En los últimos veinte años, el periodismo peruano, en su inmensa mayoría, ha hecho lo imposible por volverse irrelevante.
A fuerza de alquilarse y desvirtuarse, volviéndose idiota y tartamudo en unos casos, ciego y sordo en otros, belicoso y criminal en varios más, algunas veces histérico y otras impasible y ajeno, se ha denigrado hasta el casi total desprestigio.
¿Cuántos medios de prensa han sido comparsa de dictadores y caja de resonancia de autoritarios? ¿Cuántos se han vendido a delincuentes o han informado lo que se les pidió desde el poder? ¿Cuántos se han imbecilizado hasta la lástima y han decidido que la distracción y el espectáculo barato son preferibles a la fiscalización, el cuestionamiento y la investigación? ¿O debería preguntar --sería más rápido-- cuántos no lo han hecho?
El número de propietarios de medios de comunicación y periodistas (y propietarios de periodistas) que estuvieron claramente implicados en las bajezas de la cleptocracia homicida de Fujimori y que hoy, en la práctica, han sido perfectamente rehabilitados y limpiados de toda culpa, es, como sabemos todos, enorme.
La cantidad de periodistas que barren escándalos bajo el tapete y cuya imagen nunca más se ve afectada por ellos no es menor. Los periodistas que denuncian ilegitimiadades en medios ajenos pero no dicen ni mu cuando el implicado es el propio, son tantos que es difícil contarlos, y suelen opinar sobre los demás con una aparente razón moral que jamás duda, jamás trastabilla.
Luego, esos mismos periodistas se preguntan cómo es que ciertos políticos creen que es posible postular a un cargo público, incluso alguno de los más altos, sin prestarles demasiada atención a los medios, o reduciéndose a brindar declaraciones a canales, radioemisoras y periódicos amigos (o aliados, para ser más exactos).
La respuesta es la que di más arriba: porque esos mismos periodistas han hecho todo lo posible por volver a los medios irrelevantes, en la medida en que su papel, desde hace largos años, no es ya informativo sino desvirtuador, no es polémico sino escandaloso, no es investigador sino psicosocial. Los políticos, los peores, o sea la mayoría, saben que no están obligados a someterse al escrutinio del periodismo, dado que pueden, simplemente, utilizarlo selectivamente.
Luis Castañeda, por ejemplo, sabe que no necesita rendir cuentas al público en un medio que no le sea amigo (o en ninguno), pues los reclamos de los medios en contra suya serán vistos por sus posibles votantes como secundarios, movidos por la rivalidad, no por afán de juicio ni mucho menos por el amor a la legalidad.
La gente se preguntará, no sin razón: ¿acaso no son los mismos medios (y en muchos casos las mismas personas) que antes se vendieron o alquilaron a otros, o que hicieron la vista gorda ante otros, o que guardaron silencio ante atrocidades o aceptaron formar parte de campañas de desprestigio? ¿Por qué creer que no están haciendo lo mismo ahora?
Ante esa falta de atención por parte de su posible audiencia, los periodistas que normalmente han mantenido un cierto estándar crítico, o al menos unas ciertas formas, parecen desesperarse, y extravían el camino.
Por un lado, Rosa María Palacios abandona la discreción, la apariencia de imparcialidad, desbordada por el resurgimiento de los dedos acusadores que le recuerdan su cercanía al fujimorismo, y decide que su programa de televisión debe convertirse en un órgano de campaña en favor de sus candidatos de turno.
Por otro, Jaime Bayly coquetea con diversas posibles candidaturas en diversos posibles grupos, y vuelve su propio trabajo la tribuna para su propia campaña, siempre frustrada.
Hasta un periodista de los más serenos, como Augusto Álvarez Rodrich, empieza a salirse de cuadro con un lenguaje inesperado en él, comparando a Alan García con el terrible asesino nazi Josef Mengele, el Ángel de la Muerte de Auschwitz, en su última columna del diario La República.
La ejecutoria política de Alan García está signada por más de un hecho de violencia en los que más de una muerte se ha producido bajo su responsabilidad. Cada vez que me he referido a ello he dejado en claro que García debería ser juzgado por esa resposabilidad, como su vicepresidente, en lugar de ocupar el cargo más importante del Estado peruano. Pero García no es Josef Mengele. Y esa comparación no contribuye a aclarar la índole de sus ideas sino a hacerla más difícil de entender.
Álvarez Rodrich cita unas declaraciones de García, de marzo del año 2009, que resultan escandalosamente lamentables y que dejan en claro, por sí mismas, que García entiende el mundo dentro de un modo de pensamiento que es, sin duda, racista:
“Es una sociedad que tiene elementos psicológicos de derrotismo un poco mayores que los que puedan tener los brasileños, que tienen más sol, más componente negro y alegría que nosotros los andinos. Somos un país andino, esencialmente triste, no somos un país alegre como Brasil o como los colombianos que son hiperactivos, tienen esa mezcla de español del norte, vascongado y catalán y mayor componente negro, y un poco de antropófago primitivo, hiperactivos y tienen más sol, tienen Caribe. Allá tienen leather, mexicano. Nosotros acá tenemos indígenas que cosechan hoja de coca todavía, o sea el hiperactivismo está allá: tienen un campeón mundial de vehículo, tienen torero de primera categoría, todo eso es hiperactivismo racial-físico-genético. Ciertamente, nosotros somos tristes y aquí todo está mal siempre. Yo estoy seguro de que hemos hecho bastantes cosas en favor de los pobres como las hace mi amigo Lula, pero Lula tiene 70%”.Esa, sin embargo, no es la manera de pensar de un doctor Josef Mengele. Es, tristemente, la manera de pensar de decenas o centenares de miles de peruanos, acaso millones. No es un alegato por el genocidio ni una defensa de la superioridad intrínseca de una raza sobre otra, ni mucho menos una reivindicación de las razas puras. Si acaso, más bien, da la impresión de que el arcaico darwinismo social de García prefiere ciertos mestizajes a otros, pero no los aborrece como ocurriría, ineludiblemente, con un nazi.
¿Por qué es necesaria esa precisión? Justamente porque García no es excepcional, sino el síntoma de una error ideológico arraigado y muy presente en el Perú desde hace siglos, doblemente terrible cuando se usa como ideología desde el poder político y que, por tanto, debe de ser evaluado como lo que es para poder eliminarlo efectivamente.
Si también nuestros periodistas más serios optan por el amarillismo en lugar de la reflexión, sin embargo, cualquier intento de luchar contra esos males será siempre desviado, siempre inconducente. Repito: Alan García no es un racista excepcional, no es un monstruo.
García, cuyas ideas en esta tema suenan como las de casi cualquier romántico decimonónico, es un racista como innumerables otros peruanos, incapaces de notar siquiera que sus ideas son racistas, y que se sentirían sin duda genuinamente ofendidos si se les señalara como tales.
El problema con García no es que sea como el sui generis, ojalá irrepetible carnicero nazi, que conducía atroces experimentos genéticos con niños vivos: el problema con García no es su excepcionalidad; es que no es muy distinto de muchos otros. Eso es lo que vale la pena analizar, de manera que podamos evitar tener una clase política que reafirme esos prejuicios absurdos en lugar de afianzarlos. Esa es la labor de un periodismo que mantenga la serenidad, se entienda a sí mismo como crítico y no le reste todavía más credibilidad a su labor.
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