30.4.08
Más allá de andinos y criollos
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Una de las razones cruciales por las que la literatura brasileña es tan distinta de las demás literaturas latinoamericanas, sobre todo desde inicios del siglo pasado, es que en Brasil, en las primeras décadas del siglo veinte, la literatura más antropológica, más étnica, más ligada a los mitos y a la tierra brasileña, fue también la más experimental y la más vanguardista: su hito vertebral fue la deslumbrante Macunaíma, novela de un autor clave de las letras brasileñas de ese tiempo, Mário de Andrade.
Mientras, en lugares como el Perú, la vanguardia experimental andina quedaba limitada por su carácter satelital y su desconexión de los circuitos culturales capitalinos, Macunaíma --una novela que reescribe un sinnúmreo de mitos indígenas de etnias distintas, los integra en una sola narrativa, los revive y anima de nueva luz con su introducción en el escenario occidental de Sao Paulo y otros ámbitos urbanos y metropolitanos--, nació en el centro mismo de los circuitos nacionales, como epicentro de la reelaboración brasileña de las ideas de arte moderno, experimentación y búsqueda, y se convirtió en origen y fuerza mayor en la intrepretación de la pertenencia específica y la pertinencia de las distintas manifestaciones artísticas en la reescritura de la brasileñidad.
De allí en adelante, en Brasil se volvería poco menos que inútil distinguir entre el indigenismo y la vanguardia, el experimentalismo y el afán regionalista, la búsqueda estética de lenguajes novedosos y la búsqueda antropológica de las formas de vinculación entre lo nativo y lo mestizo o lo criollo: Macunaíma demostró muy temprano que más importante que la distinción era seguir la ruta de la reunión, la investigación sobre las relaciones interculturales y la forma en que ellas se establecían, es decir --en el lenguaje crítico contemporáneo que entonces no había sido acuñado--, la reflexión sobre la transculturación.
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En el Perú, mientras tanto, incluso Arguedas, debido entre otras cosas a su inmersión en la conocida polémica con Cortázar, a raíz de la cual se le pasó a identificar injustamente como una fuerza inerte (incluso conservadora, si se atiende a las razones de su tristemente célebre debate con los científicos sociales) en el terreno de la experimentación literaria, por contraste con la figura del argentino, gran renovador formal de las letras hispanas en ese tiempo, incluso Arguedas, digo, en los mismos años en que escribía sus obras finales, las de mayor audacia formal y mayores hallazgos modernistas, fue condenado en el imaginario literario de muchos en el Perú a caer bajo la etiqueta del tradicionalismo, como si su obra no representara una de las supremas búsquedas de armonizar la modernidad occidental con el flujo de la sangre cultural indígena como una de sus savias vivificadoras. (Y a pesar de que Arguedas, en las postulaciones de Ángel Rama, es el agente transculturador por excelencia).
De esos desencuentros y malentendidos proviene uno de los errores más inocentes de la crítica literaria peruana posterior (no tanto la crítica académica, temáticamente especializada, sino, sobre todo, la crítica de relativo alcance mediático): el error de identificar las literaturas llamadas criollas con el afán de modernización y la vitalidad de la apertura a las grandes corrientes estéticas occidentales, e identificar, como contraparte, a las literaturas llamadas andinas con un afán de recordación pasatista, de mantenimiento exclusivo y excluyente de la tradición de los mundos de la sierra, de conservación antropológica y reiteración de una historia monocorde y detenida en el estadio del viejo indigenismo.
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¿Qué pásaría si en vez de leer nuestra narrativa reciente en los términos socioculturales implicados en la división de andinos y criollos, o en los términos políticos que supone la clasificación en literatura social o progresista y literatura conservadora o burguesa, la leyéramos atendiendo a su mayor o menor impulso recreador, experimental, es decir, atendiendo por sobre todo a cuán presente o ausente está en cada libro el aliento por hacer de la obra literaria (como decía Hauser sobre Las señoritas de Aviñón de Picasso) un campo de batalla para la creación de un nuevo lenguaje creativo?
Creo sinceramente que --además de ser un camino para, si no resolver, al menos circunnavegar la aporía de la falsa división de andinos y criollos--, si atendieramos a la experimentación y la búsqueda como los rasgos definitorios para dibujar el mapa de nuestra narrativa más reciente, obtendríamos como resultado unas agrupaciones sensiblemente más productivas que aquellas de las que hemos estado echando mano hasta hoy, y que esas agrupaciones nos permitirían discutir aspectos de nuestra literatura que están quedando inhollados por la crítica.
A ojo de buen cubero, tendríamos que observar que buena parte de la literatura llamada andina es experimental en el sentido más habitual del término: desde las novelas y cuentos de Enrique Rosas Paravicino y Óscar Colchado Lucio, que mixturan los discursos occidentales con los míticos y las formas narrativas de la tradición occidental con las de la oralidad andina, hasta los relatos de la violencia social y política de escritores como Carlos Thorne, en cuyos textos la multiplicidad de los planos narrativos entrecruza puntos de vista, voces y focalizaciones con una enorme complejidad que no es sino la señal visible de su intento de mostrar la densidad propia de la sociedad que intenta representar.
Está en una constante búsqueda formal Oswaldo Reynoso, que jamás aquieta ni aburguesa la textura de sus obras, y que sigue hoy como hace cincuenta años a la caza de una frase precisa, que recoja en el lirismo de su expresión la trama social que se teje en torno a la presencia de cada uno de sus personajes. Pero no es menos experimental Enrique Prochazka, escritor que habitualmente es identificado entre los criollos, y en quien, sin embargo, es tan frecuente como en el mismo Reynoso la intención de lidiar con los temas populares desde formas literarias innovadoras, haciendo ingresar la complejidad de los mitos griegos, por ejemplo, en relatos cuyo referente inmediato son los pueblos jóvenes de la capital.
Vargas Llosa mismo parece más tentado a la experimentación cuando ingresa en los temas indígenas --que le deberían ser ajenos si atendiéramos a la maniquea división de andinos y criollos--, que cuando se transporta, como pez en el agua, en los temas urbanos o por entero occidentales. No en vano su último texto eminentemente experimental fue El hablador, novela en que los modales y la ética de la transculturación eran asunto esencial.
Por otro lado, la búsqueda formal parece menos presente en autores como Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Santiago Roncagliolo, escritores que resultan más claramente ligables con diversos registros de lo que podríamos definir como el grado cero de la escritura popular culta, para tomar una frase de Vargas Llosa: novelas que recurren al lenguaje estándar de la novela contemporánea e intentan hacerlo productivo narrativamente sin que ensanchar sus fronteras o empujar sus límites establecidos sea una prioridad de sus quehaceres, más próximos, en todo caso, a la reificación de géneros populares (la novela de misterio, la novela romántica, la novela policial, el romance alegórico) con la incorporación de modales tomados de la novela culta; un lugar al que cada uno ha llegado por rutas distintas, y en el que obtienen logros muy diversos, por cierto.
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Pero sería de un apresuramiento ciego decidir que, siendo Ampuero, Cueto, Roncagliolo, algunos de los autores más indentificados por lo común con la llamada narrativa criolla, se puede decidir que cierto conservadurismo formal es el rasgo que distingue a ésta de su contraparte andina. De hecho, por un lado, la experimentación formal no es característica crucial en las obras de autores como Luis Nieto Degregori, el último Zavaleta, Dante Castro o Zein Zorrilla; por otro lado, incluso los autores que mencioné inmediatamente antes --Ampuero, Cueto, Roncagliolo, pero podría añadir a muchos otros-- muestran continuamente un interés por hacer que su literatura trascienda de sus escenarios próximos (la metrópoli, la cultura de la clase media limeña, etc.) para extender caminos de reconocimiento con el mundo popular, la provincia, o las zonas segregadas por la hermeticidad del centralismo capitalino, y en ese afán se ven conducidos al intento de asumir miradas ajenas, perspectivas que no coinciden con las suyas, formas de dialogismo. Y, por último, la narrativa llamada criolla tiene a prestigiosos experimentadores formales y temáticos que añadir a la lista: Iván Thays, Mario Bellatín, Peter Elmore, entre otros.
Aún con los autores que enumeré al principio, sin embargo, e incluso si les sumamos la marea de literatura experimental llegada a nuestra narrativa con la última generación (Chávez, Neyra, Castañeda, etc.), no es del todo desencaminado decir que los diversos tonos estandarizados prevalecen en la novela peruana reciente (Benavides, Alarcón, Iwasaki, Ampuero, Cueto, Zavaleta, Gutiérrez, Rivera Martínez, el último Vargas Llosa, etc.) y que su número opaca al de los experimentadores formales.
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En este punto, quiero avanzar una hipótesis debatible pero interesante: que la aparente cesación del experimento formal en buena parte de la novela peruana, tanto en el lado llamado andino como en el llamado criollo, no responde tanto ni a un desinterés por la búsqueda de una nueva expresión en la ladera andina ni a un abandono cosmopolita en la vertiente criolla, sino que la relativa estabilización de sus lenguajes es consecuencia de un traslado del aliento vanguardista a un nuevo campo: no el formal sino el temático, no el de la urdimbre de nuevos modos textuales, sino al tejido de nuevas conexiones entre escenarios distintos, culturas distintas, voces distintas.
Me arriesgo a suponer que el verdadero gesto de vanguardia en la narrativa peruana consiste precisamente en el cruce de la imaginaria línea divisoria del mundo criollo y el andino y que los autores que caminan a través de esa frontera, de ida o de vuelta, o de ida y vuelta, son quienes están haciendo más por la construcción de una literatura peruana comprensiva, capaz de reconocer lo ajeno como propio y de reconocer lo ajeno en lo propio.
Me arriesgo a decir, además, que ese tránsito es más frecuente de lo que parece, y que su punto de partida se da por igual en ambas orillas: en el antropólogo vargasllosiano que viaja a la selva a convertirse en un hablador machiguenga; en el niño de Alarcón que viene a la capital a buscar la huella de los desaparecidos de su pueblo; en los romances truncos pero posibles de Cueto, que abarcan geografías vastas y clases lejanas; en las indagaciones de Benavides sobre las reformas del velascato; en las ensoñaciones barrocas de Reynoso y en los cuerpos de sus adolescentes provincianos migrados a la capital; en las largas genealogías criollas de Rivera Martínez y Miguel Gutiérrez, y en tantos, tantos otros que comprenden que el Perú no está en la esquina de su casa, y que están dispuestos a caminar y caminar hasta encontrarlo.
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Sin embargo, necesito observar que ese gesto que he llamado vanguardista, tarde o temprano, va a tener que ponerse al día con la tarea pendiente del lenguaje: que no se puede estar en la línea frontera de una avanzada siguiendo las fórmulas que otros han diseñado, y que la experimentación formal tendrá que reclamar su lugar en ese movimiento para que el movimiento deje de ser un camino a la ruptura del molde y se consume plenamente. La reconciliación del experimento (que define al arte) con la representación de la comunidad y el retrato del aire de los tiempos (que define la mayor parte de la tradición peruana) habrá de tomar formas que aún no sospechamos, pero habrá de producirse de una manera u otra; ha ocurrido en los mejores momentos de las letras peruanas, con autores como Vallejo, Arguedas y Vargas Llosa, y volverá a ocurrir en un futuro no muy lejano.
"Cultura culta"
Hace unos días, debido a un funesto video colgado y descolgado de cierto blog, me enteré de que existe una cosa que se llama "cultura culta", que aparentemente es un concepto bastante más mezquino que su englobadora contraparte, que, supongo yo, ha de ser la "cultura inculta", o algo por el estilo.
En verdad, claro, no descubrí la confusión en ese video: cada cierto tiempo uno se encuentra con alguien que habla con cierto desprecio de la "cultura culta", como una construcción elitista opuesta a una concepción abarcadora de cultura en la que cabe incluir "todas las manifestaciones o producciones culturales".
Dejemos de lado la circularidad de la definición. Basta con señalar que quienes practican esa distinción son como el enciclopedista chino que clasificaba los animales en varios grupos: los embalsamados, los que le pertenecen al emperador, las sirenas, los otros, etc. Es decir: están ejerciendo una clasificación con categorías arbitrarias, incompatibles e inconmesurables, creadas para designar objetos de distinta naturaleza.
Una cosa es la cultura en términos de la definición operativa de los antropólogos (donde cultura es, en efecto, la densa e intricada red de producciones de una sociedad --sus conexiones, sus creencias, sus concepciones, sus representaciones y autorrepresentaciones, su imaginario, su conducta social, sus relaciones internas y sus proyecciones al exterior, etc.--, es decir, la cultura que subsiste, se crea y se recrea por el impulso de la marcha social, y que seguiría creándose y recreándose incluso si nadie estuviera especializado en poner a andar ninguno de sus varios aspectos.
Otra cosa es la cultura en términos de producción artística; es una red no menos intrincada (va desde la composición de cómics, novelas, piezas teatrales, música de cualquier género, etc., hasta su inducción en un circuito de consumo y decodificación), pero es un subconjunto específico y especializado de la otra; sólo subsiste en la especialización; es producción consciente y por lo tanto es promotora de una problematización sobre sí misma y sobre el mundo: es, en suma, una actividad siempre estética, moral, intelectual, reflexiva y refleja.
No se puede estar "a favor" de este segundo tipo y "en contra" del primer tipo. Decir eso es tan absurdo como decir que quien está a favor de la lectura de Proust o de Art Spiegelman está en contra del consumo de tacutacu o de la institución del matrimonio. ¿Suena ridículo? Es que es ridículo.
Daniel Salas (a quien le debo todo lo que sé de cultura y tacutacus) ha escrito en el Gran Combo Club un excelente post (La tecnocracia: un análisis de cultura "inculta") que tiene mucho que ver con este tema y que les recomiendo de veras.
29.4.08
El otro paraguayo
La literatura paraguaya es muy probablemente la menos conocida de las letras hispanoamericanas. El único nombre que viene a la memoria de muchos con facilidad es el de Augusto Roa Bastos. Los autores anteriores a él son secretos y los posteriores, desconocidos.
Aunque pasé un tiempo hace años buscando y revisando libros paraguayos, y en algunos casos la búsqueda me deparó sorpresas plausibles, hay solo un nombre que me interesa recomendar y que es recomendable sin reparos: Gabriel Casaccia.
Casaccia es el gran clásico paraguayo anterior a Roa Bastos (siendo diez años mayor que Roa, murió veinticinco años antes: 1907-1980). Es autor de una novela de lectura obligada en el Paraguay: La babosa, un retrato crudo y pesimista de los habitantes de la ciudad de Areguá, criaturas veleidosas cuando no banalizadas, y crueles, a veces brutales, rendidas a sus bajas pasiones y a los rituales de una sociedad decrépita y sin embargo feroz.
Pero, incluso antes que por esa novela nada desdeñable, quien quisiera conocer a Casaccia debería comenzar por un libro de cuentos notable, El guajhú, colección de historias en las que, a través de emocionantes anécdotas de la vida campesina, pobladas de montoneros y asaltantes, pequeños dictadores y criminales de poca monta, y familias destrozadas por el rencor y el odio visceral, Casaccia consigue construir un cuadro fragmentario y sin embargo abarcador del Paraguay de la primera mitad de siglo pasado, en el que tiene protagonismo crucial la impotencia de la gente común ante el ciclo de rebeliones y contrasubversiones, autoritarismos y segregaciones, conflictos intestinos y crueldades aleves que marcaron la historia del país.
Es sin embargo en el campo de la psicología del individuo donde Casaccia se descubre magistral, y es capaz de dotar a su ficción de una virtud inestimable: al duro realismo con que construye la ontología de sus cuentos, y al aliento postindigenista de las historias, Casaccia añade una dimensión aterradora y sensible a la vez, con la construcción de psicologías tan angustiadas y enfermas que las obsesiones, los miedos y los deseos reprimidos de sus personajes se vuelven tan materiales como ellos mismos, tan visibles y tangibles como ellos. El realismo se desdobla a veces en misterio sobrenatural, a veces en sugerencia fantástica --como en el cuento que da título a la colección, donde un perro sirve de símbolo variable para reflejar en él la vida interior de dos hermanos antagónicos--, y los relatos entonces se descubren como mucho más sofisticados de lo que su lenguaje, endeudado con el de las narrativas regionalistas, permitiría suponer a primera mirada.
Borges postapocalíptico
Debido a mi poca atención o a mi mala memoria, suponía que una de las pocas especies narrativas fantásticas en las que Borges no había incursionado era la ficción postapocalíptica. Los lectores que estuvieran de acuerdo conmigo necesitarían darle una mirada a su cuento "El informe de Brodie".
El informe que escribe el misionero escocés David Brodie sobre la tribu de los Mlch, a quienes llama Yahoos, con giro swiftiano, no sólo es la revelación de la existencia de una etnia de comedores de gente, desposeídos de un lenguaje capaz de formar oraciones, adoradores de dioses de carne y hueso, regidos por gobernantes a quienes cubren de estiércol y cuyas extremidades trozan apenas los ungen reyes.
Es, además, la crónica de un grupo humano "degenerado" a partir de una cultura que en el pasado conoció una forma compleja de civilización, que escribía complicadas composiciones con símbolos similares a las runas y con una capacidad de abstracción de la que en sus descencientes queda escasa huella.
Borges, que en "Deutsches Réquiem" describió la derrota alemana en la segunda guerra mundial como el suicidio bestial de toda una cultura, y que en "In Memoriam JFK" supuso que la humanidad entera podía condenarse a la extinción con la creciente sofisticación de sus armas de guerra, en "El informe de Brodie" imaginó un pueblo entero degradado al virtual salvajismo como consecuencia de un apocalipsis insensible, gradual, acaso invisible.
El "Informe de Brodie" es un ficticio documento antropológico y un cuento futurista.
28.4.08
Resultado de la encuesta
Tomando como muestra a los primeros cien votantes, la encuesta que propuse hace unos días dio como resultado un 79% de lectores opuestos a la nueva manera de confeccionar el ránking de Perúblogs.
La opción más votada fue la que hablaba de no hacer un ránking general, sino solo ránkings por categorías, considerando el número de visitas a cada blog (28%). La segunda opción más popular fue la de mantener el conteo cómo era: un solo ránking que contabilice las visitas totales de cada bitácora.
A propósito, a nadie en Perúblgos le ha interesado responder esta pregunta (mía y de otros blogs y de varios lectores, muchos de nosotros usuarios de Perúblogs): ¿no hay una evidente incompatibilidad de funciones, por decir lo menos, si la empresa que confecciona el ránking coloca blogs producidos por ella misma (ejemplo: UteroTV) en dicho ránking?
Después de todo, si algún día el negocio funcionara, y cayera algún despistado anunciador en esos blogs, lo haría atraído por un índice de popularidad que los propietarios del blog manufacturan ellos mismos. Es como si Ibope fuera propietaria de canales de televisión. Raro, ¿no?
Quipu 3: Juan Osorio Ruiz
El tercer escritor elegido para su publicación en Quipu es el hasta hoy inédito narrador Juan Osorio Ruiz, nacido en Huancayo en 1976.
A partir de la fecha, Quipu anuncia que sus ediciones serán mensuales y ya no quincenales, de modo que los cuentos o poemas ganadores serán publicados por la red de blogs asociados al proyecto no cada dos lunes, sino cada cuatro lunes de ahora en adelante, para facilitar la labor de las personas encargadas de la evaluación.
Asimismo, comunicamos a los lectores y participantes que uno de los ofrecimientos que recibimos en un principio, la publicación impresa de los textos en el suplemento Identidades del diario El Peruano, no se ha podido mantener en pie en razón del poco espacio disponible en el periódico, motivo que escapa al poder de los encargados de este proyecto.
Las bases de participación, recuerden, son muy simples: basta con cumplir al menos uno de los siguientes requisitos: (a) ser menor de treinta años; (b) no haber publicado más de dos libros, (c) no haber publicado nunca en una editorial limeña.
Juan Osorio Ruiz
Mi bisabuela llegó desde Huancavelica unos meses después de la muerte de mamá, a mitad de una tarde en la que las ventanas lagañosas impregnaban de frío la sala de mi casa. Llegó del brazo de mi padre, su nieto, envuelta en sus innumerables polleras, luciendo un sombrero gris decorado con coquetos ribetes rojos, saludándonos con tiernas frases quechuas llenas de diminutivos y con una minúscula maletita en la que traía todo lo que necesitaba: una que otra prenda de ropa, una bolsita con menjunjes que sólo ella sabía utilizar y el álbum de fotos familiares de contenido casi arqueológico.
Una vez instalada en la que era hasta entonces mi habitación, mi padre nos convocó a mis hermanas y a mí para pedirnos estar siempre solícitos y atentos con ella por lo avanzado de su edad. Sin embargo, pronto descubrimos que mi bisabuela tenía la rara cualidad de anticiparse a todo, y a todos: se levantaba muy temprano y con el caminar propio de quien ha comprendido que hay un momento en la vida a partir del cual toda prisa es inútil, pues todo plazo se vence y toda prerrogativa se acaba, se dirigía a la cocina a preparar el más viscoso y más delicioso quáker con leche del mundo. Y antes de que cualquiera de nosotros dijera “Buenos días abuelita” ya estaba ella disponiendo las ollas y cortando las verduras en trocitos de exactitud matemática para prepararnos el almuerzo. Y mientras se cocían las verduras y echaban color los guisos, se sentaba al lado de la cocina a gas, que desdeñaba en un comienzo, a saborear sus trocitos de pan remojados en quáker con leche, haciendo largas pausas y dando mordiscos suaves y periódicos, cual sacerdote en ofrenda eucarística, con una parsimonia que no era producto de la disminución de sus fuerzas, sino de su sabia actitud ante la vida.
Mi abuelo, su hijo, había llegado también a nuestra casa un mes antes a insistencia de mi padre pues los muchos años de bohemia le estaban pasando factura (intereses moratorios incluidos) y aunque a regañadientes, había sido internado en una clínica cercana donde tratarían de curarlo. No había pasado ni una semana desde la llegada de mi bisabuela cuando recibimos la noticia de que los riñones de mi abuelo habían dejado de funcionar. Tras una corta agonía falleció por insuficiencia renal.
Dicen que mi bisabuela había criado a mi padre, su nieto, a mi abuelo, su hijo; había cuidado también de su esposo, mi bisabuelo, y desde muy corta edad, se había encargado de la atención de su padre, mi tatarabuelo. A la luz de los resultados, su caprichosa buena salud no había sido un don tan preciado pues mientras los eslabones más antiguos de esa cadena interminable que es una familia, se habían ido muriendo, a ella le había tocado en suerte mantenerse a pie firme sosteniendo la cadena, sepultando a los más antiguos, y cuidando de los más jóvenes sin emitir queja alguna.
Al contrario de lo que todos pensábamos, la partida de su hijo, mi abuelo, no la afectó demasiado, parecía siempre encontrarse de buen ánimo, excepto algunas mañanas muy temprano, cuando yo la sorprendía sentada en el jardín interior de la casa, con la mirada perdida y hablando sola con ese tonito arrullador que sólo la gente de la sierra es capaz de pronunciar, delicioso, melancólico y musical.
A partir de la muerte de mi abuelo fuimos nosotros, sus bisnietos, los destinatarios de toda su atención; sus mimos se hicieron más prolíficos, sus comidas más reconfortantes, las conversaciones en quechua con mi padre fueron más subliminales a mis oídos y los tejidos de tupida lana con los que nos enfundaba para soportar el frío serrano no tuvieron comparación.
Pero pronto la acrobática economía familiar fue ensombreciendo nuestro cómodo chalet como se oscurecen las tardes antes de una severa granizada. Mi padre era un policía ejemplar pero un pésimo negociante. Y si bien al comienzo no todo el dinero se perdió en las dislocadas empresas que iniciaba, su soledad terminó deprimiéndolo y conduciéndonos a todos a los linderos de la ruina.
Así pasaron varios meses en los que algo fue cambiando en casa. A medida que mi padre se sumía en más deudas, los cariños de mi bisabuela fueron adquiriendo una dimensión distinta, aunque se mostraba excesivamente maternal, nosotros ya estábamos bastante crecidos como para aceptarla como reemplazante de nuestra madre. Aunque no era su culpa, había llegado a nuestra casa demasiado tarde, a destiempo. Así que pronto sus cariños nos hostigaron, sus comidas perdieron el encanto y hasta mis hermanas prefirieron enfrentar al frío invierno en los brazos de algún adolescente oportunista y ya no con las chompas de lana tejidas por mi bisabuela.
Entonces ella, silenciosa y discreta, no hacía mayor cosa que acurrucarse al lado de la cocina a gas, que ya no desdeñaba tanto, inquebrantable en su intención de confeccionar innumerables prendas de lana con la esperanza de que alguna vez volviéramos a usarlas.
Así, nuestra anciana huésped fue paulatinamente convirtiéndose en un mueble confinado en un rincón de la cocina, aferrada a sus costumbres e imposibilitada de comunicarse con nosotros por las distancias del idioma y las insalvables brechas abiertas por el tiempo y las circunstancias.
Aquella noche mi padre había llegado borracho a casa y mi bisabuela, diligente como siempre, le había servido una gran taza de café cargado, lo había llevado hasta su dormitorio y le había intentado quitar los zapatos antes de recostarlo en su cama. Mi padre, obnubilado por el alcohol, se había empecinado en dormir con los zapatos puestos, algo que para mi abuela era inaceptable. “Déjame tranquilo que tú no eres ni mi esposa, ni mi madre” le había imprecado. Tras una pausa prolongada, ella sólo llegó a decir: “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla” y en silencio se retiró a su habitación.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré ropas tiradas a lo largo del oscuro pasadizo que conducía al jardín interior; allí, junto a la puerta, se encontraba mi bisabuela sentada en una diminuta banca que se ahogaba entre sus polleras, cortando con unas viejas tijeras la última chompa que había tejido con incansable esmero. Sus labios susurraban una cancioncilla medio triste y medio dulce que me pareció reconocer, quizá de algún tiempo remoto en el que yo aún no existía.
Caminé hasta colocarme junto a ella, sus delicadas manos soltaron las tijeras y me acomodaron el cabello dándome luego la usual nalgadita convertida en caricia. “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla huahua”, me dijo a mí también. A pesar de no entender el significado de aquella frase impronunciable para mí, supuse que quería que la dejara sola. Mientras ella retomaba sus insondables pensamientos me escabullí hasta el umbral de mi dormitorio desde donde todavía podía verla. Su canción terminó unos minutos después para dar paso a un silbido entonado, alternado con gorgoritos deliciosos que me hicieron sonreír. Y con toda calma, como la había visto desde su llegada, se levantó y caminó hasta su cuarto, abrió aquella diminuta maleta con la que había arribado, sacó las fotos que guardaba celosamente y las puso en su velador, en su lugar introdujo los retazos de las prendas de lana que había cortado; la cerró sin prisa, la puso debajo de su cama y se acostó.
La mañana estaba sorprendentemente quieta y tibia, las paredes verde pastel de su habitación hacían ver su cuerpo más pequeño y más distante. Alguna avecilla dejaba oír su trinar en el preciso instante en el que comprendí lo que sucedería después.
Con la mirada incrustada en el techo se persignó juntando sus manos, rezó con ese repetido susurro algodonoso y cuando hubo terminado se persignó, tomó la colcha que le llegaba hasta la cintura y se cubrió el cuerpo y luego el rostro, hasta quedar en la posición exacta en la que quedan los muertos. Y luego partió, partió en busca de la muerte que la había dejado olvidada en mi casa.
27.4.08
¿Y la integridad?
En uno de sus mejores cuentos, Borges alude a un dramaturgo que escribe sus obras en verso porque el verso "impide que los espectadores olviden la ireealidad, que es condición del arte". Por supuesto, en los relatos borgeanos se encuentran innumerables ejemplos de narradores que aseguran que lo que ellos cuentan jamás sucedió, que señalan que sus historias son apenas hipotésis, imaginaciones y juegos, criaturas inventadas.
Desde orillas distintas abundan los autores que sostienen lo contrario: que el milagro de la fantasía literaria radica precisamente en la capacidad de la ficción de hacerse pasar por realidad, de asumir la forma de la verdad y contrabandearse tras ella, fingiendo veracidad donde hay invento: la suspensión del descreimiento, del que tanto se habla, la inmersión del espectador en el disfraz de la pseudorrealidad.
Ese debate es posible en la literatura, y en otras artes cuya espina dorsal es la transmisión de ficciones: unos optan por el contrabando de ilusiones arropadas de verosimilitud, otros por conscientemente sabotear la falsificación o hacer notar que es tal. Cuando, en un terreno ajeno a estos, se opta por hacer pasar por real aquello que no lo es, acaba el terreno de la ficción y empieza el terreno de la mentira.
Utilizar los medios de la narración ficcional (el montaje, el recorte, la fragmentación, el reacomodo de las piezas, la supresión de datos cruciales, la introducción de informaciones fingidas, la dramatización, el atizamiento de temores, de tensiones, de expectativas) fuera del campo de la ficción, es un arma legítima, tan legítima como la retórica y la mera estética. Pero cuando esas armas se usan, en tales terrenos, para hacer pasar por verdadero aquello que no lo es, se está traicionando un pacto implícito de lectura: aquel que nos dice que, por ejemplo, cuando accedemos a una información periodística, accedemos, si no necesariamente a la verdad, por lo menos sí a lo más cercano a la verdad que el periodista sea capaz de decirnos.
En el Perú estamos acostumbrados al periodismo amarillo, a la prensa del escándalo y al noticiario espectacular. Luego de una década de fujimorismo, hemos perdido de vista el hecho de que los periodistas deben tener un compromiso mayor con la verdad que con sus intereses o los intereses de sus empleadores o de los poderosos que los cobijen o los promuevan. Poco es el periodismo peruano que no tiene elementos de propaganda, de programa político coyuntural, de golpe bajo, de campaña de lapidación y desprestigio.
No importa cuántas veces se descubra que un periodista dice mentiras conscientemente: ese periodista, si es peruano, siempre tendrá el campo libre para seguir diciéndolas. Muchas veces, su capacidad de contar mentiras es vista como una de sus virtudes: es un periodista en serio, un periodista curtido, se agarra de pico a pico con los políticos, que son mentirosos y corruptos, y les gana en su terreno: ser un mitómano a sueldo es parte de la labor diaria de más de un periodista.
El reportaje de César Hildebrandt Chávez en La ventana indiscreta sobre el caso de la estudiante Melissa Patiño compromete muy seriamente la integridad de Hildebrandt como persona y como profesional del periodismo, y lo mismo puede decirse de su jefa, Chichi Valenzuela, para quien las arbitrariedades, mentiras e inexactitudes de ese informe no pueden haber sido más evidentes, y que sin embargo no encontró problema en hacerlo público.
La ventana indiscreta se ha vuelto desde hace bastante tiempo un productor desagradable de amarillismo, el origen de una modesta generación de periodistas dispuestos a obedecer cualquier orden, por atrabiliaria que sea, y hacerse de la vista gorda ante el hecho incontrovertible de que ese programa tiene muy poco interés en informar, que su objetivo real es servir políticamente a los intereses del dueño de Frecuencia Latina y a sus eventuales aliadados, y destruir sistemáticamente a sus enemigos (recuérdese la larga tradición de bajezas contra el presidente Toledo y el evidente desprecio con que se le trató siempre).
Chichi, que no estudió periodismo, sino literatura --conmigo, dicho sea de paso, y siempre la he considerado una amiga a la distancia--, sabe perfectamente la diferencia entre verdad y mentira, realidad y ficción, propaganda e información. Y sabe que el peor tipo de propaganda no es la más obsecuente, sino la más mentirosa, la que se hace para destruir. Y sabe que la propaganda mentirosa y destructiva empieza por desmoronar una cosa antes que cualquiera: la integridad de quienes la urden, la planean y la difunden.
26.4.08
Trabalenguas 7
"Yo sí creo que Mariátegui sí está comprado".
(El blogger José Alejandro Godoy, conocido por sus destapes heterodoxos, habla en un videoblog acerca del periodista Aldo Mariátegui, director del diario Correo. Inmediatamente antes, Godoy había hecho referencia a "una buena cuenta bancaria" como la razón por la cual cierta prensa apoya al gobierno aprista. El siguiente paso serían las pruebas, o... ¿me equivoco?)
"Una versión menos afortunada de la escalada social de Saby Kamalich haciendo de María en la famosa telenovela".
(El siempre racista y siempre clasista César Hildebrandt, se refirere a su colega Cecilia Valenzuela, y por enésima vez demuestra que él cree que decirle a alguien "empleada doméstica", o decirle "chola", es un insulto. Esos que siguen diciendo que Hildebrandt es una inteligencia lúcida, tienen una cosa más que explicar).
"Los policías han sido agraviados y abusados por la libertad de expresión y la democracia en la que vivimos actualmente".
(La agente "Canela", miembro de la Policía Nacional encargada de infiltrarse en manifestaciones políticas de oposición, hace notar en una entrevista televisiva su inconformidad con las libertades que la (supuesta) democracia y la libertad de expresión ofrecen al pueblo peruano. ¿Qué? ¿No es muy temprano para pedir autogolpe?).
25.4.08
Vota por Vargas Llosa
En noviembre del 2005, les conté que Mario Vargas Llosa y Hernando de Soto habían resultado elegidos, en una encuesta de la revista Prospect hecha entre intelectuales de todo el planeta, dos de los cien intelectuales más influyentes del mundo. Junto a ellos, los únicos otros dos latinoamericanos que integraban la nómina eran el mexicano Enrique Krauze y el brasileño Fernando Cardoso.
No suelo seguir la elección de Prospect, de modo que no tengo idea de qué ocurrió con esa lista en sus últimas ediciones, pero leyendo Perú 21 me entero de que en este 2008, los latinoamericanos que la integran son nuevamente cuatro, y que tres de ellos son los mismos: Vargas Llosa, Krauze y Cardoso. Hernando de Soto no aparece, y lo reemplaza, para mi sorpresa, la cronista mexicana Alma Guillermoprieto (que escribe en inglés para la prensa de Estados Unidos e Inglaterra, pero que de vez en cuando, en traducción, asoma en publicaciones del mundo hispano también).
Yo tenía entendido que la elección de Prospect era hecha por completo en base a los votos de gente proveniente de diversas esferas de la actividad intelectual, pero parece ser que ya no es así: los intelectuales encuestados por Prospect han seleccionado a cien colegas, pero ahora una publicación asociada, la revista Foreign Policy, lleva a cabo una encuesta abierta entre sus lectores para que a partir de sus votos se decida el puesto de esas cien personas dentro de la lista.
Y entonces Perú 21 tiene una iniciativa que no puede sino romper el corazón de cualquier hijo de la patria: pide a sus lectores que, por favor, "voten por Vargas Llosa para el ránking de los intelectuales más influyentes del mundo". Así es. Perú 21 quiere hacer del asunto una causa nacional: quiere que quede claro ante el resto del planeta que los peruanos también pensamos (o al menos que uno de nosotros lo hace), y además llama a la solidaridad de sus lectores (los de Perú 21) para que le hagan saber al mundo que Vargas Llosa nos influye harto, a nosotros y a todos los demás.
No es que tenga ganas de quejarme de cualquier cosa, ni de rebajar la aspiración de la gente de Perú 21, que obviamente obra de buena fe. Pero, sinceramente, hay que hacer notar que cada vez que aparece un nuevo libro de Vargas Llosa, Perú 21 lo deja caer en el más hondo vacío: es un diario sin sección literaria, sin reseñador fijo, sin página de crítica, un periódico que sólo es rescatado del desierto en cuestiones de literatura por la columna de Alonso Cueto.
Más que pedirle a sus lectores que voten por consigna por Vargas Llosa como intelectual influyente, Perú 21 debería hacer algo para que los libros que los intelectuales peruanos escriben y publican se conviertan de verdad en una influencia valiosa sobre sus lectores (es decir, que los lectores de Perú 21 se conviertan en lectores de Vargas Llosa y de los demás). ¿Qué cosa hace Perú 21 por lograr eso? En el terreno de las ciencias sociales, hace alguito gracias a un abanico de columnistas que, de vez en cuando, hablan de sus lecturas. En el terreno literario, hace extremadamente poco, con la excepción mencionada. Y la campaña para votar por Vargas Llosa en este concurso --con la pinta de concurso de belleza, con toda la traza de un American Idol para pensadores que este concurso tiene-- no hace sino subrayar el vacío.
Por supuesto, lo que digo sobre Perú 21 lo puedo extender sin mayores complicaciones a la gran mayoría de la prensa escrita nacional, con salvedades notables, y a toda la prensa electrónica casi sin excepción. ¿Cuándo fue la última vez que un libro peruano desató una polémica real en la prensa del país? ¿Cuándo fue la última vez que un ensayo, un estudio, un artículo profesional o una investigación intelectual provocó un debate en nuestros diarios y nuestras revistas no académicas?
24.4.08
Encuesta
Siguiendo con el tema del post anterior, les propongo un pequeño muestreo de opiniones sobre las mejores formas de estructurar un ránking de blogs peruanos o latinoamericanos. Si les interesa, respondan la pregunta en el recuadro del lado derecho de la pantalla. Si quiren dejar comentarios sobre el asunto, pueden hacerlo aquí.
Los aristogatos
Quizá algunos de ustedes hayan notado que PerúBlogs, que elabora el ránking más conocido de blogs en América Latina y el más consultado en el país, ha cambiado desde ayer la metodología y los criterios con que lo confecciona. En vez de ceñirse al conteo de cuántas visitas recibe cada blog, ahora hace un consolidado que incluye el número total de visitas pero también, y sobre todo, la cantidad de veces que un blog es enlazado por otros (que también estén inscritos en PerúBlogs).
Además, clasifica a los blogs en ocho grupos distintos, según su posición en el ránking, de manera que ser enlazado por un blog top otorga un puntaje que es hasta 128 veces mayor que el que se consigue al ser enlazado por un blog del final de la tabla.
Con el nuevo criterio, Puente Aéreo ha pasado del número 170, en el que se encontraba, a los puestos 8, 9 y 12 --al parecer el sistema es sumamente inestable--, más o menos los mismos puestos que tuvo por muchos meses dos o tres años atrás, antes de un largo receso y antes de la explosión de blogs de calatas y otras curiosidades mediáticas. Nunca me ha interesado demasiado la posición del blog en ese ránking, pero ahora me parece que mencionarla sirve para ilustrar un par de temas interesantes.
El primero es la idea, expresada en otro blog, de que si una bitácora no está en el ránking de PerúBlogs, esa bitácora "no existe". ¿Recuerdan cuando, meses atrás, se armó una discusión enorme y bastante teatral en la blogósfera peruana debido a que algunos bloggers, yo entre ellos, propusimos que se impulsara de común acuerdo la confección de unas normas descriptivas para que los blogs fueran capaces de autocategorizarse según su contenido, de modo que los lectores supieran, por ejemplo, cuándo se estaban metiendo en un blog que permitiera los inusltos anónimos y cuándo ese tipo de actitudes no era permitido?
A quienes propusimos esa forma de autocategorización basada en criterios éticos se nos llamó desde fachos hasta hegemonizantes, desde autoritarios hasta arrogantes y desde totalitarios hasta jerarquizadores.
Pues bien, ahora resulta que para tener un blog y que ese blog "exista", hay que estar en PerúBlogs, aceptar su código de conducta, aceptar que PerúBlogs categorice a los blogs en ocho grupos, que determine si ser enlazado por fulano es tan importante como ser enlazado por mengano, etc. Es decir, que PerúBlogs invente ciudadanos de segunda, tercera y hasta octava categoría, y, lo que es más importante, que invente ex cathedra una aristocracia blogger cuya endogamia le garantice para siempre los primeros lugares del ránking.
Ejemplo: supongamos que entre los quince blogs que ocupan los lugares más altos hubiera cuatro pertenecientes a cuatro buenos amigos, de esos que se dedican a enlazar sus blogs de ida y vuelta diariamente, que coordinan sus temas y propagandean el contenido de unos y otros sin falta todas las semanas, cuatro amigos de aquellos que se invitan unos a otros a autoentrevistarse (¿?) un día sí y el otro también, y que cada vez que se sientan a la mesa juntos llaman a su público y lo consideran una "mesa redonda" o un "conversatorio" sobre la "cholósfera".
Mejor, en vez de imaginarlo, digamos que esos cuatro gatos son José Antonio Godoy (Desde el tercer piso, puesto 5), Roberto Bustamante (El blog del Morsa, puesto 7), Marco Sifuentes (El útero de Marita, puesto 3) y Luis Carlos Burneo (La habitación de Henry Spencer, puesto 13). ¿Qué necesitan esos cuatro blogs para quedarse en los puestos superiores del ránking para siempre? Una sola cosa: enlazarse continuamente unos a otros, porque desde ayer, la medida tomada por el administrador de PerúBlogs (amigo cercano de todos), los ha convertido a los cuatro en ciudadanos de primera categoría en esa sociedad en la que, a decir de uno de ellos, si no estás "no existes".
Lo segundo: si para existir como blog hay que estar inscrito en PerúBlogs, y PerúBlogs cambia las reglas de juego sin hacerles la menor consulta a los bloggers inscritos en su ránking, ¿hay algo más monopólico, autoritario, unilateral y vertical que la relación que PerúBlogs plantea a las bitácoras de la blogósfera peruana (y latinoamericana a través de Blogalaxia)? ¿Hay algo más totalitario que condenar a la virtual "inexistencia" a los blogs que no acepten unas reglas en cuya confección no tienen ni voz ni voto?
¿Siendo PerúBlogs parte de una empresa --una empresa con fines de lucro, quiero decir--, y siendo los blogs espacios sin fines de lucro sin los cuales la empresa no podría sobrevivir en las condiciones en que lo hace, no deberían los blogs, por lo menos, merecer de parte de PerúBlogs un trato más participativo, donde sus opiniones fueran oídas, atendidas y eventualmente sirvieran para influir en las formas en que los ránkings y las categorizaciones son manejadas? ¿No debería haber una forma más transparente en que se determine que los códigos de comportamiento de PerúBlogs están siendo cumplidos? ¿No debería PerúBlogs promover la discusión sobre códigos de conducta, estándares éticos, etc., y mostrar una flexibilidad mucho mayor en cuando a su forma de crear de pronto categorías de blogs de acuerdo a su supuesta "importancia"?
Malas películas imprescindibles 5
José Mojica Marins es uno de los bichos más raros del cine latinoamericano. La cuarta de las treinta y cuatro películas que ha dirigido, A Meia-Noite Levarei Sua Alma, conocida por muchos con el nombre de su protagonista, Zé do Caixão (Coffin Joe, en inglés; José del Cajón, en español), es, casi medio siglo después de su estreno en 1964, no sólo un film de culto en su país, sino un punto imprescindible en el tejido del imaginario popular brasileño.
Mojica Marins es hoy un gordito de negra barba larga y uñas casi tan largas como la barba, con los dedos blindados de anillos con imágenes satánicas y las paredes de su casa y de su estudio cubiertas por calaveras y estatuillas ligadas a cuanta superstición puebla la imaginación callejera del Brasil. Desde los años ochentas sus películas abandonaron el género del terror y esa suerte de giallo místico-psicodélico que las caracterizó en los sesentas y setentas, y se volvieron más bien cintas de trash soft porn --si se me permite acuñar el término-- poco inspiradas y nada atendibles.
Pero Zé do Caixão, el protagonista de su film estrella y de otras muchas cintas que Mojica Marins rodó a lo largo de los años, es una creación inolvidable, y con toda razón ha sido colocado, si no en el Olimpo, al menos sí en el altarcillo pagano de la cinefilia brasileña: el personaje, interpretado siempre por el mismo cineasta, es un enterrador de largas garras y sombrero de copa, vestido de traje negro y envuelto en capa de seda y guantes de cuero, con cierta sed no metafórica de sangre femenina, y dueño de una carcajada que ni el peor villano de melodrama dejaría de envidiar.
Pero es además un descreído, un cínico, un librepensador acaso demasiado liberado, sin rastro de fe en nada más allá de la vida terrena, un mujeriego fervoroso y un materialista que bordea el positivismo más radical; es un asesino en serie, pero uno que mata en la búsqueda de la mujer que pueda prolongar su estirpe teniendo un hijo suyo; y el único rasgo de bondad que muestra en cualquiera de las cintas en que su biografía se desarrolla, es la breve escena de A Meia-Noite Levarei Sua Alma en la que reconviene a un padre por maltratar a su pequeño hijo.
El golpe de genio de Mojica Marins está en hacer de Zé do Caixão un villano atroz a quien su descreimiento de la superstición convierte siempre en una víctima en potencia en medio de un mundo que, gobernado precisamente por las supersticiones, de un modo y otro se las arregla para darle su merecido de manera sobrenatural. Algo así como el castigo que llega del más allá para Don Juan en las muchas versiones teatrales y operísticas de su historia; de hecho, Zé es un Don Juan en muchos aspectos, aunque su afán no es la satisfacción primaria del deseo sino la reproducción.
A los amantes de lo raro: ninguna cinemateca está completa sin las películas de Mojica Marins sobre Zé do Caixão.
22.4.08
Increíble irresponsabilidad
El canal estatal de televisión acaba de suprimir lo mejor de su programación cultural, incluyendo el espacio Vano Oficio, que creó y condujo por muchos años el novelista (y colega blogger) Iván Thays.
Las razones aducidas, según un artículo publicado en la edición de hoy del diario El Comercio, son económicas: el canal no tiene dinero para solventar los gastos de producción de esos programas, o piensa que otro tipo de temáticas (se anuncia un espacio de cocina y otro de promoción de la microempresa) podrían darle mejores resultados financieros.
El canal del Estado --que hace poco gastó los recursos de los contribuyentes en transmitir en vivo y en directo el matrimonio catedralicio de un famoso tenor limeño-- juzga que la literatura y la actividad cultural peruana no merecen demasiado su atención: podemos intuir el tipo de criterio con que evalúa la importancia de los eventos del campo artístico e intelectual.
Vano Oficio era el único programa eminentemente literario de toda la televisión peruana, y existía esencialmente en virtud del sacrificio de su conductor. Era un programa necesario, indispensable en un país donde la televisión muestra una mentalidad precolegial, los espacios de discusión parecen cada vez más cantinas de media tarde y los programas de esparcimiento tienen el nivel de actuaciones de kermés.
Estaría loco si tuviera algo contra la notable culinaria peruana o contra la promoción empresarial, pero si los directivos de un canal del Estado piensan que se puede eliminar la cobertura cultural y tachar de un plumazo la literatura para reemplazarlas con tacutacus y buenas ideas para la bodega del barrio, esa es suficiente prueba de que el puesto les queda enorme.
La responsabilidad de los ejecutivos del siete no es similar a la de los ejecutivos de canales privados: su trabajo no es ganar la mayor cantidad posible de dinero con una programación que satisfaga las modas pasajeras de la sociedad o adule su sentido de la diversión. Su misión es construir una programación que instruya a los televidentes, que cultive su inteligencia, que oriente su sensibilidad, que motive su intelecto, y en esa tarea la cocina y los negocios no son sucedáneos ni reemplazos de la creación artística.
19.4.08
La biblioteca personal
Leyendo un post de Rocío Silva Santisteban, encuentro que ella se refiere a El segundo sexo, el ya clásico libro de Simone de Beauvoir, como la "obra cumbre" de la escritora francesa. La mención, de inmediato, trae a mi memoria otro libro de Beauvoir, que he leído muchas veces y que admiro como a pocas nouvelles salidas de ese núcleo hiperconcentrado de talento que era la Francia de medio siglo atrás: Una muerte muy dulce.
Las razones de mi atracción son muy personales: la pequeña novelita de Beauvoir, autobiográfica, narra los días finales de su madre, Françoise Brasseur, y yo leí el libro por primera vez (una edición de color violeta que compré a la entrada de la Católica), pocos días después de la muerte de mi madre, cuando yo acababa de cumplir diecinueve años. Mi madre murió súbitamente, de forma inesperada, y eso me privó, en cierta manera, si no del proceso de luto posterior, al menos sí de ese tiempo preliminar que algunas veces tenemos y que nos permite ir haciéndonos a la idea de una desgracia por venir.
El libro de Beauvoir, que leí y releí, cuenta una muerte diametralmente distinta: una agonía pacífica, ni muy breve ni muy prolongada, melancólica, pero sobre todo natural, esperable, apacible. En cierta forma, leerlo fue recuperar, o al menos endeblemente suplantar, ese periodo de aclimatación a la tragedia que jamás tuve: esa es para mí la obra de Beauvoir que jamás olvidaré, su "obra cumbre" en mi biblioteca.
En la misma época releí El extranjero: otra de esas nouvelles extraordinarias de la misma generación y la misma lengua. Sin duda no tendría que debatir con muchos si quiero argüir que El extranjero es el libro fundamental de Camus. Pero para mí, curiosamente, no lo es por su polémico argumento central, el del crimen, el juicio, la ausencia de arrepentimiento y la nublada conciencia del protagonista ante esos tramos de la historia, sino por su inicio: otra vez la muerte de la madre: para mí, porque no podía ser de otra manera, El extranjero era la historia de un hijo desensibilizado por el peor de los vacíos que un ser humano puede atravesar en su experiencia.
Así de curioso y de íntimo es el modo en que cada quien va construyendo su propia lista de clásicos que lo son a veces sólo para uno, o que son cruciales para uno por las razones que los demás no toman en cuenta, porque no las sienten o no las sintieron propias cuando convivieron con esos libros.
Leí La ciudad y los perros cuando mi hermano estaba en la Escuela Naval, y eso la puso en mi biblioteca junto a La guerra del fin del mundo, que fue el primer libro de Vargas Llosa que compré yo mismo, el primer día en que apareció en librerías: tenía catorce años. Ese mismo año me costó una fortuna un ejemplar de La vida exagerada de Martín Romaña, que quizá por eso sea mi novela favorita de Alfredo Bryce, o quizá lo es porque recuerdo el buen humor de mis padres y mi madrina (que vivía en la casa al frente de la nuestra, en esa zona de huacas, ovejas y edificios a medio levantar que eran los alrededores del Pentagonito cuando yo era chico), cuando la leían, al mismo tiempo, en la copia que yo había llevado a casa.
Años más tarde, Agua que no has de beber, de Antonio Cisneros, se volvió el libro maldito de mi biblioteca (pero aún así, o por eso precisamente, entró en mi canon personal). En ese libro había un poema dedicado por Toño al nacimiento de su hijo Diego, y yo solía leérselo a mi enamorada de aquellas épocas (estudiante de psicología en la Católica), quien parecía apasionada por esos tres o cuatro versos llenos de buenos augurios. Al tiempo, terminamos, y con los años ella se convirtió en la esposa de... Diego Cisneros. Se lo conté a Toño el día en que lo conocí (estábamos camino a un bar en el auto de Fernando Ampuero, con Alonso Cueto; era la noche del matrimonio de Alonso Rabí). Hasta ahora recuerdo la risa de Cisneros y su admonición: "la poesía es peligrosa, sobrino").
A veces los motivos de la canonización privada no son tan personales. Herejía y blasfemia de por medio, mi novelista preferido del siglo de oro no es Cervantes, sino María de Zayas, porque virtualmente me paró de cabeza descubrir que se podían escribir novelitas góticas en España en pleno renacimiento, que la mordacidad lúgubre de los góticos la podía prefigurar una mujer en un universo tan distinto, que tantos siglos antes del feminismo se pudiera reivindicar de manera tan feroz el aislamiento del convento como refugio contra la ley del hombre, y no como abandono o marginación. Razones parecidas hicieron que la madre de Mary Shelley me resultara más cautivante que Mary Shelley.
A Lennon y McCartney les debo muchas irregularidades de mi canon inglés: que me guste Lewis Carroll más que Henry James, Macbeth más que Hamlet, Ginsberg más que Pound. A Borges y a la pasión de David Colmenares les debo el resto de mis arbitrariedades anglosajonas: que Beckford me sea más querido que Radcliffe, y preferir a Walpole y Monk Lewis y Lovecraft y hasta a Sheridan LeFanu y Thomas De Quincey más que a Dickens. Y que El libro de los snobs de Thackeray me resulte más divertido que cualquier comedia de Bernard Shaw.
Porque así son los cariños de la juventud, y porque mis amigos de la universidad eran un grupo curioso, las novelas de Jane Austen, Defoe y Swift, y los escritos políticos de los articulistas ingleses del siglo dieciocho (y hasta la introducción al Diccionario del Dr. Johnson) me fueron más personales que las novelas de Roa Bastos o Donoso. Y porque la biblioteca de los padres de uno deja una huella que nada borra, mis novelas favoritas de entre los monumentos rusos del diecinueve no son los monumentos rusos del diecinueve, sino El jugador, Crimen y castigo y las Memorias del subsuelo y sólo la madurez ha llegado a colocar en ese estante Ana Karenina y La guerra y la paz.
Mi madre tenía una costumbre extraña que ahora agradezco: ella, que había estudiado literatura primero y era doctora en bioquímica, no tenía mayor afecto por las canciones para niño, pero sí una tendencía peculiar a ponerles música a los poemas que más le gustaban: por eso, cuando yo tenía cinco o seis años, podía decir de memoria una infinidad (mi idea del infinito era modesta) de sonetos de Lope, Góngora o Quevedo, poemas de Darío y Lorca y Machado y Vallejo y Eguren y monólogos de Calderón, y por eso, también, de toda la época atroz que es el romanticismo español, hay un poema que sigo repitiendo mentalmente de tarde en tarde: La canción del pirata, de Espronceda, que con los años se me ha empezado a confundir con algo de Joan Manuel Serrat.
Leí El agente secreto de Conrad cuando Sendero llegaba a Lima y Los geniecillos dominicales cuando ya había salido de la universidad: el primero lo llevo en la memoria y el otro ya lo olvidé casi todo. Cuando era alumno de Montalbetti leí The Call Girls, de Koestler, con el personaje del lingüista omnisciente que se me quedó para siempre en el recuerdo, y cada vez que leo a Borges lo escucho con la voz de otro maestro mío especialista en leerlo en voz alta, Luis Jaime Cisneros, cuya versión abreviada de Casa tomada, de Cortázar, es significativamente más interesante que el cuento original.
Cuando me hablan de gigantes ahogados pienso en Ballard antes que en García Márquez; si me mencionan trenes con pasajeros que viajan sin saber lo que esperan del viaje, me acuerdo de Ray Bradbury antes que de Arreola; los genios de la música me hacen pensar en Huxley primero que en Pitol: son las lecturas de juventud que reclaman su espacio propio.
Cuando empecé a leer a Mario Levrero nadie que yo conociera sabía quién era ese oscuro escritor uruguayo. Lo leí por dos o tres semanas: cinco o seis novelas suyas, tres o cuatro libros de cuentos y los pequeños relatos que colgaba en la página de su taller en internet. Hasta que me atreví a escribirle a su correo electrónico, como un fan declarado, la única vez en mi vida que he hecho eso, y me respondió con dos días de retraso Carmen Simón, su socia en el taller, para decirme que Levrero acababa de morir. No sé si fue eso lo que terminó de convertir a Levrero en el escritor de culto por excelencia para mí. Lo he seguido leyendo y releyendo (esta semana leí dos novelas suyas que desconocía, Fauna y Desplazamientos, una de las mejores). Para mí, ocupa el lugar que para otros ocupa Saer, o Aira, y para los más jóvenes Bellatín. Y más: me es inevitable pensar, con ese egoísmo ingenuo de los admiradores rendidos, que escribía sus libros para mí.
Supongo que esa es la clave de una biblioteca personal: la fe fantástica y soñadora en que hay un conjunto de libros en el mundo que una serie de personas desconocidas ha escrito expresamente para decirnos algo, y que de alguna manera el destino ha querido que recibamos el mensaje.
Imagen: Levrero ante el espejo.
17.4.08
Más Bolaño
Es una sensación extraña que un libro en el que uno ha trabajado por mucho tiempo sea presentado y que uno deba estar ausente. Pero es un viaje largo de Stanford a Barcelona y el tiempo no me alcanzaría para estar allá sin perder demasiadas clases, así que el coeditor de Bolaño salvaje, Edmundo Paz Soldán, tendrá todo el trabajo de explicar a la prensa española el carácter de ese proyecto en el que han intervenido tantas personas. (En la mesa de presentación, esta noche en La Central del Raval, lo acompañarán Jorge Volpi y el cineasta holandés Erik Haasnoot, director del documental Bolaño cercano, que se distribuirá en un DVD junto con el libro).
Yo por mi parte, hoy que el libro se presenta en España, quiero agradecer a cada uno de los autores que nos entregaron sus escritos para este volumen colectivo: Enrique Vila-Matas, Chris Andrews, Juan Villoro, Matías Ayala, Carlos Franz, Fernando Iwasaki, Paula Aguilar, María Luisa Fischer, Andrea Cobas Carral, Verónica Garibotto, Jorge Volpi, Jeremías Gamboa, Valeria de los Ríos, Peter Elmore, Rodrigo Fresán, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Alan Pauls, Celina Manzoni, Jordi Carrión, Carmen Boullosa, Ignacio Echevarría, Luis Bagué Quílez, Luis Martín-Estudillo, Sonia Hernández y Marta Puig.
Ya en un post anterior he hablado del trabajo inmenso de los directores de Candaya y de los productores del video. Ahora, aparentemente, se trata solo de esperar la respuesta de los lectores. Por lo pronto, gracias al blog de Iván Thays me entero (yo siempre ando en la luna en estas cosas) de que el blog El Boomerang --más bien un haz de blogs literarios hispanoamericanos-- está ofreciendo como avance, en pdf, la introducción del libro, escrita por Edmundo.
En una nota a dos páginas sobre el libro, aparecida en El Periódico, el diario de mayor circulación de Cataluña, se anuncia un hecho que llamará la atención de los lectores de Bolaño: durante el proceso de filmación del documental que acompaña al libro, la viuda del escritor, Carolina López, comentó que se había descubierto entre los papeles del chileno otra novela inédita, aparentemente inconclusa, titulada Los sinsabores de la verdadera policía, posterior a Los detectives salvajes pero anterior a 2666, y en la que aparece como personaje el escritor Archimboldi, cuya desaparición es uno de los núcleos temáticos de 2666.
No más fachos
En el post sobre Vallejo, algún comentarista despistado creyó pertinente desaprobar cualquier posible comparación entre el poeta peruano y su colega argentino Jorge Luis Borges, y basó su observación en una idea que, curiosamente, uno escucha con creciente frecuencia en los últimos años: que Borges era fascista (y que, por tanto, nadie más lejos que él del socialismo humanitario de Vallejo).
Yo mismo he escrito un ensayo estudiando la beligerante posición de Borges contra todos los fascismos de su época en Europa y en la misma Argentina, pero dado que mi ensayo está a punto de aparecer en un libro editado por Juan Pablo Dabove para el Instituto de Literatura Iberoamericana, en Pittsburgh (el libro se llama Jorge Luis Borges. Políticas de la literatura), y para no adelantarme a su lanzamiento, me puse a buscar en internet algún otro texto que dejara en claro la distancia abismal y sensible entre Borges y cualquier forma de autoritarismo o impulso totalitario.
Lo que encontré cae como anillo al dedo para el tema, a la vez que cierra el infausto rumor de manera más que definitiva: el artículo, estupendo, se llama "El Cervantes de Borges: fascismo y literatura", y es del profesor Roberto González Echevarría, especialista en uno y otro de los autores mencionados en su título. Pueden leerlo completo, en tres partes y con sus respectivas notas, entrando por aquí, a la página de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
De cualquier forma, queda como asunto a discutir el tema de por qué cada vez se está volviendo más fácil para la gente llamar "fascistas" a los demás. (Convendrán conmigo los lectores de Borges que si se le llama fascista a él entonces ya nadie está libre). Yo creo que se trata de un síntoma más del debilitamiento de los esfuerzos intelectuales serios en esferas que deberían distinguirse por tal seriedad.
Y teniendo en cuenta que el otro término querido para estos simplificadores es "macartista", se hace curioso todo el tema, dado que, en efecto, yo creo que los que llaman "fascistas" a medio mundo recogen, aunque con otro tinte, el impulso del mismo McCarthy, que era finalmente el impulso a descalificar a los demás en función de su posible compromiso ideológico de manera tal que pudiera descalificarse finalmente a todos quienes representaran una opción distinta a la propia.
En un mundo pintado en blanco y negro, todo se divide en dos: para unos, el universo consta de los fascistas y los míos; para los otros, el mundo está conformado por los comunistas y los míos. La casa de brujas siempre es reduccionista, simplificadora y finalmente estupidizante.