30.7.06

Demonios americanos

Aclaremos: pese a la barba luciferina, y a vivir en New York, el retratado en la foto de abajo no es de ninguna manera uno de los demonios americanos a los que aludo en el título (digamos que solía ser diabólico en Pando, pero eso fue hace mucho).

Es, más bien, mi amigo
Eduardo González Cueva, que desde hace tiempo lleva un excelente blog, La torre de marfil, al que lo único que se puede reprochar es que no se renueve con gran frecuencia.

El título de este post, más bien, se refiere al
texto que Eduardo ha colgado en su blog, en el que ensaya una racionalización del éxito de
The Da Vinci Code, tanto la novela de Dan Brown como la película de Ron Howard. Su comentario no quiere explicar ni la estética ni la organización del libro y la película, sino qué hay en The Da Vinci Code que resulta tan extremadamente seductor para el público americano.

Les recomiendo el texto de Eduardo, tan interesante como todos sus posts, y espero que se decida a una segunda parte en la que, acaso, pueda deslizar alguna explicación adicional para un asunto que por ahora queda pendiente: si explicamos el éxito de esta ficción en Estados Unidos en términos sociológicos o antropológicos, o ideológicos en general, relacionados con la idiosincracia del pueblo americano, ¿cómo explicamos que el libro de Brown siga estando, incluso hoy, en las listas de best sellers en muchísimos otros países, incluido el nuestro? ¿Pura peliculina, un acto reflejo masivo, o, quizá, la idiosincrasia americana no es tan idiosincrásica como sospechamos?

Bombardero characato

A César Gutiérrez lo conozco desde hace años, cuando ambos trabajábamos en El Comercio y, más específicamente, en la revista Somos. César solía ser la causa de algunas de esas pesadillas que los editores de revistas tenemos con los redactores más díscolos: cierres en la hora undécima, textos idiosincrásicos, pequeños vuelos de la imaginación no del todo comprobables en la realidad, etc.

También solía ser la fuente de algunas de las crónicas más divertidas que publicábamos en esa época, en que a
Somos no le faltaban cronistas divertidos: estaban el oso Luis Miranda, Óscar Franco, Doris Bayly, Jeremías Gamboa, Pati del Río, el perro Fernando Velázquez, Alonso Rabí, Pablo O´Brien, Jorge Riveros, Raúl Cachay, entre los nombres que recuerdo de inmediato.

Y
César era, además, como Doris, Fernando, Raúl y Alonso, uno de los poetas en la redacción de Somos. En ese tiempo publicó su poemario La caída del equilibrista, un libro que, sin duda, sería mencionado con frecuencia en la infinidad de censos y antologías de la poesía de los noventas que brotan como hongos por todas partes si César fuera uno de esos poetas pateros, constantemente autoantologados, para los cuales la literatura es antes que nada un medio publicitario y un acicate egotístico.

Hace ya varias semanas
Hueso Húmero hizo público un largo fragmento de la (según dicen enorme) novela Bombardero, escrita por César en New York, donde ha vivido ya algún tiempo gracias a la voluminosa liquidación que recibió a su salida del diario (los muchos años de servicio merecen una recompensa proporcional, y César había sido subeditor de Ruedas & Tuercas por buen tiempo). La novela, según tengo entendido, anda en busca de editor, y ojalá lo encuentre pronto, para poder colocar este fragmento en su contexto general y ser capaces de disfrutarlo como sin duda se merece y de evaluarlo como es deber de la crítica.

Por lo pronto, ahora que
Hueso Húmero ha colocado el fragmento en su sitio web, dejo aquí un link para que lean este adelanto aquellos que, como yo, no han conseguido un ejemplar de la revista. (El link abrirá un página que, a su vez, al pie, presenta un link de "descargar archivo", donde encontrarán el texto completo en Word).

¿Qué pasó con James Oscco?

Esta no es una noticia, pues nada sé de este caso que no haya sido ya publicado por otros. Es una simple pregunta: ¿qué pasó con James Oscco? ¿Adónde han llegado los pedidos para investigar el sangriento y feroz asesinano de este poeta y cuentista apurimeño, torturado y muerto salvajemente entre el 18 y el 20 de octubre del año pasado?

Desde que el cadáver de James Oscco Anamaría fue descubierto, en una bolsa, en medio de un basural, a las afueras de Abancay, muchas fueron las protestas y, hasta donde sé, ninguna la respuesta del gobierno, a pesar de que las fuerzas del orden, o fuerzas paramilitares acaso oficialistas fueron desde un principio sindicadas como las posibles ejecutoras del crimen.

Oscco, escritor y maestro universitario, fue alguna vez acusado de terrorismo por el rector de su universidad, sin pruebas que indicaran la veracidad del señalamiento. Al parecer, más bien, era un izquierdista militante y pacífico, comprometido con su propia versión del cambio socialista, que no era la de Sendero Luminoso, y que pasaba más bien por la formulación de proyectos de reestructuración en nuestro sistema educativo. Las circunstancias de su muerte, así, se vuelven incluso más oscuras, más difíciles de rastrear.

Hace ya unos meses que no he vuelto a escuchar sobre su caso, y parece tiempo de preguntar nuevamente si alguien, más allá de los escritores y las organizaciones que protestaron en su momento, está haciendo algún esfuerzo real por desentrañar lo sucedido con Oscco y, claro está, por descubrir la identidad de sus asesinos.

Nuestra prensa cultural

"Las librerías están entre las pocas piezas de evidencia que aún tenemos de que el ser humano sigue pensando", dijo alguna vez, no hace muchos años, en los noventa, el notable comediante norteamericano Jerry Seinfeld.

Cierto. No hay que ser ultraconservador, old-fashioned, academicista, falogocéntrico (como dicen) ni un eurófilo descontrolado para coincidir con esa simple observación.

Otro humorista americano, escritor de oficio, Fran Lebowitz, dijo, también por aquel tiempo, esta otra verdad: "L
as revistas frecuentemente nos conducen a los libros, y, por tanto, los prudentes deberían considerar a la prensa como el prolegómeno amatorio de la literatura".

Añado una tercera cita, esta vez de alguien que es bolo puesto en cualquier texto hecho, precisamente, de citas ajenas. Oscar Wilde (en la foto) escribió: "La diferencia entre el periodismo y la literatura es que el periodismo es ilegible y la literatura no se lee".

Difícil asunto. Aparentemente, mientras no tengamos un número suficiente de buenas revistas, capaces de enganchar al lector común, nuestro foreplay literario, nuestros prolegómenos amatorios, para decirlo con Lebowitz, serán más bien mediocres, o, lo que es peor, inefectivos (es decir, no llevarán a los potenciales amantes a la feliz culminación del acto... lector).

Porque en nuestro medio, curiosamente, se da la presencia de un buen número de revistas atractivas e interesantes para aquellos que están ya comprometidos con la literatura (desde Hueso Húmero hasta Libros & Artes; desde Quehacer hasta Ajos y Zafiros, para mencionar sólo algunas), pero, en cambio, resulta asombrosa la escasez de secciones de crítica literaria en magazines de circulación masiva, y la absoluta inexistencia de revistas de libros, semanales o quincenales, en los diarios.

Y no es menos lamentable que, muchas veces, siendo la quinta rueda del coche en un diario, las secciones culturales, al menos en lo que se refiere a literatura, sean dejadas en manos de reseñadores que no sólo no saben nada de libros, sino que, además, escriben tan mal que sus textos mismos actúan como repelentes para cualquier incauto que recurra a ellos buscando consejo sobre qué sería bueno leer.

Y con eso la desgracia apuntada por Wilde se completa y se vuelve círculo vicioso: en la medida en que la prensa resulta más y más ilegible, la literatura termina siendo menos y menos leída. Pero, ¿querrán algún día los editores y dueños de diarios preocuparse por ayudar un poquito a nuestra cultura?

29.7.06

Si así hubiera defendido a los muertos

Si el cardenal Juan Luis Cipriani, en su puesto al frente de la Iglesia Católica ayacuchana, durante los años de la violencia política, hubiera defendido a las víctimas del conflicto con la misma elocuencia con que se defiende a sí mismo, quién sabe, acaso miles de personas habrían salvado la vida. O, cuando menos, él habría salvado su conciencia.

Pero nunca dijo nada, nada de nada acerca de los millares de asesinatos que unos y otros cometían en su cara. Prefirió enterrar la nariz y dejar que los criminales enterraran, a su vez, a miles de personas en cientos de fosas comunes.

Ah, pero ahora Cipriani, mientras celebra la llegada del Opus Dei al gobierno, con Rafael Rey aupado en el poder de la mano de García y Giampietri, sí se siente autorizado y animado a hablar.

¿Y qué dice? Dice que el Informe final de la CVR es denigratorio. ¿Denigratorio contra quién? Contra los asesinos y, por supuesto, contra él mismo. Para esta criatura divina ni la verdad ni la reconciliación cuentan; sólo cuenta salvar el propio pellejo.

Yo no sé si hay o no hay un infierno. Pero si lo hay, espero que sea bastante más hondo que las fosas comunes que Cipriani nunca pensó dignas de mención, en la época aquella en que su silencio traicionó las expectativas de sus propios feligreses. Y ojalá en ese infierno, como en el de Dante, el círculo peor, el más cruel, esté reservado a los traidores.

28.7.06

Malas películas imprescindibles 3

Color Me Blood Red

Ahora sí: entramos al área del cine pésimo, con una de las cumbres de la filmografía de ese terrible cineasta llamado Herschell Gordon Lewis: su éxito de 1965, Color Me Blood Red.

Herschell Gordon Lewis, hoy en día un autoproclamado mago del telemarketing y la publicidad via e-mail, y autor de un par de decenas de libros en esas áreas (cuyo contenido no quiero siquiera imaginar), ha sido también el director de treinta y siete cintas entre 1960 y el 2002, y debe de estar, fácilmente, en cualquier terna de finalistas para suceder a Ed Wood en el puesto del peor cineasta de la historia.

Tiene, además, el dudoso mérito adicional de ser, muy probablemente, el inventor del primitivo cine gore: la exhibición, digamos, poco pudorosa, de bistecks y filetes de ternera, crudos por cierto, colocados estratégicamente para simular la exposición de carne humana en escenas con un alto contenido de violencia física y, casi siempre, también, psíquica, lo que en Lewis, particularmente, nunca deja de tener un contenido misógino nada reprimido.

(Yo he visto sólo una de las películas en que Lewis dio verdadera rienda suelta a su lado sanguinario, The Gore-Gore Girls, y puedo decir que, al confiar todo el éxito del relato a las escenas carcineras, la cinta se vuelve mala en un sentido bastante convencional y poco interesante, además de cobrar un aspecto más bien enfermizo).

¿Y si su mérito es tan dudoso, por qué su película es imprescindible? (O, ya puestos en el tema, ¿por qué lo son todas las que vengo enumerando en esta sección eventual?). Bueno. Pues, en primer lugar, no es verdad: no son imprescindibles. Y sin embargo, para una audiencia prevenida, tampoco son un fiasco: no se trata simplemente de que el mal cine suela tener un cierto atractivo, ni únicamente del hecho de que proporcione una diversión involuntaria adicional a la diversión buscada.

Se trata, además, de que estos cult films americanos --hechos con presupuestos microscópicos, actores de talento invisible, y una calidad técnica que parece previa a la invención del cine--, estos films, digo, en su a veces chocante falta de sutileza, suelen presentar historias bastante más imaginativas que las que le son permitidas al mainstream estadounidense, constreñido por sus estudios de mercado, su miedo a herir la sensibilidad del público, un código severo de censuras y clasificaciones que pueden afectar enormemente las ganancias de cualquier cinta, etc.

En otras palabras, más allá de sus posturas políticas, Hollywood es, estéticamente, una fuerza ultraconservadora, que confía en fórmulas y quiere a cada film dentro de un cierto género, un panorama manejable y sencillo, que hace del cine una diversión tan previsible y confiable como el menú de una cafetería o el programa de números de un circo dominguero. Y el cine B, y el C, las cult movies ajenas a las grandes productoras, son de hecho una fuerza estética arriesgada, cambiante, mucho menos previsible.

Color Me Blood Red es una versión descarnada (o, más bien, sumamente encarnada, incluso encarnizada) de algo que por lo común concebimos sólo como metáfora y abstracción: la idea de que un verdadero artista crea arte con su sangre, con su cuerpo, y está dispuesto a consumirse literalmente, a acabar consigo mismo, en la búsqueda de concebir una obra de arte superior.

Que tal reivindicación del genio artístico se dé a través de una película indudablemente pobre y a ratos azarosamente ridícula (el actor protagónico es tan malo que resulta, para usar una frase que encontré en un cómic hace poco, de un nivel sub-Keanu Reeves), y que su gestor sea uno de los peores cineastas de la historia, nos permite detectar una de las cosas más interesantes de esta zona particular del cine de culto, la zona de los directores pésimos: su carácter de mundo paralelo al mainstream.

En este otro planeta cinematográfico, los genios son otros, los valores son distintos, los juicios estéticos son diferentes, y la calidad material de las cintas, el talento de los actores, etc, pasan a tener valoraciones que en nada se parecen a las habituales. Ed Wood y Lewis pueden ser, aquí, para estos otros árbitros, sin asomo de ironía, verdaderos genios. ¿Y qué pasaría si, en algunos casos, la leyes de ese mundo paralelo fueran las que dieran en el clavo?

De hecho, el rescate, no siempre irónico, del cine de Ed Wood en la década pasada, a manos entre otros del gran Tim Burton, es parte de una reconexión entre el mainstream y la serie B, una reconexión que ha acabado por promover un cierto cambio dentro de Hollywood: Mars Attack, de Burton; Ghost Dog, de Jim Jarmusch; Mulholland Drive, de David Lynch; Kill Bill, de Quentin Tarantino; la excelente Bubba Ho-tep, de Don Coscarelli; casi todo el cine de M. Night Shyamalan, incluyendo su reciente y vapuleada Lady in the Water; etc, son películas que regresan a la serie B como fuente de inspiración, retrabajan sus temas o copian o evocan sus modismos. Y en todos los casos, curiosamente, se trata de los directores en los que Hollywood confía para revitalizar el mainstream y darle nuevas vías.

Por eso yo, pacientemente, a tropezones, y llevándome más de un trago amargo, me he propuesto ver (y escribir un poquito sobre) todas estas malas películas imprescindibles.

27.7.06

Los dos Peter Elmore

Si uno entra al buscador de imágenes de Google y escribe el nombre Peter Elmore, descubre que, en efecto, hay al menos dos.

Uno de ellos cubrió a nado la distancia entre Francia e Inglaterra, en 1988, en nueve horas y cincuenta y dos minutos. El otro escribe.


Pero también el que escribe es un
hombre duplicado: el profesor universitario que reside en Boulder, Colorado, que cada dos o tres años produce un agudo libro de ensayos (Los muros invisibles, La fábrica de la memoria, El perfil de la palabra), por un lado, y, por otro, el novelista que vive con un pie en Yoknapatawpha y otro en Triste-Le-Roy (y un tercer pie, no me pregunten cómo, en el centro de Lima, y un cuarto pie en la biblioteca de Claudio Magris: incómoda postura que este otro Peter sobrelleva con gracia y donosura), y que también, como su doble, cada dos o tres años produce un libro, pero de ficción.

A sus novelas anteriores,
El enigma de los cuerpos y Las pruebas del fuego, este otro Peter acaba de añadir una tercera, El fondo de las aguas. A diferencia de mis amigos en Lima, que tienen el placer de contar con un ejemplar ya en sus manos, yo, a la distancia, en Ithaca, no tengo sino las páginas anilladas de la primera versión, la única que he leído, que este otro Peter me envió hace ya casi dos años.

Sobre esa primera versión, que no sé en qué medida se haya modificado, puedo decir un par de cosas: la tercera novela de este otro Peter sintetiza la misteriosa abundancia argumental de El enigma de los cuerpos y la estupenda construcción de personajes de Las pruebas del fuego, para llegar a una historia tan ágil como lúcida y reflexiva.

Si una idea subyace a todo el relato, es la noción de extrañeza: la sensación de una íntima impropiedad, de una íntima desubicación, de una íntima impertinencia del protagonista ante los hechos --cada vez más intrigantes-- de su propia vida.

Es un libro inusual en nuestra narrativa, una ficción que tiene sus raíces muy dentro de un terreno eminentemente intelectual y libresco (y los libros de Fogwill no son secundarios en la conceptualización que hace este otro Peter de la ciudad nerviosamente articulada que sirve de escenario a su novela), pero que se expresa en un relato vital, personal, emotivo. Una novela que hay que leer.

Imágenes: arriba, el Peter escritor, con varios años menos, en Desamparados; abajo, el Peter nadador, recién completada su travesía marina.

La novela seria y los chupasangres

Aparentemente hay quienes opinan que el error de Abril rojo, la novela de Santiago Roncagliolo que le valiera a su autor el Premio Alfaguara 2006, es aproximarse a un tema tan serio como el de la violencia política peruana desde un género tan "poco serio" como el thriller policial.

Lo peor es que también hay quien quiere confundir esa opinión con la
mía, que en nada se parece: yo creo que los errores de la novela de Roncagliolo son defectos internos, una deficiente construcción de personajes, una falta de coherencia en el lenguaje, y alguno que otro despropósito producto de una mala investigación y una reflexión superficial.

También creo, sin embargo, que
Roncagliolo, sistemáticamente, ha usado el tema de la violencia para publicitar su libro, colocando su thriller, que ciertamente nada aporta al asunto, como si fuera una contribución al debate sobre la violencia política. Pero objetarle esa falta de seriedad es muy distinto de decir que Roncagliolo no tiene derecho a escribir sobre el asunto en el tono que mejor le parezca; y tampoco es lo mismo que afirmar que ciertos géneros son válidos y otros no para tocar algunos asuntos. Esas dos cosas yo jamás las diría.

Me pregunto cómo reaccionarían quienes piensan que a ciertos temas hay que aproximarse con absoluta reverencia y con el ceño fruncido, si ellos fueran críticos norteamericanos y se enfrentaran con la reciente novela del escritor estadounidense Mario Acevedo (descendiente de mexicanos), que toca los temas de la invasión de Irak, la tortura mental de los soldados que en ella han peleado, la psicosis de guerra, la producción y el uso de armas nucleares, etc., en un tono y a través de una historia que son, por decir lo menos, inesperados y sui generis.

El sugerente título de la novela dice mucho sobre su contenido: The Nymphos of Rocky Flats, y la premisa de su historia es como sigue: un soldado norteamericano regresa de la guerra de Irak transformado en un vampiro. Se vuelve, obviamente, dectective privado, y recibe el encargo de investigar una serie de sucesos sorprendentes ocurridos en una planta de armas nucleares, donde las mujeres están convirtiéndose, unas tras otras, en ninfómanas, enredadas en batallas con vampiros, cazavampiros y asesinos del gobierno.

(Dado que la planta queda en los alrededores de Denver, Colorado, mis primeros sospechosos son
Peter Elmore, Roberto Forns, Jeremías Gamboa y Daniel Salas).

Al parecer, pese a su locura generalizada, la novela se da el tiempo de construir un protagonista denso y multifacético y de poner en marcha un comentario interesante sobre la cultura pop americana. Yo prometo hacerme de una copia y contarles algo más, pronto, pero por ahora los dejo con una entrevista (sólo en inglés) al autor en relación con su primera novela y acerca del drama de ser publicado (ni más ni menos que por Harper Collins) en el dificilísimo mercado americano.

Crack & McOndo vs... ¿quién?

Hace años se viene escuchando lo mismo con variantes distintas: Alberto Fuguet ha dicho mil veces que su grupo virtual, McOndo, surgió como respuesta a la pesada tradición latinoamericana de lo real maravilloso, que asfixiaba y entorpecía las posibilidades de nuestra literatura de representar a una América Latina distinta, a años luz, como suele decir Alberto, de las vírgenes voladoras y los ancianos alados de García Márquez.

También Jorge Volpi y los muchachos del crack mexicano han señalado algo similar más de una vez, y Jorge lo repite ahora en una entrevista hecha en Lima y publicada por Peru.21.

Con el Crack y sus lineamientos universalistas, dice Jorge, "quisimos escandalizar al medio literario. Entonces existía el prejuicio de que la literatura latinoamericana era --y debía ser-- una sola y enmascararse en el realismo mágico".

Por supuesto que existió y existe una crítica, miope y pobre, que desde Europa y los Estados Unidos inciste en querer ver la literatura latinoamericana como siempre producto del realismo mágico, o siempre lindante con lo real maravilloso.

Pero como Volpi y Fuguet se refieren a la crítica y al ambiente literarios que ellos lograron escandalizar, queda claro que no están hablando de Europa y los Estados Unidos, donde su obra apenas empieza a ser conocida ahora (y ojalá lo sea más), sino de la crítica en América Latina. Y creo que a nadie sorprenderé si digo que la crítica latinoamericana nunca ha confundido al realismo mágico con el resto de nuestra literatura, y que siempre ha estado bastante claro para nosotros que se trata sólo de un modo literario, temporal como cualquiera, cuyo momento cumbre fue de hecho fugaz y queda hoy lejano.

Cuando Volpi y Fuguet, el Crack y McOndo, aparecieron en la escena literaria, es justo decir que los escritores que dominaban el paisaje eran en su mayoría absoluta y radicalmente ajenos al realismo mágico y lo real maravilloso. A principios de los noventa, sobrevivía la enorme lectoría de García Márquez, pero estaba él mismo ya bastante distanciado del realismo mágico.

El otro gran monstruo librero era Vargas Llosa, que jamás se aproximó a las etiquetas "r-m", como no lo hicieron tampoco Cortázar, ni Borges, ni Sabato, ni Fuentes, ni Donoso, ni Cabrera Infante, ni Ribeyro, ni Bryce, ni Bioy, que eran los nombres dominantes en el canon que todos leíamos en esos años. Carpentier había reducido su lectoría sumamente y de Rulfo quedaba el culto por Pedro Páramo y el virtual olvido de sus cuentos; del llamado boom junior habían alcanzado estatus icónico otros escritores ajenos también al realismo mágico, como Severo Sarduy y Manuel Puig.

Para cuando aparecieron los primeros libros de mcondinos y crackenses, bueno es recordarlo, tenían mucho tiempo de publicadas las obras de otros escritores que se habían encargado ya hacía rato de dibujar el nuevo panorama de la narrativa latinoamericana, una suerte de mapa que empezaba a asomar por entre las quebrazones del anterior, el diseñado por el boom: ya estaban allí los libros de Saer, Piglia, Castillo, Valenzuela y Fogwill, y los de Taibo II, Monsiváis, Poniatowska, Pitol y Revueltas, por ejemplo, para citar solamente a argentinos y mexicanos que poco o nada tienen que ver con el realismo mágico ni con lo real maravilloso.

Habían despertado y llegado a la fama, eso sí,
los hijos ilegítimos de García Márquez, como Isabel Allende, en libros que la crítica demolió rápidamente, aunque el público los favoreciera con largueza; libros que transformaron el realismo mágico en receta de best sellers, ya desescamado y deshuesado. Pero al hacer eso, en verdad le estaban tirando una lápida, acaso prematura, a ese modo literario.

Ahora bien: ¿contra Isabel Allende es que se levantaban McOndo y el Crack? Difícil creerlo.

La intriga de Sifuentes

¿Se acuerdan del tal Marco Sifuentes? Es el periodista que días atrás dijo lo siguiente: que un escritor de lo que él llama la "argolla de los regios" había cometido un plagio contra un grupo de periodistas y que el gran poder de la famosa secta criolla estaba a punto de impedir que se hiciera justicia. Además, se negaba a dar nombres propios, aparentemente para proteger a sus colegas las víctimas del plagio, y porque la empresa periodística afectada aún no decidía si presentar o no una demanda.

Pues sucede que un mes antes, un periodista del diario El Comercio, llamado Bruno Ortiz, ya había contado esa historia en su sitio web, llamado Blog de Notas. No sólo eso, sino que había dado los detalles y, por cierto, también los nombres propios.

En mi calidad de "escudero" de la "argolla de los regios" (así es como me llama, siempre original, Sifuentes), se supone que mi papel debe ser el de esconder esos hechos, enterrarlos, defender al plagiario y, por qué no, echar sospechas sobre las víctimas, etc. En lugar de eso, quiero colocar aquí la versión de Bruno Ortiz, que Sifuentes ocultó para poder manipularla a su gusto. Dice Ortiz:

"
Tras leer el libro pude ubicar un texto que había sido tomado de una publicación anterior del diario El Comercio. Luego, hice la búsqueda en nuestro archivo electrónico. Efectivamente, en el Capítulo 12: La auténtica bohemia, hay un texto sobre la panadería Huérfanos (p. 181). La parte referida a la biografía del actual dueño del local es exactamente igual a la crónica publicada por el Decano, el 21 de enero de 2004, en la sección La Contra, página A14, bajo el título “El buen pan no tiene edad”. Leyendo los créditos del libro, descubrí que la investigación de este libro estuvo a cargo de Marco Avilés, quien trabajó en el Diario hasta el 2005. Digamos que las cosas cuadran, pues cuando consulté -a diversas personas en el diario- sobre si ya habían alertado al autor sobre el plagio me dijeron que la respuesta fue: “Es que se nos traspapeló la información mientras hacíamos la recopilación”. Antes de enterarse de este tema, la propia editora de la sección Contracorriente (nuevo nombre de La Contra), Milagros Leiva, le hizo una entrevista a León. Hasta donde sé, el tema está ahora en manos de los abogados del Diario".

Entonces, en resumen, lo que Ortiz sostiene es que Rafo León habría cometido un plagio en perjuicio del diario El Comercio, único propietario de los derechos de autor de los artículos originales. Es decir, la sospecha de plagio no recae sobre nadie que pueda ser identificado como parte de la imaginaria "argolla de los regios", sino sobre Rafo León. (Al parecer, en vista de que León es blanco y de clase media, Sifuentes quiso incluirlo en la secta
de malvados pitucos que según él controlan toda la vida cultural peruana). Es más, la posible víctima del plagio es el diario El Comercio, supuesto cuartel general de la llamada "argolla". (Y el texto de Ortiz deja intuir que el responsable del acto doloso pudo ser el encargado de hacer la investigación del libro).

Pero el súper reportero Sifuentes ya había hecho todo un juicio moral, hablando de abusos de poder y cosas por el estilo, enjuiciando la ética de una serie de personas que, según queda claro, nada tienen que ver con este embrollo. Sifuentes no es el periodista más lamentable, inútil y torpe que haya pisado la tierra, como podría parecer. Es algo peor: alguien que sabía perfectamente quiénes eran los personajes de la historia, y que los ocultó para poder echar sombras, gratuitamente, sobre otras personas. Es decir, es un intrigante.

Patear el tablero

Hace unos años, Alan García denostaba a Vargas Llosa por su alineamiento derechista y menoscababa su candidatura presidencial con el argumento de que Vargas Llosa nos llevaría a un shock económico terrible. Por ello, apoyó la candidatura de Alberto Fujimori, que nos llevó a ese mismo shock, pero nos quitó la red de seguridad y dejó que los más pobres se murieran de hambre para aliviar la hiperinflación (causada por García).

Hace unos meses, Alan García llamaba a Lourdes Flores la "candidata de los ricos". Uno de los argumentos que esgrimían quienes le hacían caso era la presencia de Rafael Rey en la alianza que ella dirigía. Hoy, García le entrega a Rafael Rey el Ministerio de la Producción. Y con ello coloca a un fujimorista de ultraderecha en el gobierno, asegurándose el silencio cómplice de los más conservadores y asegurando a Fujimori, de paso, que no tiene mucho de qué preocuparse si finalmente es extraditado hacia el Perú.

Los lectores de Mario Vargas Llosa, al menos quienes hayan leído La fiesta del chivo, conocen la historia de cómo un pueblo puede hacer de todo para desprenderse de unos gobernantes corruptos y, sin embargo, quedar bajo el poder de otros idénticos. Nuestro caso es mucho menos trágico, casi cómico si no implicara una enorme desgracia: nosotros hacemos de todo para conservar lo peor de cada régimen.

Le hemos dado al peor presidente de la historia del Perú la oportunidad de ser presidente nuevamente. Algunos increíblemente despistados confían en que García "ha cambiado". ¿Por qué? Porque García lo ha dicho. Igual que dijo que él gobernaría lejos de las líneas de la derecha y ahora coloca a un neoliberal (mi compañero de promoción en la universidad) como ministro de Economía, y, muchísimo peor, aún, coloca al Opus Dei en el Consejo de Ministros el mismo día en que dice identificarse con la "izquierda razonable" de Lula y Bachelet. García puede cambiar, pero no su mitomanía. Nos esperan unos años horrorosos.

Blogs vicarios, blogs recomendables

Hace unos días, en su reader´s digest personal, Paolo de Lima hizo notar la aparición de un César Hildebrandt Blog, aparentemente no conducido por el famoso periodista y escritor limeño, pero en el que se recogen cuidadosamente todos los artículos que Hildebrandt publica en la prensa en estos días. De hecho, los autores de ese blog, aunque no se identifican, tampoco pretenden fingir que se trata del mismo Hildebrandt: incluso dicen que su intención es animar al periodista a recoger la posta y empezar a conducir el blog él mismo.

Ahora, otra sorpresa en la blogosfera es la aparición de
Cecilia Valenzuela Blog, un sitio que aparece bajo el nombre de esta otra conocida periodista de televisión. Hay que decir que entre los lectores y comentaristas del blog parece predominar la impresión de que se trata de alguien que está tomando el nombre de la Chichi. A juzgar por la certeza con que comenta ciertos datos personales de los medio hermanos Hildebrandt-Pérez Treviño (Martha y César), yo me inclino a creer que sí se trata de Chichi, pero no lo puedo asegurar. En todo caso, tengo una fórmula para comprobar si en verdad es ella o no fehacientemente: Chichi, si eres tú quien administra ese blog... ¡devuélveme el libro de Bergson que te preste el año 1990...! ¿O es que ya debería ir echándole tierra?

Y ya que estamos en esto: un blog muy recomendable es Página de Gonzalo Portocarrero, sitio donde el conocido sociólogo de la Universidad Católica (derecha) coloca sus comentarios sobre literatura, artes, sociología, filosofía, etc, de Zizek a Kristeva y de Deleuze a Derrida, frecuentemente con tono de abierta discusión y siempre con argumentos atendibles.

Y, por último, quienes tengan interés en leer algo sobre lengua y lingüística, sin jerga técnica de por medio, pero con bastante enjundia y un toque polémico, y estén sanamente aburridos de personajes como Martha Hildebrandt y Alfredo Valle Degregori, les recomiendo La Peña Lingüística de mi amgio Miguel Rodríguez Mondoñedo. Sobre todo, denle una mirada a su post más reciente, acerca de los juramentos quechuas escuchados hace un par de días en el Congreso del Perú, y lo distinta que fue la escena en Turquía, quince años atrás, cuando una parlamentaria fue acusada de terrorista sólo por dar en voz alta, en lengua kurda, un mensaje de... ¡reconciliación democrática!

25.7.06

Malas películas imprescindibles 2

Beyond the Valley of the Dolls

Una más en la serie de las cintas imperdiblemente malas: Beyond the Valley of the Dolls, del monstruo mayor de la serie B, Russ Meyer, película hecha a partir de un guión escrito por uno de sus admiradores incondicionales, acaso el único crítico que lo elogió desde el inicio de su carrera: Roger Ebert.

Russ Meyer fue un cineasta peculiar. Fue un constante despreocupado por la calidad de sus actores (en el caso de las mujeres, bastaba con que sus cuerpos fueran exuberantes; en el caso de los hombres, era suficiente con que supieran hablar y sostenerse sobre dos pies).

Tampoco pareció interesarse demasiado porque sus diálogos sonaran siquiera razonablemente naturales. Solía poner palabras shakespeareanas en labios de orates o vagabundos y profundas reflexiones morales en boca de actrices porno.

Tuvo también la costumbre de vaciar de sentido imágenes o sucesos altamente simbólicos, haciendo cosas como, por ejemplo, reducir a la insignificancia el hecho de que un personaje llevara una esvástica, o yuxtaponer una escena de comentario antirracista con una de contenido sumamente discriminatorio, de modo que sus películas suelen resistirse a una interpretación globalizante y coherente.

A cambio de sus incoherencias, era capaz de encontrar una belleza sugerente en cualquier escena, jugando con los contrastes de color hasta el punto de que algunas escenas suyas vale la pena verlas sin prestar atención a las palabras (algo en lo que no está muy lejos del maestro italiano Dario Argento).

Beyond the Valley of the Dolls fue hecha en 1970 como segunda parte de The Valley of the Dolls, hasta que a la autora de la novela original en la que se basó aquella primera cinta, Jacqueline Susann, le entró una pataleta bárbara al descubrir, consternada, que su historia original sobre la pérdida de valores en el mundo artístico se había convertido en excusa para una cinta que era difícil distinguir del soft porn (esto, claro, para los estándares de aquella época).

Hoy, Beyond the Valley of the Dolls resulta una divertida tontería, visualmente atendible y argumentalmente disparatada, valiosa sobre todo porque, aunque no sea una meticulosa representación del mundo camp de finales de los sesenta, sí es un buen retrato de cómo ese mundo gustaba de concebirse a sí mismo. La música es estupenda; la historia es tan confusa, rítmica y delirante como una canción de Jefferson Airplane; la sensación más sostenida es la evidencia de que el cine puede ser espectáculo y diversión a todo color.

Ojalá

Marco Sifuentes, aprendiz de intrigante, ha hablado de una mafia, de una argolla, la argolla de los regios, que lo controla todo con su poder. Ha dicho que un miembro de esa argolla ha plagiado a los periodistas de cierta empresa.

Le ha temblado todo antes de mencionar un solo nombre propio, con lo cual no ha hecho sino embarrar indiscriminadamente a muchos. También ha dicho que la empresa está evaluando si entabla una demanda judicial contra el supuesto plagiario.

Todos sabemos que cuando uno de estos cazafantasmas, que gustan de ver mafias en todas partes, habla del poder de los que suelen llamar "regios", se refiere a un poder debido a sus conexiones con dos o tres medios, sobre todo con El Comercio.

Por eso se me ocurre decir lo siguiente: ojalá no resulte que la empresa afectada por el supuesto plagio sea, precisamente, El Comercio. Ojalá no vaya a ser que el supuesto "argollero" sea un escritor y periodista en el que nadie piensa cuando se habla de ese supuesto grupo de poder (nadie excepto Sifuentes, claro está).

Y ojalá no se dé el caso de que, cuando
Sifuentes dice que esa persona es parte de la "argolla regia", lo haga no porque tenga ninguna prueba, sino únicamente por racismo: por ser el supuesto plagiario un hombre blanco de clase media.

Porque si al final resulta que el supuesto plagiario no es ninguno de aquellos sobre los cuales Sifuentes ha tejido su intriga, y si resulta además que la empresa perjudicada, la dueña de todos los derechos de autor de los textos supuestamente plagiados, es El Comercio (la empresa con la cual yo colaboro, dicho sea de paso), entonces, el señor Sifuentes va a tener que pedir una disculpa más grande que su torpeza y más sonora que su falta de ética.

Imagen: ¿Y quién es ésa? Pues, Lady Macbeth, modelo de intrigante. Sus imitadores chicha le quedan chiquitos.

24.7.06

El problema del sujeto tácito

De los años en que trabajé como periodista aprendí algunas cosas. Una, muy simple, fue esta: para decir públicamente una verdad (siempre que no se viole la initimidad de una persona ni un secreto legal) no se necesita la autorización de ningún implicado.

Si alguien, por ejemplo, comete un plagio, y yo, como periodista, me entero, no importa cómo me entere, no tengo por qué esperar que el plagiado me autorice, así como no tengo que calcular si mi denuncia le hará o no le hará daño al plagiario, para hacer público el dato.

Pero, sobre todo, lo que no tengo que hacer jamás, a riesgo de quedar como el más mediocre y manipulador de los comunicadores, es publicar un texto diciendo que una cierta persona ha cometido un plagio, pero que no voy a decir quién es esa persona, ni cuál es el plagio, ni quien fue el plagiado, etc.

Y mucho más aun: jamás debo decir que una persona de cierto círculo cerrado, de cierto grupo perfectamente identificable, ha cometido un delito, sin aclarar quién es esa persona. Porque al hacer tal cosa, yo estaría claramente fungiendo de intrigante y de irresponsable, echando sombras sobre todo un conjunto de personas, sabiendo que sólo una de ellas es la posible responsable del hecho.

Eso es exactamente lo que está haciendo Marco Sifuentes, periodista de La Ventana Indiscreta, en un blog suyo (que nada tiene que ver con el programa de Chichi) llamado El Útero de Marita, donde, desde hace tiempo --con esa inimputabilidad omnímoda que parecen adquirir tantos reporteros cuando acceden a la televisión y se marean con la relativa notoriedad del oficio--, se dedica a repartir insultos a diestra y siniestra sin la menor responsabilidad y, muchas veces, sin ninguna necesidad de probar las cosas que dice.

Sifuentes, el defensor de la justicia, ha soltado esta bomba noticiosa, verdadero ejemplo de periodismo de investigación: dice que el supuesto plagio de Bryce a Morote no sería el único, porque él sabe de buena fuente que, además, "alguien" ha plagiado a "alguien".

Si el amigo lector no está verdaderamente conmocionado con la noticia, lo estará cuando vea su desarrollo puntual, su explicación metódica y las pruebas que la respaldan. En la historia de Sifuentes, el primer "alguien" es un escritor miembro de lo que él llama "la argolla criolla" y el segundo es, al parecer, un grupo de periodistas de un medio local. ¿Qué escritor? ¿Qué libro? ¿Qué periodistas? ¿Qué medio? ¿Qué plagio? No dice... ¡No dice!

¿Ha visto él las pruebas del plagio? No. ¿Ha confirmado de alguna otra forma que eso sea cierto? No. ¿Qué pruebas tiene? La palabra de los supuestos afectados. ¿Por qué no da el dato completo? Dice que en parte porque no está autorizado y en parte "porque ni los periodistas ni su medio aún han decidido si denunciarán el plagio o no". O sea, está esperando autorización para contar la historia.

Pero el meticuloso protector de la tranquilidad de sus amigos no se ha podido aguantar lo suficiente: igual ha colocado ese post en su blog y con ello ha echado a rodar una bola de sospechas sobre todo un grupo de personas, de las cuales, incluso si se probara algo, todas serían inocentes excepto una. ¿Le importa eso a Sifuentes? Sí que le importa: le importa un pepino. Para él debe ser hasta divertido: dejar que por unos días (o quizá para siempre) quede por allí flotando la sombra del plagio sobre un cierto número de personas. Aunque sean inocentes, le caen mal, de modo que para qué molestarse en ser decente, cuando se puede ser intrigante y pasarla bien. Un ejemplo de ética periodística.

Sifuentes concluye su post diciendo que ojalá los afectados "encuentren el coraje para enfrentarse con el poder de la argolla". Sólo nos queda decir esto: ojalá el reportero Sifuentes encuentre las pruebas que sustenten su acusación, porque, aunque quiera pasar solapa, es evidente que ya hizo él la acusación, a media voz y de manera intrigante. Ojalá encuentre a sus amigos, "los afectados", y ojalá se pruebe el plagio, si es cierto, y que se castigue, de ser justo (y esto lo digo yo, a quien Sifuentes suele incluir en esa supuesta argolla: no me importa averiguar quién es el plagiario antes de hablar: el plagio es un delito viniendo de quien venga). Pero ojalá Sifuentes, de resultar falsa la noticia, sea tan rápido en pedir disculpas como lo es en prender el ventilador. Por ahora, si fuera una persona con algún nivel de decencia, debería empezar por pedir disculpas a todas y cada una de las personas tácitamente aludidas en su post que no están involucradas en el rumor que él ha recibido y propalado.

Porque Sifuentes debería encontrar el coraje para empezar a construir sus oraciones con sujetos expresos y nombres propios: un periodista le debe al menos eso a su profesión.

Postdata

Y por si faltara más para ensombrecer su propio perfil. ¿Saben dónde publicita Sifuentes su "hallazgo"? En el más nauseabundo de los blogs basura (que evidentemente no voy a promover mencioando ni su nombre ni su dirección). En efecto, Sifuentes ha encontrado el calor de la lectoría en el más vil de los medios, los blogs poblados de insultos, anónimos, mentiras, calumnias, exabruptos racistas y sexistas (además de una cantidad casi infinita de plagios, y suplantaciones: ¡plop!). Buena por el luchador justiciero.

23.7.06

Malas películas imprescindibles 1

Spider Baby

No soy tan disciplinado como para inaugurar secciones fijas en este blog: desaparecerían rápidamente. Pero sí soy lo suficientemente adicto al cine de todo tipo como para poder surtir el blog con uno que otro comentario mínimo sobre cierto tipo de película: las pésimas cintas que todos los amantes del cine deberían ver, el parnaso de la serie B, o acaso de la serie C.

Una de ellas es Spider Baby, or The Maddest Story Ever Told (La niña araña, o La historia más loca jamás contada), dirigida por Jack Hill en el año 1964, aunque su estreno fue detenido, por temor a un descalabro financiero ocasionado por el controvertido tema de la cinta, hasta 1968, cuando un par de distribuidores osados decidieron lanzarla.

En Spider Baby, Jack Hill contó una historia horrorosa, pero la contó con un humor extrañamente encantador y recurriendo a un grupo de actores enormemente carismáticos, desde el eterno monstruo Lon Cheney Jr., que resulta encarnar aquí, en un guiño sardónico, acaso al más normal de los personajes, hasta la misteriosa Jill Banner (a la izquierda en el afiche) que debutó en esta cinta con el rol de la lolita asesina que come insectos y atrapa a sus víctimas humanas en una maltrecha telaraña de soga.

¿Cuáles eran los temas tabú que postergaron el estreno de Baby Spider? De todo: matrimonios intrafamiliares, sugerencias de incesto, antropofagia, sacrificios rituales, etc. Por cierto, todos son temas sólo aludidos, no mostrados visualmente: la película es seductora pero jamás pornográfica; es, más bien, un coqueteo con el tema del secreto familiar en las familias conservadoras de provincia. Una especie de Mario Bava meets William Faulkner meets Ed Wood. Y su constante telón de fondo es Pshyco, de Alfred Hitchcock, filmada cuatro años antes.

De hecho, es fácil notar en esta película una forma contemporánea de entender a Hitchcock que sus discípulos posteriores, discípulos como Brian de Palma (y con la notable excepción de M. Night Shyamalan) han perdido de vista casi por completo: entender a Hitchcock como el mejor de los humoristas, uno que no rehuía ni siquiera el absurdo de los espantapájaros y las momias sonrientes.

Las muertas

Cada cierto tiempo (cada veintidós o veintitrés segundos, aprox.) algún escritor en algún lugar del mundo dice la frase "la literatura no tiene consecuencias sociales, una novela no cambia nada", o alguna de sus muchas variantes.

Normalmente, uno puede estar seguro de que la obra del escritor que ha dicho tal cosa, en efecto, no cambiará nada en el mundo, al menos no a corto plazo.

Otros escritores parecen pensar lo contrario, y entregan su literatura a asuntos urgentes, no sólo íntimamente urgentes, sino socialmente acuciantes. Un ejemplo: en ese testamento literario en el que se conviritió su pentalogía 2666, el chileno Roberto Bolaño dejó bastante más de un centenar de páginas dedicadas a enumerar asesinatos de mujeres en el norte de México. Quienes hayan leído la novela, saben que difícilmente Bolaño puso esas páginas allí porque fueran divertidas, o porque conformaran un misterio entretenido. No. Son duras, ásperas y carecen de cualquier gracia estética. Son claramente una denuncia.

Las "muertas de Ciudad Juárez", los centenares de mujeres asesinadas, torturadas, violadas, quemadas vivas, en crímenes absolutamente impunes a lo largo de ya varios años, se han convertido en una mancha en la moral mexicana contemporánea y en un hito mayor en la historia del machismo en todo el mundo. Y se han vuelto también objeto de comentarios hechos desde el cine, el teatro, la literatura y la danza moderna (la imagen que ilustra este post viene de "Ni una más", coreografía de Rossana Filomarino).

La novela de Bolaño dista mucho de ser la única aproximación al hecho en ese género. Allí están las novelas La frontera, del periodista francés Patrick Bard; De mis muertas, de César Silva Márquez; Desert Blood: The Juarez Murders, de Alicia Gaspar de Alba, y Tierra marchita, de Carmen Galán, para mencionar sólo algunas entre las más conocidas.

Hay también libros de crónica sobre el tema, como Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez; Ciudad Juárez: de este lado del puente, de Isabel Vericat, que cuenta, entre otros, el caso de María Elena Chávez Caldera, una de las más recordadas víctimas de la larga ola de violencia contra la mujer en Juárez; Cosecha de mujeres, de Diana Washington Valdez; y el volumen colectivo El silencio que la voz de todas quiebra.

Son muchos los reportajes, como "La noche de Ciudad Juárez", de Mauricio Carrera y "Letter from Mexico: A Hundred Women", célebre artículo del New Yorker escrito por Alma Guillermoprieto, sobre el cual, además, apareció una entrevista en esa misma revisa americana.

Los ensayos son numerosísimos, e incluyen algunos escritos por autores tan representativos del México contemporáneo como Carlos Monsiváis ("Los feminicidios de Juárez, licencias de impunidad") y Elena Poniatowska ("Son las mujeres las que ayudan a las mujeres en Juárez").

Al cine ha llegado el asunto en películas como Las muertas de Juárez, de Enrique Murillo, Juarez: Stages of Fear, de César Alejandro, 16 en la lista, de Rodolfo Rodobertti, y The Virgin of Juárez, de Kevin James Dobson. Y los documentales abundan: Hecho en Juárez, de Arturo Chacón; Señorita extraviada, de Lourdes Portillo y Juárez, desierto de esperanza, de Cristina Michaus, etc, son acaso los de mayor acogida.

Acaso la frondosidad de la bibliografía sea el síntoma más claro de qué es lo más terrible de este caso: que no es un secreto, no es un tema desconocido: ocurre desde hace años y sigue sucediendo, se estudia, se investiga, pero no se detiene, y ninguna alta autoridad mexicana parece juzgar necesario comprometerse con la erradicación del problema. ¿Quiere eso decir que los escritores tampoco deberían comprometerse con ello? No. Claramente, no.

Herbert Morote: extraña costumbre

Soy de los poquísimos peruanos que han leído alguna vez un libro de Herbert Morote (izquierda), el casi desconocido escritor que hace unos días acusó de plagio a Alfredo Bryce. Ahora, Bryce, a la vez que niega la acusación, hace notar la extraña costumbre de Morote de asegurar que es gran amigo de ciertas personas para, acto seguido, clavarles un puñal en la espalda, en una actitud que por un lado parece de frustrada emulación y, por otro, un simple ardid publicitario.

El libro de Morote que leí se llamaba Vargas Llosa tal cual, y era una aburrida y desorganizada serie de ataques al escritor arequipeño (a quien, sorprendentemente, llamaba su gran amigo). Copio aquí, como curiosidad, la reseña que escribí aquella vez, publicada en la revista Somos hace unos siete años.

Morote, por cierto, luego de aparecida la reseña, pidió una entrevista que le fue concedida y que la revista, luego, decidió no publicar (por falta de interés). A raíz de ello, Morote colocó en Internet una versión de esa entrevista en la que aparecían sus respuestas pero, lógicamente, no aparecía ninguna repregunta, porque jamás se terminó de hacer la entrevista. Se atribuía por ello algo así como una victoria en un debate que sólo existía en su cabeza y en su afán de notoriedad. Un personaje singular.

Vargas Llosa: tal por cual

Por GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

Escribir en contra de Vargas Llosa es, a estas alturas, un deporte nacional, un ejercicio frecuentísimo y, por supuesto, todo un género de literatura. Su cultor más reciente es Herbert Morote; el título de su agravio, Vargas Llosa, tal cual.


Herbert Morote ha leído mucho a Vargas Llosa, pero lo ha leído mal. Escribe acerca de él como escribiría un feligrés sobre un gurú que le falló, y acerca de sus obras como lo haría un viejo católico embravecido sobre los libros apócrifos de la Biblia. No comprende —o prefiere olvidar— que difícilmente puede alguien aproximarse a una pieza literaria con los ojos inyectados, dispuesto a avasallar a patadas y cabezazos cualquier cosa que en ella se diga y aun así comprenderla, evaluarla, meditarla, censurarla y esclarecerla.

Escribe un prólogo previniendo al lector sobre lo absurdo que sería culparlo —a él, a Morote— de envidia, de un vano afán destructivo, de un parricidio inmotivado, y luego embiste, en sesenta mil palabras, con ataques, parricidios y destrucciones no sólo gratuitas hasta el delirio sino profundamente inútiles. ¿Qué se aprende de su libro? En principio, nada referido a Vargas Llosa, porque los descubrimientos sin fundamento, los cocachos atrabiliarios y los destapes inconsistentes que el autor desliza no cargan el menor interés.

Pero se aprende mucho sobre Morote. En principio, nos enteramos de que este supuesto estudio suyo sobre El pez en el agua no inaugura ningún camino para el comentario literario, ninguna vía crítica, de hecho no nos permite abrigar ninguna esperanza sobre la aparición de una voz en el debate cultural (el tono de Vargas Llosa, tal cual se aproxima más, lo digo sin inquina, al de un talk show de media noche). También comprobamos que no es fácil hablar de teoría literaria cuando se sabe de ella tanto como sobre las formas de vida en Ganímedes: se puede acabar por confundir una idea vargasllosiana (cuyo origen se remonta a Goethe, al romanticismo y al Sturm und Drang, por lo menos), como es la teoría de los demonios del escritor, con una suerte de urdimbre mefistofélica destinada a dañar a nuestros semejantes -tal parece ser la insólita interpretación de Morote-; se puede caer en enojosas contradicciones, incluso al tocar temas elementales para quien emprende la escritura de un ensayo, como cuando el autor desbarra acerca de qué cosa es ficción, qué es biografía, qué autobiografía y qué cosa es una memoria.

Y cuando eso no se tiene claro -lo que de por sí no sería poca cosa-, uno corre el riesgo de malgastar sus más encomiables esfuerzos disparando sobre la sombra de un blanco y no sobre el blanco mismo: Morote no sabe bien qué tipo de libro es El pez en el agua, no ha notado que la factura de la obra es arbitraria, que su construcción es demasiado buena para que su historia sea estrictamente cierta (demostrar lo obvio nunca es un buen ejercicio), que El pez en el agua es uno de los libros que más delicada y agudamente cuestionan la certeza de los límites entre literatura testimonial y ficción, entre memoria y novela, entre crónica e invención; piensa que está siendo un puntilloso semiota genettiano cuando despliega sus glosas sobre el texto de Vargas Llosa, y en verdad sus interpretaciones tienen el resabio de un curioso examen oral rendido por un aprendiz de psicoanalista, sobre un paciente que no se conoce. El pez en el agua es uno de los más importantes libros de la literatura peruana en la última década; este tomo de Morote, literatura biliar y sorprendentemente enardecida, no trata en verdad acerca de él, trata sobre otro libro, que existe sólo en la imaginación del circunstancial crítico.


¡Novedades de Pynchon!

Against the Day es el título de la próxima novela del genio norteamericano Thomas Pynchon. Aparecerá en diciembre, publicada por Penguin, en un volumen que, según se dice, a tono con sus obras recientes, superará las novecientas páginas.

El mismo
Pynchon escribió un comentario publicitario sobre el libro, aparecido en Amazon y retirado casi de inmdiato. En él, entre otras cosas, se mencionaban los escenarios en que ocurre la novela: Chicago, Colorado, New York, Londres, Gottingen, Venecia, Viena, los Balkanes, Asia central, Siberia, México (durante la revolución), París, Hollywood y un par de sitios imaginarios.

El breve comentario ya disparó especulaciones, como las aparecidas en la notable revista online
Slate y en un cable de Associated Press donde, además, se hace una sinopsis apretada de las historias de autorreclusión que caracterizan a Pynchon: el escrit
or no hará presentaciones de la novela, no habrá gira publicitaria, ni entrevistas, ni fotografías, ni nada.

Como se sabe, Pynchon no publicaba ficción desde hacía casi diez años (desde Mason & Dixon), y no se le ha visto ni el polvo en esta década (mucho tiempo atrás, versiones periodísticas aseveraban que Pynchon era un seudónimo del otro gran evasivo de las letras norteamericanas, J.D. Salinger). Incluso, en su última aparición como estrella invitada en Los Simpson, el personaje de Pynchon se mostró con la cabeza cubierta por una bolsa de papel (derecha).

Así que ya saben: en cinco meses habrá un nuevo volumen de Pynchon en librerías americanas.

20.7.06

Un nuevo lenguaje crítico


No creo exagerar con el título de este post: eso es lo que intuyo detrás de buena parte de las extraordinarias novelas gráficas que vienen apareciendo en años recientes.

Ocurre que el cómic ha dividido su historia en vías paralelas, por un lado considerado como distracción infantil o, cuando mucho, humor súbito y sencillo, aun cuando, por otro lado, el cómic fuera uno de los baluartes de la contracultura y la cultura underground en Estados Unidos y Europa, primero, y en países como Argentina y México, muy poco después.

Es difícil hablar del underground americano sin pensar en Robert Crumb, y no men
os difícil imaginar la autorrepresentación de la clase media baja y la clase trabajadora estadounidenses sin escritores del medio gráfico como Harvey Pekar, el autor de American Splendor (quien, a diferencia de otros working class icons, como Bruce Springsteen, nunca ha dejado de pertenecer al mundo del que habla).

La larga marginalidad del cómic con respecto a los grandes circuitos editoriales y comerciales, sumada a la fuerza que tomó como lenguaje de la imaginación contestataria americana, en tiempo de los beatniks, en tiempo de los hippies, en el mundo camp, han hecho que el cómic, en gran medida, crezca dentro de unos parámetros propicios a la crítica social.


La virtual desaparición del underground, transformado hoy en una versión meliflua de sí mismo --lo indie-- no ha impedido que el cómic siga alimentándose de reclamos: se ha convertido hoy, en gran medida, en un arte de izquierda, y en una de las pocas formas narrativas en las que todavía parece ser un tema crucial y mayor el asunto del compromiso social del creador.

Ya varias veces me he referido a los cómics de Joe Sacco relativos al problema judeo-palestino y la violencia en los Balkanes; hace no mucho coloqué aquí mismo un post sobre Johnny Jihad, la novela gráfica de Ryan Inzana acerca de la relación ambigua entre los Estados Unidos y los movimientos terroristas del mundo árabe. Antes he escrito sobre las narraciones de Art Spiegelman y el tema del Holocausto.

Desde el progresista moderado Spiegelman hasta el más contestatario Sacco, pasando por el socialismo crítico de Guy Delisle (autor de una excelente novela gráfica que estoy leyendo ahora mismo, Pyongyang: A Journey in North Korea), el espacio del cómic como vehículo para la observación apasionada pero intelectualmente fina de problemas sociales claves en nuestro tiempo se viene marcando cada vez con mayor claridad.

Un ejemplo notable es Deogratias (arriba, derecha), la novela de J.P. Stassen (arriba, izquierda), un relato atribulado y emocional pero, no obstante, construido con precisión de relojero. El libro, lanzado al mercado americano por
First Second (editorial que se convierte hoy en el nuevo gran impulsor de la novela gráfica en Estados Unidos), cuenta la historia de un adolescente en Ruanda, Deogratias, un pordiosero desquiciado que se cree perro y delira con el recuerdo borroso de un par de niñas a las que una vez amó pero que ya no están más.

En la medida en que el lector se va enterando de los hechos del pasado que han llevado a Deogratias a la locura, se va involucrando también, vívidamente, en los pormenores cotidianos de una de las más atroces calamidades sufridas por la humanidad en las últimas décadas: el holocausto ruandés que costó la vida de unos ochocientos mil tutsis a manos de soldados y civiles hutus (izquierda), primero, la de unos sesenta mil hutus, después, y finalmente la de otros tres millones de personas en la guerra multinacional que siguió a la masacre interna.

Stassen no se queda en la anécdota personal, pero tampoco la desprecia ni la reduce al papel de ejemplo; ni deja tampoco que su relato se entrampe en la demanda. A la vez que llama la atención sobre el problema ruandés, sobre la desidia europea ante él, sobre el rol vergonzoso del gobierno francés en la evolución de los hechos, se da maña, también, para vincular este problema particular con la larga historia de genocidios africanos cometidos a manos de potencias occidentales, pero no pierde de vista la realidad íntima de sus personajes, extraordinariamente complejos en su construcción.

Como belga que es, además, no desaprovecha la oportunidad de que su relato sea, también, un pedido de perdón por atrocidades pasadas, y una señal para iluminar lo evidente: cuatro millones de africanos perdieron la vida en ese conflicto, en plena década de los noventa, y el resto del mundo prefirió no mirar.