido, claro está).
El pasaje específico de la novela es éste: "Jews, Negroes, South Americans of pure Indian blood are to be found in the highest ranks of the Party, and the administrators of any area are always drawn from the inhabitants of that area". La cita se encuentra, como dije en el post, en el primer capítulo del manual escrito por el rebelde ficcional Emmanuel Goldstein, que el protagonista de 1984 lee en secreto.
Según Silvio Rendón, mi cita refleja mis fobias anti-andinas. No entiendo cómo se puede leer tan mal un texto, salvo que se lea con el hígado como anteojo (postura tan incómoda como poco práctica). Ahora, les pido a ustedes que relean el párrafo mío que Silvio cita con tanta mala leche.
¿Qué dice mi párrafo? Dice que incluso dentro de ese mundo monstruoso imaginado por Orwell, los indígenas de los Andes tienen más rutas de acceso al poder que en nuestra supuesta democracia. ¿Eso es un ataque anti-andino? No, pues. Eso es una crítica contra nuestra sociedad y nuestro Estado que asfixia a la población andina, la margina y la olvida, o la reprime y la silencia, y luego se sorprende hipócritamente cuando un discurso violentista cala en ella.
Lo dice mi párrafo textualmente, literalmente. Pero, claro, ¿cuándo ha sido eso obstáculo para que Silvio Rendón lea cualquier otra cosa y acuse a quienes quiera de cualquier absurdo? (Porque, dicho sea de paso, ¡Silvio también le atribuye a Orwell algo falso!: dice que Orwell sólo habla de "las Américas" en general y no de los pobladores andinos en particular: otra mentira, como acabo de mostrar. Pero claro, no es que Silvio Rendón vaya a darse el trabajo de leer lo que Orwell dice para dictaminar lo que Orwell dice).
Y como cereza en su tarta de zonceras, Silvio añade que quienes criticamos a Evo Morales por este tipo de censuras y arbitrariedades, lo hacemos porque: "es un indígena presidente, a quien simplemente no respetan". ¿Ah, sí? Me pregunto si el hecho de que todas sus acusaciones contra mí de racismo estén fundadas en tergiversaciones y mentiras inventadas por él mismo afectará en algo la exactitud de esa conclusión suya.
Pero supongo que eso le resulta irrelevante. Y sin embargo, también me pregunto qué favor le hace a Evo Morales con una afirmación tan torpemente paternalista.
La locura es ciencia y la verdad se guarda en los manicomios
Si algún escritor vivo en América Latina toma genuinamente su obra como un trabajo exploratorio, ese escritor es Ricardo Piglia. Su última novela Blanco nocturno --que llega trece años después de la anterior, Plata quemada, y treinta años detrás de la primera, la extraordinaria Respiración artificial (1980)--, sin implicar un cambio en la dirección general o aparente de su obra, señala, sí, su voluntad de sumergirse cada vez más hondamente en los tópicos que han marcado sus aventuras anteriores.
Esto quiere decir, en primer lugar, para el tenso alivio de los asiduos, que Blanco nocturno ofrece virtualmente todos los elementos que los pigliómanos esperan descubrir en una ficción del argentino: la experimentación con el caos; la filosofía del delirio; esa suerte de encanto voyeurístico por entrever los horrores del pasado fundidos con el presagio de un futuro lleno de nuevos terrores; la metáfora de la historia como seña en clave, o, más bien, la historia entendida como una yuxtaposición de metáforas que algo deberían decir sobre el presente y el porvenir, pero que lo dicen en una lengua ajena, cifrada, indescrifrable.
Como en La ciudad ausente, de 1992, y Respiración arfificial, en esta nueva novela suya la sabiduría se confunde con la locura y el amor con el pánico, y la recuperación de la memoria semeja un accidentado proceso de exhumación, en el que las esquirlas del pasado afloran manchadas por el barro negro de las pequeñas vergüenzas personales.
Blanco nocturno es, después de todo, el relato de una violenta disputa familiar, y sus actores componen una intrincada genealogía en cuyo seno las relaciones interpersonales no parecen nunca corresponder con la expectativa más ordinaria: los hermanos, si no son sólo medio hermanos, son gemelos idénticos, los padres son padrastros, las madres son fugitivas de la maternidad, los amantes son virtualmente desconocidos, los desconocidos son cófrades y los amigos, enemigos.
Emilio Renzi, el protagonista de Respiración artificial y de cuentos memorables como "La loca y el relato del crimen", vuelve a situarse aquí como un observador que paulatinamente se coloca en el centro mismo de la trama, como una de las consciencias narrativas y uno de sus puntos de vista. Junior, el actor principal de La ciudad ausente, se inmiscuye en cameos notables, la vieja redacción del diario reaparece, el campo donde la pequeña ciudad provinciana se erige parece el mismo campo de fosas excavadas y cadáveres calcinados de aquella novela anterior.
Porque ahora, para alguien entrenado en la obra de Piglia, todos los elementos repetidos arriban con una carga semántica previa: los personajes arrastran a la espalda y sobre los hombros el equipaje emocional e intelectual con que el autor los ha ido vistiendo en las ficciones anteriores, y los espacios de la ficción se llenan inmediatamente con la alucinación de las novelas previas.
Piglia retorna también sobre tópicos mayores de las letras argentinas: el tren que lleva y trae a Renzi del pueblo provinciano es inevitablemente una evocación del que conduce a Juan Dalhmann a la perdición o a la pesadilla (o a la perdición en la pesadilla) en "El sur" de Borges. Y la estructuración misma de los espacios de la narración, con la engañosamente nítida delimitación entre el mundo urbano y el rural, responde también a la lógica borgeana de ese mismo famoso cuento.
Pero en Piglia, claro, la frontera se difumina incluso más, se hace más endeble. Renzi piensa: es mentira que la ciudad sea el espacio de la historia, la memoria y la experiencia: el campo está acaso más surcado de vestigios, más infinitamente escrito y reescrito, el campo mismo es espacio vital y cementerio, y está hecho, entonces, de la sedimentación inabarcable de todos los tiempos, confundidos unos con los otros.
También aquí, el dinero, como en Plata quemada, tiene un valor simbólico en su relación con la moral y la ética de los personajes: Blanco nocturno es, al fin y al cabo, una ficción sobre el idealismo y el compromiso, sobre la derrota de los ideales personales en la búsqueda de cristalizar esos mismos ideales, una novela sobre la cooptación de los sueños y la renuncia involuntaria al paraíso personal que uno quiere construir en el mismo gesto idealista con que lo destruye: la fábrica (que antes fue el museo, en La ciudad ausente, y antes la máquina narrativa que es en sí misma Respiración artificial), es el santuario de un ideal delirante condenado a la extinción junto con la extinción de su alucinado constructor.
Policial enloquecido, novela psicológica en la que brilla la asuencia de la normalidad, triste defensa del sueño que acaba por subrayar la desconfianza ante los sueños, en Blanco nocturno quienes se asoman a la verdad habitan manicomios y quienes la ven o la intuyen tienen que silenciarla. Acaso la novela más negra de Piglia, la más escéptica, es también una de las más lúdicas, porque en ella vuelve a refractarse esa extraordinaria visión pigliana de la existencia misma como surgida del juego de la escritura y la lectura, que no es sino el juego mismo de la vida y de la muerte, el único juego que jugamos y perdemos interminablemente.
Se escribe mucho y muy críticamente y con gran afán de denuncia contra ciertas obras literarias cuando en ellas se representa a ciertos grupos humanos de maneras que resultan inaceptables para ciertas personas. No se escribe casi nunca sobre por qué sólo se propone y defiende esa corrección en la representación de ciertos grupos humanos y no todos (o ninguno).
Veamos el ejemplo de Mario Vargas Llosa, uno de los autores latinoamericanos más rotundamente criticados por sus caracterizaciones de personajes femeninos.
No es infinita pero sí virtualmente inabarcable la lista de personajes ficcionales que Vargas Llosa ha representado como criminales, desequilibrados, fanáticos, ególatras, autoritarios, monstruosos, abusivos y destructores. Si algo tienen en común, es que probablemente todo ellos son hombres.
No hay personajes femeninos en las novelas de Vargas Llosa que sean siquiera lejanamente descriptibles dentro de esos parámetros, ni siquiera cuando el autor ha construido personajes matriarcales dentro de universos degradados, como la Chunga de La casa verde y de la pieza teatral epónima o la Mamaé de La señorita de Tacna o la Madrastra de sus dos novelas (aparentemente) eróticas.
Hay, en cambio, una serie de personajes femeninos vargasllosianos que representan la ilusión perenne de la reconstrucción o la reelaboración de sus propias vidas a través de la imaginación (Katie), la acción (la Niña Mala) o la memoria (Urania). Eso no es un rasgo secundario: en el imaginario de Vargas Llosa, la capacidad de rediseñar la propia vida es un rasgo clave, es el centro mismo de su idea de la literatura como revisión y resignificación del mundo.
Esto no es un precepto que yo quiera imponer sin justificación: los personajes están allí para quien quiera comprobarlo, los ensayos del autor sobre el tema abundan y, sobre todo, está la repetida y casi perpetua admiración de Vargas Llosa por un personaje de ficción que ha dominado su imaginación por décadas y que reaparece en sus novelas, reformada y variable, con gran frecuencia: la Emma Bovary de Flaubert.
Las emmas de Vargas Llosa, llamésmoslas así, son en el mundo del autor la cifra del poder de la literatura contra el agobio y la medianía de la vida cotidiana: Katie, Urania, la Niña Mala son eso, sus reencarnaciones, crudas y golpeadas, víctimas todas ellas de la dinámica de la sociedad masculina y patriarcal, y todas entregadas a la lucha por recomponerse y escapar de una sumisión contra la cual se rebelan.
Por supuesto, el mundo de Vargas Llosa sigue siendo predominantemente masculino y muchas de las mujeres que lo pueblan no escapan a la estructura del patriarcado. Algunas son puras funciones narrativas, como la Teresa de La ciudad y los perros o la Jurema de La guerra del fin del mundo, cuya presencia en la organización de esas narraciones responde sobre todo a la necesidad de Vargas Llosa de encontrar un estándar contra el cual contrastar a los muchos hombres que se relacionan con cada una de ellas.
Hay un número visible de prostitutas en las novelas de Vargas Llosa, y ese es otro motivo de crítica. No valdría de nada escribir esta nota sin mencionar ese rasgo que ha motivado numerosas críticas.
Allí están Bonifacia, las "visitadoras", la Pies Dorados, etc. Lo interesante es que no hay dos similares y que Vargas Llosa tiene bastante clara la diferencia entre la prostituta caricaturizada de una novela carnavalesca como Pantaleón y las visitadoras (que sin embargo también incluye al personaje trágico de la Brasileña), y la prostituta sometida, forzada, empujada a la prostitución por la violencia de su mundo y de los hombres que la rodean, como las que pueblan la primera Casa Verde y su reencarnación bajo el dominio de la Chunga.
A estas alturas de la obra vargasllosiana, me resulta curioso y extraño descubrir que Vargas Llosa siga siendo acusado de construir a sus personajes femeninos desde una especie de apenas oculta misoginia.
Lo que yo veo es un afán bastante realista, en el sentido más contemporáneo del término, por representar el lugar preciso en que la mujer ha sido encerrada y atrapada tradicionalmente en las sociedades latinoamericanas y la peruana en particular: un sitio marginal en la estructura de poder pero que recibe todos los coletazos de esa estructura; un lugar a la vez central y ubicuo pero escondido debajo de un tejido de relaciones masculinas que lo denigran y lo oscurecen y lo fuerzan y que ocultan esa violencia bajo una serie de discursos seudo-amorosos y románticos: la misoginia del macho que dice adorar a su víctima.
Hay muchas ficciones narrativas en la historia de las letras hispanas que han lidiado con la idea del autoritarismo y la corrupción del poder. No tantas lo han intentado hacer directamente sobre el eje de la confrontación entre lo masculino y lo femenino. Casi siempre, han sido mujeres como Rosario Castellanos o Diamela Eltit las que han tomado para sí esa perspectiva.
Vargas Llosa lo hizo en La fiesta del Chivo, construyendo una ficción en cuya primera mitad todos los abusos, todos los excesos, todas las inclinaciones destructivas y todos los crímenes están finalmente simbolizados en el falo del dictador, que es además el punto donde se conecta la historia pública dominicana con la historia privada de los individuos que tienen algún contacto con el tirano.
En la escena crucial de la novela (la escena primordial freudiana dentro de este relato), que es la de la impotencia del dictador en el intento de violación a la niña Urania y la posterior y accidentada consumación de la agresión, Vargas Llosa construye uno de los pocos escenarios alegóricos de su obra narrativa: la estructura del poder, que es patriarcal, caudillesco, tiránico y odiosamente masculino, todo al mismo tiempo, funciona como una mediocre máquina destructora destinada a violentar el cuerpo femenino, que es a la vez el cuerpo colectivo dominicano.
Yo he escuchado más de una vez describir esa escena como un regodeo misógino de Vargas Llosa, incluso como un desborde pornográfico gratuito que debería haber sido podado y descartado del libro. Eso es interesante; sobre todo porque lo he escuchado de críticos profesionales y académicos, largamente acostumbrados a descubrir ese tipo de lectura alegórica en otros textos latinoamericanos, sin escándalo.
Quiero explicármelo así: uno puede entender un personaje ficcional de varias maneras: como un tipo (a lo Lukács), como un arquetipo, como una metáfora, como parte de una alegoría, con rasgos simbólicos, etc. En términos más sencillos: un lector común puede entender que un personaje es equivalente a una persona y sólo se representa a sí mismo, o que ese personaje representa otra cosa, algo mayor, un colectivo o una idea.
Así como Vargas Llosa difícilmente creará a un personaje masculino que represente a "los hombres" o a "el hombre", difícilmente creará uno femenino que represente a todas las mujeres o a "la mujer". Sin embargo, la crítica suele leer en las mujeres de la novelística de Vargas Llosa, casi siempre, casi invariablemente, eso: Urania es la mujer, la Madrastra es la mujer, Jurema es la mujer, Teresa y la Niña Mala son la mujer.
(Antes de seguir, quiero observar que a veces esa cerrazón crítica es pura mala voluntad calculada o, peor aún, ceguera y miopía selectivas: si la Flora Tristán de El paraíso en la otra esquina fuera leída como la mujer, entonces la mujer en Vargas Llosa, más allá del color ideológico-crítico con que Vargas Llosa construye a Tristán en esa novela, pasaría a ser la cifra misma de la voluntad de transformación, la perseverancia en la lucha reivindicativa, la valentía del género ante la opresión de lo masculino. Gran parte de la crítica preferiría cortarse las venas antes de reconocer la existencia de algo así en el universo de Vargas Llosa. Acaso esa es una de las razones por las cuales esa novela es de las menos estudiadas, sobre todo desde el terreno de la crítica feminista).
¿Por qué tantos lectores entrenados le otorgan a los personajes masculinos de Vargas Llosa la posibilidad de ser entendidos como individuos y como cifras de algo más allá de su género, mientras que se niegan rotundamente a hacer otro tanto con sus personajes masculinos?
Si alguien quisiera demostrar que la diferencia no está en el ojo crítico sino en la propuesta ficcional de Vargas Llosa, adelante. Yo no lo creo. Yo creo que en general la crítica latinoamericana sigue encerrada en una visión de la ficción en que ciertos personajes son siempre necesariamente entendidos como una representación de cierta colectividad y otros no, y que eso tiene que ver con la percepción de dicha colectividad como marginal o sometida o ajena al centro del juego del poder social, político o cultural.
Se trata, entonces, de la misma razón por la cual un indígena en una ficción es casi siempre entendido como la cifra de lo indígena o un homosexual como la cifra de lo homosexual: una mujer, dentro de ese paradigma interpretativo, es casi siempre la cifra de la mujer o de lo femenino.
Pero esto suele ir acompañado de una condición previa: sólo funciona cuando el autor de la ficción es ajeno al grupo o, más simplemente, es visto como sospechoso de conservadurismo. Una mujer violada que restaña sus heridas y se sobrepone a ellas, en una novela escrita por una mujer, será casi siempre vista como una instancia de lo femenino violentado y reivindicado, pero no como la mujer en sí, e incluso cuando eso ocurra, se le dará al autor el visado especial que parecen merecer siempre (y que muchas veces merecen) quienes hablen desde adentro.
No creo que Vargas Llosa invente mujeres para representar a la mujer, así como no inventa tenientes que representen al Ejército ni curas que representen a la Iglesia ni criminales que representen el mal. Pero si inventa mujeres que, sin representarla alegórica o metafórica o simbólicamente, son mostradas como instancias de la fuerza de la lucha por la libertad individual, y no le adscribe a ese concepto un signo genérico.
En fin. Como decía hace unos días, es un momento oportuno para releer a Vargas Llosa.
Algunos defienden el evidente clima de censura que se cierne sobre Bolivia como si fuera un rasgo revolucionario o, a lo sumo, una simple reforma políticamente inspirada, como cualquier otra que cualquier gobierno del mundo tenga la facultad y el derecho de formular.
Resulta inverosímil la miopía voluntaria de los que apoyan la decisión de Morales, sus ministros y su bancada congresal. La ley (de la que hablé en el post anterior) no sólo deja aún sin regular el mecanismo por el cual se decidirá, desde el Estado, qué texto es racista y qué texto no.
Además, consagra como legal el retirarle a un medio de comunicaciones la licencia por transmitir, imprimir o publicitar un texto que se considere racista, lo que, en la práctica, es colocarle por delante una alfombra roja a cualquier capricho del gobierno, que ahora tiene la facultad de decidir ex cathedra qué cosa es racista y desaparecer del mapa a diarios, revistas, estaciones de radio o de televisión a los que él juzgue pertinente retirarles la licencia de funcionamiento.
El ejemplo de cómo serán esas decisiones ya lo dio el gobierno de Evo Morales al declarar racista las obras de Alcides Arguedas y Díaz Villamil. Si un diario ahora quisiera, por ejemplo, publicar en fascículos la novela Raza de bronce, el Estado tiene la facultad de clausurar el funcionamiento de ese diario. Si yo, o cualquier otro crítico, escribiéramos un ensayo sobre aquella novela, reproduciendo párrafos de ella en un medio de prensa, el Estado boliviano tiene la facultad, en efecto, de ordenar el cese del funcionamiento de ese medio.
¿Qué medios de prensa peruanos han publicado textos que puedan considerarse racistas? Imagino que todos. El Comercio y varios otros diarios han distribuido ediciones de Duque o de las Tradiciones peruanas o de los cuentos de Clemente Palma o García Calderón o López Albújar. Varios canales de televisión han transmitido adaptaciones de esas obras. El diario Correo publica con frecuencia textos de un columnista que destila tanto racismo como estupidez. Frecuencia Latina, si no me equivoco, fue la estación en la que Bayly declaró que las poblaciones andinas decidían su futuro tontamente porque en la altura escaseaba el oxígeno.
Yo he escrito críticamente y he denunciado cada uno de esos casos, pero nunca me ha pasado por la cabeza pedir que se ilegitime a Correo, Frecuencia Latina o los otros medios que nombro. Si en el Perú existiera una ley como la boliviana, el funcionamiento de todos y cada uno de nuestros medios de prensa podría ser declarado ilegal de un solo plumazo. Eso exactamente puede pasar en Bolivia al ritmo y la velocidad con que Evo Morales y su gobierno lo decidan.
Quienes piensan que no hay abuso alguno en la ley de Morales no parecen preocupados en lo más mínimo por ciertas libertades fundamentales. Y quienes creen que es una medida progresista ignoran, quizá al propósito y sin demasiados escrúpulos, la evidencia de que sólo es una medida represiva dentro del marco de un proyecto general para legislar desde el Estado qué tipo de producción cultural, artística, intelectual o simplemente mediática puede ser consumido por los bolivianos.
Ahora, Evo Morales encarga a sus parlamentarios "estudiar" la manera en que se puedan censurar las telenovelas con algún contenido erótico. En el colmo del conservadurismo pacato y la cucufatería, los ejemplos que los parlamentarios han mencionado aluden incluso a la simple semi-desnudez de una mujer; con eso basta: censura.
Obviamente, no hay que ser adivino ni particularmente perceptivo para notar que si los medios de prensa y las telenovelas pueden ser censurados así desde el gobierno, entonces todo puede ser censurado desde el gobierno: ¿por qué prohibir una telenovela seudo-erótica y no prohibir directamente todo lo que se considere pornográfico? ¿Por qué prohibir el erotismo en la televisión y no en el cine? ¿Por qué prohibir una serie televisiva "subida de tono" y no prohibir una novela o un documental o una exposición pictórica o una performance o una obra de danza moderna que se consideren, también, "subidos de tono"?
Lo que Morales está haciendo no es revolucionario ni aquí ni en Bolivia ni en Júpiter. Lo que está haciendo es simplemente imponer su moral individual o el discurso y los límites de su moral individual, que es patentemente conservadora en extremo, a todos los bolivianos. Y es evidente que una moral como esa sólo es articulable a través de la prohibición, la censura, el veto y la deslegitimación.
Morales no planea simplemente un periodo de gobierno de acuerdo con sus ideales: planea, a imagen y semejanza de sus mentores, Fidel Castro y Hugo Chávez, una vida entera dedicada a forzar a un país a comportarse como a él le venga en gana.
Imaginemos, por un momento, que el gobierno de Morales termina y la legislación aprobada por sus adeptos queda en pie. Imaginemos que un partido opuesto a Morales pero con similar espíritu autoritario toma el poder. ¿Qué podría hacer ese gobierno ante la aparición en un medio de comunicaciones de un titular que contuviera la siguiente frase, dicha, en efecto, tiempo atrás, por Evo Morales: "A ver si los indios y los negros nos unimos, pero el negro está siendo el mejor alumno del blanco Bush".
No me interesa alegar si esa frase es racista o no. Me interesa que noten que cualquier rival de Evo Morales tendría muy fácil la tarea de declarar que esa frase sí es racista e inmediatamente quitar la licencia de funcionamiento al medio de comunicaciones que la haya reproducido.
Eso no pasará, probablemente, nunca. Pero si Evo Morales tiene la libertad de decir frases así, caminando al filo de la navaja del racismo, en el mismo país donde funciona una legislación como la que él ha hecho aprobar en el Congreso, es porque esa legislación no se aplica a él, y no se aplica a él porque es un instrumento que él ha construido y que está en sus manos, cuyo uso será abiertamente político y seguramente represivo.
En América Latina tenemos esta desgracia: tenemos revolucionarios como Fidel Castro, que encarcelaba homosexuales y consideraba homosexual a cualquier hombre que llevara el pelo demasiado largo. Tenemos revolucionarios como Hugo Chávez, que alienta la violencia contra la comunidad judía venezolana. Tenemos ahora revolucionarios como Morales, que anda cubriéndole los pechos a las actrices y dibujando hojitas de parra en las ingles de los actores.
Tenemos revolucionarios que piensan que prohibir, limitar, censurar, silenciar o recortar es propiciar una transformación. Sí, ok, quizá lo sea: una transformación como la que imaginó con asco Orwell, con un ministerio dedicado a tachar magazines, borronear revistas, incendiar libros y reescribir el pasado. Porque también se puede hacer una revolución hacia atrás, y ahí están los dinosaurios que gobiernan en Cuba, en Bolivia y en Venezuela para probarlo.
Poco después, el ministro de Educación, Roberto Aguilar, opinó que ciertas obras que forman parte del "patrimonio cultural" boliviano debían ser leídas en la escuela sólo bajo una "orientación" especial.
Por último, sólo unos días atrás, el viceministro de Descolonización de Bolivia, Félix Cárdenas, observó que libros como las canónicas novelas Raza de bronce, de Alcides Arguedas, y La niña de sus ojos, de Antonio Díaz Villamil, dejarían de ser parte del currículo colegial boliviano por tener contenidos racistas.
La noticia la he leído en el sitio web del diario La Prensa. Curiosamente, los comentarios en la nota están vedados porque el diario teme que publicarlos le cueste perder la licencia de funcionamiento: ocurre que la misma ley promulgada por Morales contiene, en su artículo 16, la siguiente ordenanza:
"Artículo 16. (Medios masivos de comunicación). El medio de comunicación que autorizare y publicare ideas racistas y discriminatorias será pasible de sanciones económicas y de suspensión de licencia de funcionamiento, sujeto a reglamentación".
Acaso la sola lectura de ese párrafo deja entender la paradoja de la ley: la defensa de un derecho es ejercida mediante el atropello de otro: el diario no puede publicar los comentarios porque, de ser juzgados racistas, el medio de prensa puede estar sujeto a la peor de las sanciones, la pérdida de su licencia. La consecuencia real inmediata es la anulación de toda posibilidad de debate.
Hay que notar una cosa más: si el gobierno boliviano, a través, por ahora, del mencionado viceministro, considera que Raza de bronce es un texto racista, entonces el diario La Prensa, o cualquier otro medio masivo, también estaría sujeto a sanción si publicara en sus páginas el texto mismo de la novela.
La lógica, entonces, no es la de leer estos textos con una "orientacion especial": la lógica es vetarlos en la práctica, desaparecerlos, a pesar de que el ministro de Educación se haya referido a ellos como parte del "patrimonio cultural" boliviano.
Supongamos que algo así ocurriera en el Perú. ¿Qué textos de nuestra tradición pueden considerarse racistas? A primera mirada, no será difícil encontrar algo o bastante de eso, o al menos alegar que algo o bastante de eso existe en las obras de Ricardo Palma, José Riva Agüero, Ventura García Calderón, Enrique López Albújar o Clemente Palma, entre muchísimos otros. ¿Borrarlas de la memoria y de la tradición? ¿Desaparecerlas, vetarlas, prohibirlas o limitarlas porque expresan una mentalidad segregacionista o marginadora o alguna forma de menosprecio por la mayoría indígena?
Hace poco, en el artículo más desarticulado de los publicados en referencia al otorgamiento del Nobel a Vargas Llosa, el escritor Dante Castro lo acusó de racista, como muchos otros lo han hecho en el pasado, para escándalo de quienes preferimos ver evidencias en lugar de inventarlas. Castro no ha propuesto nunca, que yo sepa, prohibir la lectura de Vargas Llosa, eso debe quedar claro. Pero la mentalidad aparente de la nueva legislación boliviana sí lo hace... ¿Alguien imagina lo que sería la enseñanza de las letras peruanas si se vedara en ella la obra de Vargas Llosa y de los autores que mencioné antes?
De hecho, la otra declaración ridícula post-Nobel ha sido la del mismo Evo Morales, que ha repetido con su acostumbrada intolerancia su cantaleta habitual contra Vargas Llosa. ¿Será prohibido Vargas Llosa en Bolivia? ¿Será prohibido cualquiera que pueda ser acusado, con exactitud o sin ella, de racista? ¿Quién es el legislador, el comisario, el crítico universal, el árbitro que decidirá qué textos pueden publicarse y qué textos no?
Más allá de las especulaciones, elidir a Díaz Villamil o a Alcides Arguedas de un currículo escolar boliviano (y hay que notar que el viceministro también incluyó en todo esto a la educación universitaria) es reescribir no la interpretación, sino los hechos reales de la historia de Bolivia, reprimir su pasado, deformarlo hasta el punto de hacerlo irreconocible.
No es reestructurar el canon ni reformular la percepción de la sociedad; es simplemente hacerle una ruda cirugía estética en la que, en vez de extirpar un lunar incómodo, se corta el órgano que yace debajo de él: Bolivia sí ha sido formada por ideas como las de Arguedas; nos guste o no, la terrible impronta de su darwinismo social es real, y estudiarla es la única manera de combatirla.
Mi impresión general es que la intención del gobierno boliviano es la deformación de una inclinación positiva y su conversión en una forma de represión: se debe luchar contra el racismo pero no oponiéndole censuras y autoritarismos ni promoviendo el desconocimiento del pasado y la ignorancia de la historia.
Al fin y al cabo, si alguien puede leer hoy Wuata-Wuara o Raza de bronce y creer que el desprecio y la satanización del indígena son justificables, el problema mayor no está ya más en esas novelas, sino en la mentalidad de quienes se dejen convencer por ellas. Es a esas personas a quienes hay que educar, no ocultándoles ideas que uno juzgue aberrantes, sino debatiéndolas y recusándolas.
En el post anterior, enlacé las recientes columnas de Juan Gabriel Vásquez y Javier Cercas sobre el otorgamiento del Nobel a Vargas Llosa. Ambas se refieren al tema de la posición política de Vargas Llosa y, sobre todo, a su relación con las izquierdas hispanoamericanas.
La etiqueta que con más frecuencia se le adscribe a Vargas Llosa en América Latina es "neoliberal". Nadie me ha podido explicar qué quiere decir eso exactamente, pero cuando han tratado, me han descrito a un Vargas Llosa que parecería más bien cercano al movimiento neo-conservador norteamericano.
Vargas Llosa no es así. Está bastante más cerca de ser un liberal clásico en cuanto a sus razonamientos sobre el modelo económico y un progresista en casi cualquier tema central en aquello que en el mundo occidental contemporáneo llaman "las guerras culturales".
Es decir, Vargas Llosa, como hacen notar Vásquez y Cercas, es un defensor de la igualdad de homosexuales y heterosexuales en todos los aspectos de la vida civil; es un promotor de los derechos individuales; es acaso el más radical defensor de la institucionalidad de las democracias por sobre los militarismos, los totalitarismos y los autoritarismos; es un enemigo de los nacionalismos; es un crítico acérrimo de la influencia conservadora y retardataria de la Iglesia Católica en cada caso en que ésta se manifiesta (así como es, también, un defensor de la Iglesia en aquellos casos en que ella sirve como motor de la igualdad, el desarrollo y la atención a los marginados).
¿Cuál de esos rasgos podría servir para que alguien lo califique de conservador, o para que alguien lo agrupe acríticamente junto a lo que los latinoamericanos llaman "feroces neoliberales" (que son en verdad los capitalistas conservadores de la región)? Yo creo que ninguno. Cada vez que Vargas Llosa ha defendido alguna de esas causas, la izquierda ha guardado silencio y se ha hecho la sorda, a pesar de que esas causas deberían ser las suyas por naturaleza.
En todas esas ocasiones, la derecha más conservadora y reaccionaria es la que ha latigueado de amargura por la liberalidad progresista de Vargas Llosa. La razón es obvia: en casi cualquier tema cultural, las causas de Vargas Llosa son diametralmente opuestas a las causas del conservadurismo.
El rechazo habitual de la izquierda a Vargas Llosa tiene su origen, históricamente, en la ruptura de Vargas Llosa con la Revolución Cubana a fines de los años sesenta y principios de los setenta. Es crucial recordar que, en aquel tiempo, lo que Vargas Llosa objetó a la Revolución Cubana no fueron sus esfuerzos culturales, su interés socialista en la educación ni su difusión de los proyectos igualitarios en el campo de la salud.
Vargas Llosa objetó y denunció el autoritarismo, la verticalidad del régimen, la opresión de las minorías, la persecución de los homosexuales, la construcción de un Estado policial, las cárceles del castrismo. Es decir, objetó lo que cualquier izquierda moderna, amiga de la libertad y de la igualdad plena debería objetar siempre. Y cuando transitó hacia la derecha, no dejó jamás de denunciar escenarios de ese tipo, sin importar que se produjeran bajo un gobierno de izquierda o de derecha.
Por supuesto, Vargas Llosa no es un socialista desde hace mucho, y revisando sus novelas es posible alegar que tampoco lo fue cuando sentía que lo era: su espanto ante cualquier mundo en que los ideales colectivos se antepongan a la libertad individual es patente. Pero creo que en este momento, pasadas las décadas, ese espanto también se ha convertido en un sentimiento dentro de las izquierdas más progresistas.
¿Hay alguna razón para detestar a Vargas Llosa desde la izquierda? Es cierto que se pueden buscar argumentos ocasionales, hurgar en momentos y coyunturas en que Vargas Llosa se ha aproximado un tanto a regímenes moralemente dudosos, como el actual de Alan García en el Perú. También es fácil descubrir en qué instantes, con qué razones, siguiendo qué ideales, ha roto con esos regímenes en defensa de su noción de libertad.
Pero creo sinceramente que la izquierda pierde mucho más de lo que gana describiendo a Vargas Llosa como el corazón de la tiniebla derechista: pierde la voz más notoria y audible, mundialmente, en la defensa de la igualdad en libertad de los latinoamericanos. Pierde a un promotor constante de la transformación cultural que tarde o temprano llegará a la región, en la lucha contra la homofobia, en favor del aborto, y, con ello, de los derechos de la mujer, en contra de los nacionalismos, en contra del racismo, en favor de la democracia sin interrupciones autoritarias, etc.
¿O es que la izquierda desea anteponer las rencillas de hace casi medio siglo a la defensa de causas con las que su discurso debería identificarlas? Esa es la opción que ha elegido mayoritariamente desde hace mucho. La salida de Vargas Llosa de la política activa, tras su derrota en las elecciones de 1990, y el autogolpe de Fujimori poco después, debieron ser el momento de la reconciliación con Vargas Llosa, la oportunidad de reconocer los puntos comunes con alguien que ha luchado toda su vida en contra de las tendencias cerriles y cacicales que Fujimori representa.
Este es otro momento: la entrega del Nobel a Vargas Llosa, de parte de una Academia Sueca que finalmente da su mano a torcer y renuncia al prejuicio de negarle el premio debido a sus choques con la vieja izquierda. Porque hay que tener en cuenta que el otorgamiento del premio es ya un reconocimiento que Vargas Llosa recibe de la izquierda europea.
Hace unos días un amigo me decía (y lo dice también Cercas en su artículo) que le parecía tonta la frase, tantas veces repetida en estos días: "Me alegra que premien a Vargas Llosa aunque no comparto sus ideas". Yo no creo que sea una tontería, aunque reconozco que ha sido dicha por gente bastante tonta (no todos).
Está bien, creo, considerar a Vargas Llosa un maestro de nuestro mundo intelectual y artístico y hacerlo a pesar de diferencias ideológicas. Eso hubiera querido el "francotirador" que escribió y leyó en Caracas, hace tantos años, el discurso "La literatura es fuego", tras recibir el Premio Rómulo Gallegos. Vargas Llosa ha seguido nadando contracorriente, ha seguido peleándose con aparatos políticos y gobiernos, ha seguido porfiando por causas que muchos de sus admiradores y gran parte de la gente que le es próxima estima en muy poco.
Decir que su premio es bienvenido a pesar de las diferencias intelectuales, cuando se dice razonándolo de verdad, es reconocer la validez de Vargas Llosa como intelectual y reconocer que su trabajo y sus ideas son legítimos y dignos de ser tomados en cuenta. ¿Cómo tomarlos en cuenta? Revisándolos, releyendolos, descubriendo ya no sólo las discrepancias, sino también las coincidencias; y aprendiendo en la lectura, porque alguien que inventa los mundos que Vargas Llosa ha imaginado, es alguien que tiene mucho que decirnos sobre el nuestro.
¿Puede la izquierda hacer eso? ¿Puede dejar de demonizar y satanizar a Vargas Llosa? Sí puede. Y tiene que. Si ustedes revisan algún día una colección de ejemplares de Casa de las Américas, la famosa revista cubana, podrán detectar con toda exactitud el día, el mes y el año en que la crítica izquierdista comenzó a decir sobre las novelas de Vargas Llosa exactamente lo contrario de lo que decía el día anterior.
Encontrarán el momento preciso en que los críticos dejaron de tomar La ciudad y los perros o La casa verde como extraordinarios alegatos socialistas y empezaron a proclamar que eran horrorosos y despreciables discursos dictados por el capitalismo americano. (El papel de Fernández Retamar en ese giro fue irritantemente deshonesto).
Si la izquierda pudo hacer ese malabar, con esa baja intención sofista, siguiendo su rabia y su odio en lugar de ser fiel a cualquier forma de ética intelectual, seguramente podrá hacer también un giro honesto y revisar la obra de Vargas Llosa, y descubrir que, acaso, Vargas Llosa ha estado escribiendo más para ella que para la derecha.
Las comentaré en un post más tarde, pero por ahora les recomiendo que vayan leyendo estas dos columnas publicadas en España la semana pasada acerca del otorgamiento del Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa.
El tema de ambas no es el del mayor o menor mérito literario de Vargas Llosa, porque eso, creo, no está en discusión para nadie que haya tenido contacto con lo central de su obra narrativa, sino con el rol de Vargas Llosa como intelectual y también con las reacciones de la izquierda ante el premio.
En este enlace encontrarán la columna del español Javier Cercas y en este otro la columna del colombiano Juan Gabriel Vásquez, dos connotados novelistas que no poco deben a la buena lectura de la obra del maestro peruano (¿alguien ha mencionado el aire de familia notorio que existe entre Soldados de Salamina, de Cercas, e Historia de Mayta, de Vargas Llosa?).
(En la foto, VLL con el Nobel latinoamericano mejor recibido por la izquierda de la región: Pablo Neruda).
Mi intervención en la presentación de El anticuario...
...
Copio debajo el texto que leí en la presentación de mi novela anoche (una noche estupenda, creo). Lo copio incluyendo los primeros párrafos de agradecimientos, para que éstos les lleguen a aquellos que, debido a la distancia, no pudieron estar presentes (y más tarde pondré algunas imágenes):
......
Quiero agradecer la presencia de todos ustedes esta
noche y muy especialmente el trabajo de Germán Coronado, Martha Muñoz, Pierre Émile
Vandoorne y todos aquellos en Peisa que han hecho posible la publicación de El anticuario. A mis amigos Mónica Belevan,
Alonso Cueto y Daniel Salas por sus palabras. Alonso no lo recuerda, pero mucho
antes de que fuéramos amigos, él fue uno de los primeros escritores a quienes
conocí en persona, en la oficina de Luis Jaime Cisneros en la Universidad
Católica. Era un día de mucho calor, Alonso lo hizo notar y procedió a abanicar
su humanidad con suaves movimientos del dedo índice. Aprendí que Alonso tenía
gran confianza en el poder de la imaginación.
Desde entonces Alonso me ha dado muchas mejores
razones para la reflexión y lo mismo puedo decir sobre Daniel que me ha dado
muchos años de amistad, y Mónica, que me ha dado en muy pocos meses una amistad
de muchos años. También quiero agradecer a Iván Thays por su intención de decir
algo aquí esta noche hasta que un tropiezo suyo en una ducha madrileña nos
privó de su presencia. Es lo que le pasa a Iván cuando sus viajes dejan de ser
interiores. Gracias a Rossella di Paolo por sus comentarios. A Edmundo Paz
Soldán, Félix Reátegui, Peter Elmore, mi esposa Carolyn Wolfenzon, Daniel,
Alonso, Mónica y Luis Hernán Castañeda, que leyeron diversas versiones de la
novela, en el caso de Carolyn y Daniel, varias veces, como consecuencia de mi inseguridad.
Cada vez que cambié una coma les pedí, por favor, léetela de nuevo porque he
introducido una variante arriesgadísima. En una entrevista que saldrá publicada
dentro de unos días Kike Sánchez Hernani me preguntó si había alguien a quien
considerara mi maestro. Respondí que mi único maestro era mi amigo Daniel
Salas. Quiero dejar en claro que eso era una broma.
Hace tres noches, en un avión que venía de Boston, leí
un pequeño artículo de Stephen Hawking, el famoso científico tetrapléjico, en
una revista de divulgación científica. Era acerca de lo que él llama la “teoría
de todo”, la una teoría capaz de explicar el universo entero. Parte del
artículo era acerca de la polémica filosófica entre idealistas y realistas.
Como no sé prácticamente nada sobre esa polémica, la puedo explicar con absoluta
claridad. Aquí va.
Los idealistas, entre muchas otras cosas, piensan que
nuestra percepción modifica el mundo y que la forma de lo que llamamos realidad
está siempre necesariamente influida por nuestra manera de verla. Los realistas
piensan que nuestra imagen de la realidad, medida metódicamente y descrita de
acuerdo con nuestros sentidos, es de hecho igual a la realidad y la puede
retratar punto por punto.
Hawking propone una alternativa, a la que él llama “realismo
dependiente del modelo”. La idea es simple. Si yo tengo un modelo del mundo y
cada vez que lo pongo a prueba ese modelo funciona, entonces mi teoría sobre el
mundo es buena y mi modelo es un modelo de la realidad. Si ustedes tienen un
modelo completamente diferente del mundo pero cada vez que lo ponen a prueba, también
funciona, entonces su teoría sobre el mundo también es buena y su modelo
también es un buen modelo de la realidad.
Hawking cita un caso real extraordinario. En Monza, una
pequeña ciudad italiana, hace unos meses, la municipalidad prohibió a los
habitantes tener pececitos en peceras esféricas. La razón dada por el alcalde y
los concejales es que, encerrados en una pecera curva, los peces son forzados a
percibir el mundo de una manera deformada. Deformada porque la pecera esférica
los fuerza a ver el exterior como no es.
Cada vez que yo me acerque a la pecera, los peces verán mi rostro transformado,
alargado hacia un lado, con un gesto y una forma que no son los de mi rostro.
Dicho sea de paso, es posible que me vean curiosamente parecido a Stephen
Hawking.
Anteayer, en mi segundo día en Lima, le mostré el
artículo a un amigo, que me hizo comprender
por qué Hawking citaba el ejemplo de los peces italianos y sus peceras
esféricas. El argumento es éste, me dijo mi amigo: “Gustavo, si
esos peces viven toda su vida en la pecera, y nada nunca les da un indicio de
que el mundo es diferente, todas las conclusiones que ellos alcancen sobre cómo
es el mundo, serán siempre ciertas, porque siempre los llevarán a actuar de
manera acertada, no importa si nosotros, desde fuera de la pecera, sabemos o
creemos saber que los pececitosestán
equivocados. Los peces no son idealistas ni realistas: son lo que Hawking llama
“realistas dependientes de su modelo””.
No hay nada más tonto y frecuentemente equivocado que
un artista o un escritor que roba las ideas de un científico, sin conocerlas bien,
y las usa como metáfora para explicar el arte o la literatura. Como el error y
la tontería han definido la mayor parte de mi vida, voy a hacer eso ahora
mismo. Pasa con frecuencia que leemos dos novelas o vemos dos películas que
tocan un mismo asunto, un mismo tema o un mismo momento histórico, y lo hacen
de maneras muy distintas, proponiendo visiones del mundo enteramente
discrepantes, acaso irreconciliables. Leemos a Arguedas y a Vargas Llosa, por
ejemplo, y ambos nos hablan del Perú y de sus choques y encuentros culturales,
y de sus males sociales y políticos, y sabemos que sus obras nos proponen
modelos del mundo (peruano) que son divergentes, difíciles de comparar, y que
es imposible aceptar ambos modelos al mismo tiempo.
Pero lo hacemos. Aceptamos La casa verde y Todas las
sangres; aceptamos Historia de Mayta
y Los ríos profundos. Los aceptamos
al menos en la medida en que no salgamos de la pecera, es decir, en la medida
en que no salgamos de la ficción, que es un mundo en sí mismo. Apenas nos convertimos
en el pez fuera del agua, renegamos de uno de esos modelos y aceptamos el otro,
o renunciamos a ambos. Los novelistas hacen peceras para peces italianos. La
gran maravilla de la literatura está en darnos la oportunidad de ser lo que
Hawking llama “realistas dependientes del modelo”, una y otra vez,
infinitamente, y la oportunidad, también, de romper la pecera de vez en cuando,
aunque sepamos, claro, que romper la pecera, cuando uno es un pez dentro de
ella, no es precisamente la salida más apacible. La literatura ha hecho eso desde
siglos antes de que Hawking lo advierta como posibilidad científica: la
literatura es una anacrónica ciencia del futuro.
El
anticuario, como toda novela,
quiere ser uno de esos posibles modelos para entender un mundo; en este caso,
el Perú de las últimas décadas, y su violencia pública y privada. Quiero
explicarles cómo y empezaré por lo público.
Imaginen el caso de un hombre, al que llamaré X. X vive
en un país cualquiera. El país lo gobierna un dictadorzuelo, posiblemente
extranjero. Hablo de un país imaginario. El dictador es, además, un ladrón, un
mentiroso y un cobarde. Un día está en aprietos, renuncia y desaparece. El
hombre, X, también renuncia y desaparece y se va a vivir al otro extremo del
continente, como me fui yo un día hace diez años. X está basado en mí.
A la distancia, X observa su país. Al cabo de unos
años, los ciudadanos de ese país deciden perseguir, juzgar y encarcelar al
dictador y a sus aliados. Simultáneamente, sin embargo, en virtud de una lógica
oscura, esos mismos ciudadanos empiezan a sentir una inmensa simpatía por la
hija del dictador, que está hecha a imagen y semejanza de su padre. Este es un país imaginario. El país
enloquece de esa manera y de otras muchas maneras: el peor gobernante de su
historia anterior es electo nuevamente; individuos desconocidos se vuelven
políticos populares; delincuentes consumados son premiados con la inmunidad y
el poder; la cleptomanía se vuelve virtud; a los criminales se los declara
impunes; los comediantes de la tele se vuelven factores determinantes en la
vida política, etc.
Mirando todo esto desde la distancia, el hombre, X,
empieza a intuir que su país ya no es un país; ahora es un manicomio. Pero no
exactamente una clínica psiquiátrica, en la que se intente devolver la cordura
a los insanos, sino algo más parecido a una prisión para locos, en la que los locos
creen gozar de plena cordura y cierta libertad. Mirando mejor, X se da cuenta
de que el país no sólo es un manicomio recientemente: lo ha sido siempre, ya lo era antes de que lo gobernaran el
dictador y el corrupto. Ya lo era en los años anteriores, en los años de una guerra
que comenzó previamente. Ya lo era cuando el hombre, X, todavía vivía ahí. X es un loco que ha escapado
subrepticiamente. Más aun: en verdad, X nunca ha escapado, nunca ha estado
afuera. Cree mirar el país a la distancia, pero no. Quiere escribir lo que ha
visto, pero tiene las manos atadas por una camisa de fuerza. Sólo puede repetir
unas pocas palabras, en una secuencia extraña y caótica que parece,
engañosamente, tener un orden lógico.
Esas pocas palabras, en mi caso, son la novela El anticuario. Es la novela de uno más
de los locos que cree por un instante tener la ilusión de estar fuera de la
clínica, fuera de la pecera, y ver las cosas con claridad, aunque en verdad no
pueda.
Les explico el lado privado. Hace muchos años un amigo mío inmensamente querido pasó
por una experiencia violenta y terrible que le costó la vida a dos personas,
incluido él mismo. Esa experiencia me marcó. Me hizo conocer la demencia,
visitar por primera vez una clínica psiquiátrica, aprender que la persona más
bella puede hacer las cosas más terribles y que lo que llamamos el mal no se
diferencia radicalmente de lo que llamamos el bien o el amor o la pasión y que
la locura y la cordura no son ajenas una de la otra. Años más tarde quise
escribir una novela y me di cuenta de que no podía escribir otra cosa que la
novela que esa experiencia me había impuesto. Tenía que sacar de mí esa
historia. Cuando empecé a escribirla me di cuenta de que tenía la necesidad de
hacer algo más: deformar la historia lo suficiente para que mi amigo no fuera
culpable de sus culpas. Fue una debilidad inútil pero humana: todos somos
culpables de algo. También el país más bello puede hacer las cosas más
horrorosas, porque la marca de nacimiento de la civilización es la barbarie,
así como la barbarie es la señal en la extremaunción de la civilización: la
barbarie está siempre con nosotros, de principio a fin. Mi novela dejó de ser
la historia de mi amigo y se convirtió en otra cosa: la historia del manicomio
que es una ciudad que es un país que somos mi amigo y yo y ustedes y los demás,
y ese manicomio es nuestra pecera y si nunca la vamos a poder comprender desde
afuera, tenemos el deber de entenderla desde adentro.
El
anticuario es una novela sobre
el Perú y sobre los años de la violencia política. Que la novela sea una
fantasía gótica, una novela de misterio, un policial con ecos de cuento de
terror, de cómic, de thriller, de película de la serie B, y, sin embargo, pueda
ser un intento serio de representar el momento más terrible de la vida
republicana del Perú, es, para mí, una virtud. No sé si los lectores pensarán
los mismo o no. Me conformo con que crean en el mundo de la novela durante el
tiempo de la lectura, porque ese tiempo también está en el mundo real. Para mí,
decir algo terrible e incluso tenebroso, que es personal, pero que a la vez se
refiere a un momento oscuro en la historia de nuestro país, y decirlo sin
renunciar al juego, al juego infantil de la literatura, al juego para adultos
que es la literatura, ha sido liberador.
Escribí mi primer cuento a los diez años, cinco
minutos después de ver en la televisión el primer episodio de La isla misteriosa, con Omar Shariff
como el Capitán Nemo. Le leí el cuento a mi mamá. Mi mamá me dijo que era
extraordinario. Pero también me dijo que era un plagio descarado del episodio de
La isla misteriosa que yo acababa de
ver. Yo no sabía qué cosa era un plagio así que lo tomé como un elogio. En los
meses siguientes mi mamá declaró que mi segundo cuento, mi tercer cuento y mi
cuarto cuento eran plagios, respectivamente, de un episodio de Viaje a las estrellas, un episodio de La isla de Gilligan, y, en un giro que
hasta el día de hoy yo no puedo comprender ni mucho menos justificar, un
comercial de Desenfriolito protagonizado por el Topo Giggio.
Mi mamá no está ya para leer esta novela, pero puedo
asegurar que no se quedaría corta a la hora de descubrir los plagios que hay en
ella. Hay muchos. De Borges, Mulisch, Vargas Llosa, Hawthorne, etc. Sospecho
que esos plagios no están allí porque yo sea uno de esos escritores que quieren
llenar sus textos de referencias literarias. Creo que esos plagios los he
cometido con la secreta esperanza de que mi madre se divierta encontrándolos. Mi
esposa, Carolyn, que no pudo viajar conmigo esta vez, ya pasó por ese proceso,
ya leyó, releyó, señaló, subrayó, corrigió, alabó, desdeñó, condenó, celebró e
incluso denunció El anticuario. Es
interesante estar casado con una crítica literaria: tengo la corazonada de que
no encontraré un crítico más cariñoso conmigo que ella; pero tampoco uno más
feroz. La novela está dedicada a Carolyn pero también a mi madre, y a los
amigos que vivieron parte de ella.
Yo y esos amigos míos (varios de ellos están aquí)
teníamos trece años cuando Sendero Luminoso empezó a colgar perros en postes y
a robar urnas y luego a matar gente inocente por millares; teníamos poco más
cuando el Estado comenzó a responder con no menor crueldad y con similar
violencia. Todos nuestros años de la universidad estuvieron signados por ello.
Los horarios de nuestras reuniones dependían de los toques de queda; nuestros
viajes a la universidad, de los paros armados; nuestras amistades eran
afectadas por nuestras afiliaciones políticas. Muy poco en nuestras vidas, al
menos en la mía, es siquiera lejanamente comparable con lo que sufrieron
decenas y centenares de miles de campesinos, de provincianos, de militares, de
policías, de limeños marginados, de civiles arrastrados por el terrorismo o
arrasados por él o por el Estado, pero nuestras vidas fueron signadas por todo
eso, irremisiblemente: ése es el mundo en el que crecimos.
Por ello, tal vez, una cosa se me hizo clara al
escribir esta novela: que yo no tengo ninguna manera sensata y razonable de
distinguir entre la vida pública de nuestra sociedad y la vida privada de cada
uno de nosotros en esos años. Esa es la única
clave necesaria de lectura para entender El anticuario: en mi generación lo público y lo privado fueron una
misma pesadilla y también un mismo sueño: y lo digo sin ironías: teníamos
miedos pero también esperanzas, temores visibles pero también ilusiones.
Mirando hacia atrás, es increíble que hayamos sido felices entre tanto horror,
pero lo fuimos, muchos de nosotros, no todos, lo fuimos. Otros muchos no, otros
no sobrevivieron. Pero acaso fuimos la última generación de peruanos que
pudieron crecer antes de que el cinismo se sumara al caos y a la desidia.
En cierta forma, los personajes de la novela son esos
amigos míos y ustedes. Sería interesante que se reconocieran en alguna de sus
páginas, o reconocieran alguna de las calles en forma de espiral que cruzan la
ciudad de mi novela, que es circular como las partes del infierno y circular
como las peceras, pero tiene salidas y tiene porvenir. Gracias.